La literatura como acto migratorio
Mi estancia en Río de Janeiro, entre 1997 y 1999, comenzó en la Academia Brasileña de Letras, cuando la presidía Nélida Piñon. Gracias a ella se hizo pasillos y vitrinas de sueño mi recorrido por las salas de aquel edificio, en el 203 de la Avenida Presidente Wilson. Cien años después de Machado de Assis, el primer presidente y uno de sus fundadores, que también seguía allí, haciendo crecer sin parar sus Memorias póstumas. Ya había tenido otros encuentros con Nélida, entre 1989 y 1990, a propósito de la traducción de La dulce canción de Cayetana y de La fuerza del destino.
En las obras de Nélida Piñon sobresale el deleite por los nombres de los lugares. Y ese afán de nombrar permite que convivan menciones geográficas conocidas e inventadas, que míticamente se erija un espacio donde la distancia se anula y los personajes viven, dialogan, exageran a más no poder, al borde del estallido. Como demostrando en todo momento que la rutina cotidiana es una trampa; que gracias al sueño continúa la navegación y que el rumbo está fuera del mapa; que el humor, una vez más, destruye los quistes del pensamiento inmóvil.
El dato biográfico señala el trayecto Galicia-Brasil: sus padres emigrantes. Y la construcción literaria, a su vez, propone una sintaxis en la que, lejos de un manido surrealismo, la autora descubre lo verosímil del dislate, la probabilidad de lo improbable, la verdad, en fin, de los adynata o impossibilia, retóricamente más afines con la tradición clásica (ahí está Tebas de mi corazón) y medieval (ahí está la navegación de La república de los sueños o su primera novela, Guía-Mapa de Gabriel Arcanjo).
Y el grado máximo de la hipérbole se revela, historia de historias, en Voces del desierto, su última novela, donde Nélida Piñon retoma la figura de la princesa Scherezade y reelabora el combate entre la imaginación y la muerte. Como en una nueva casa de la pasión, el oficio de narrar implica un ejercicio de supervivencia, acrece el regocijo del cuerpo que ama y disfruta de los alimentos, dilata el universo imaginando y, por qué no, suplicando lo imposible: el alma es inmortal, se dice en Tebas de mi corazón, traducida por Ángel Crespo, pero "mejor sería que el cuerpo fuese inmortal".
Nélida Piñon, que ha defendido siempre el mestizaje, la concordia discors entre pueblos dispares, recordó en una ocasión "las delicias del bacalao" y dijo que conviene saborearlo cerrando ligeramente los ojos. Quizá ese gesto resume el saber, el éxtasis de navegar, soñando con un mundo donde vayamos de un sitio a otro sin que importen los límites. Emigrantes eternos, subiremos a ese barco: la literatura.
Mario Merlino es traductor de Nélida Piñon al español, poeta y ensayista.
Babelia
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