De la conmoción al esperpento
Ya nadie se ríe de la calamitosa situación en que se halla el proceso de integración europeo, ni siquiera los más entusiastas celebrantes del triunfo del no en el referéndum sobre el Tratado Constitucional celebrado en Francia. Ni la mayoría gloriosa que brindaba con cerveza en Holanda. Los que se reían porque habían cosechado un gran éxito al hundir el barco ya saben hoy que no disponen de repuesto para mantenerse a flote en una mar más que bravía. Los que creían que podían hacer como que no había sucedido nada más allá de un "contratiempo" han podido ya, reposadamente, tragarse sus palabras. Por no hablar de aquéllos, tan sesudos y almas apaciguadas, que recomendaban a los franceses que se lo pensaran un rato más para llegar a pensar lo contrario a lo que piensan. El espectáculo que los líderes europeos están dando desde aquel 29 de mayo que tan lejano se antoja amarga hasta a la más terca de las sonrisas. Nuestros europeístas ejemplares de retórica solemne y gesto trascendental cuando escuchan la oda a la alegría parecen haberse convertido en una caterva de bisnitzas, como se llamaba en la Rumania comunista a los traficantes en el mercado negro.
Una de las pocas voces que se han alzado y merece algo más como respuesta que un gesto aburrido y despectivo es la de Felipe González. Preguntado por Soledad Gallego-Díaz en este periódico si los problemas no se deberían a que "quizá los nuevos líderes europeos sean poco europeístas, como Blair", el ex presidente del Gobierno español dice: "Déjeme que le diga algo en serio. No me preocupa estar en desacuerdo con su idea de Europa. Me preocupa que no exista una idea de Europa. Me tranquilizaría mucho que existiera un grupo de gente que sepa lo que quiere hacer. Luego me gustará o no hacia dónde la orientan, luego los ciudadanos decidirán si aguantan o no. Pero, aunque sea duro decirlo, el problema es que no existe una orientación. No veo esa orientación (....). Y no sé qué propósito tiene todo esto si no es puro oportunismo".
Si esto lo llega a decir otro ex presidente del Gobierno, José María Aznar, que sin duda suscribe estas palabras de su íntimo enemigo, habría sido calificado de vil lacayo de los esfuerzos del eje del mal Washington-Londres-Varsovia por dinamitar la honesta política "europeísta" del eje del bien franco-alemán. Horrorizará a ambos coincidir, pero puede consolarles el hecho de que lo hacen en la razón. Cuando se habla hoy de oportunismo en Europa, hay que estar muy rendido ante las sirenas del Sena o del Spree para no pensar de inmediato en Gerhard Schröder y Jacques Chirac. Son los principales responsables de la grotesca situación actual porque han sido ellos quienes han contagiado su debilidad política a todo el proyecto europeo mientras fracasaban estrepitosamente en reformar sus escleróticas legislaciones, su economía y su administración, multiplicaban la incertidumbre y acusaban a la UE de sus fracasos. Todo ello sin dejar de despreciar a los demás y dedicarse a jugar al directorio de la Unión de los 25. Ambos podían haberse -y habernos- ahorrado el bochorno, especialmente Chirac, con un inusitado alarde de dignidad como habría sido su dimisión. Es significativo que nadie esperara tal cosa. En realidad no se trata sólo de que Chirac y Schröder carezcan de una idea para Europa. No tienen siquiera ya un mínimo proyecto para su propio país. Y aunque lo tuvieran no tienen los medios para llevarlo a cabo. Al menos Schröder ya ha convocado unas elecciones anticipadas para perderlas, eso sí, forzado por la amenaza de ser derrocado por su propio partido (SPD). Chirac insiste en secuestrar a Francia para otros dos años de agonía, si los que se rebelaron en las urnas del referéndum no se rebelan antes en la calle.
La cumbre anual de la UE, el jueves y el viernes en Bruselas, puede acabar mostrando en toda su crudeza el estado real de las cosas. Continuará el esperpento. Los nuevos miembros asisten estupefactos al espectáculo. Muchos se preguntan a qué las prisas para llegar a un club en amago de clausura. Ya no es la Constitución la que está en juego sino el principio básico de que todos los miembros tenemos un interés superior común.
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