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Bolivia: que pase el que sigue

El martes pasado, un día después de la renuncia irrevocable de Carlos Mesa a la presidencia de Bolivia, el diario El Deber, de Santa Cruz, tituló con contundente sarcasmo: Que pase el que sigue. Con Mesa, la crisis actual ya se ha devorado a dos jefes de Estado -Gonzalo Sánchez de Lozada cayó en octubre del 2003- y no se avizora una luz al final del túnel. Después de que renunciaran a la sucesión los presidentes de la Cámara de Senadores, Hormando Vaca Díez, y de la de Diputados, Mario Cossio, resistidos por el movimiento popular, el poder ha llegado a manos de Eduardo Rodríguez, el hasta entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia. Quizás esta lista sucesoria termine siendo demasiado corta para Bolivia.

Sánchez de Lozada intentó resolver la crisis a la fuerza, pero más de sesenta muertos en la llamada "guerra del gas" de octubre del 2003 lo convirtieron en un gobernante sin legitimidad. Carlos Mesa hizo todo lo opuesto y apeló a la razón; sin embargo, su decisión de no reprimir las protestas fue entendida como debilidad y su presidencia terminó en el desgobierno absoluto, en una anarquía de caminos bloqueados durante tres semanas y gases y dinamitas en las calles de La Paz (entre otras cosas, tres campos de gas que opera la compañía española Repsol YPF en Santa Cruz fueron tomados por campesinos). Si el lema del escudo chileno reza "Por la razón o la fuerza", el de la Bolivia actual podría ser el de "Ni por la razón ni por la fuerza, sino todo lo contrario". Algo digno de la risa, si no fuera que lo que ocurre es trágico. Entonces, ¿qué? A estas alturas, incluso los analistas más esperanzados han comenzado a trazar los posibles escenarios de catástrofe a los que se podría llegar. Palabras como "guerra civil", "secesión" o "desmembración territorial" se han vuelto parte del discurso cotidiano. Y ya lo sabemos: el lenguaje es una suerte de laboratorio donde aquello que se imagina va ingresando sin prisa pero sin pausa al territorio de la realidad.

Escenarios del futuro: en uno, el optimista, prima la sensatez, las voces moderadas se imponen a las radicales y se sientan a la mesa de negociaciones los "hermanos enemigos", todos dispuestos a ceder, a anteponer los intereses nacionales a todo lo demás. La agenda política está tan cargada que si no se descomprimen los pedidos, si no se abre un paréntesis que permita que Eduardo Gutiérrez convoque elecciones presidenciales en un plazo de seis meses, y que luego se lleven a cabo la Asamblea Constituyente -un pedido de los actores sociales del Occidente boliviano, para "refundar el país" y dar más poder a los grupos indígenas- y el referéndum autonómico -pedido por las provincias más prósperas, encabezadas por Santa Cruz-, Bolivia puede convertirse en una serie de republiquetas, convirtiendo la inestabilidad nacional en un problema continental.

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Para que esa salida optimista ocurra se necesitan muchas cosas de las que el país no parece disponer. Líderes con una visión nacional, y expertos en mediaciones y arbitrajes. La élite política y económica nunca fue capaz de tener una visión de país y defendió más bien intereses locales y comerciales: durante la guerra del Pacífico, el poderoso empresario Aniceto Arce, que llegaría a ser presidente, pagó a doscientos soldados para que, en vez de ir a luchar contra Chile, se quedaran a cuidar sus propiedades. La historia se repite: hoy, pese a discursos patrióticos, tanto los empresarios de Santa Cruz como los líderes sindicales de Occidente (sobre todo La Paz y El Alto) no son capaces de mirar más allá de sus terrenos. Porque el problema del gas es sobre todo una cuestión local: Santa Cruz quiere autonomía para poder vender el gas al cliente interesado -aunque esto signifique construir un gasoducto que exporte el gas a través de Chile, el "enemigo histórico" de Bolivia-, y para quedarse con una tajada mayor de la que le permite actualmente un Gobierno centralista. Y como buena parte de los yacimientos de gas se encuentran en Santa Cruz, los líderes sindicales y mineros de Occidente desconfían de la autonomía y quieren la nacionalización del gas para evitar que Santa Cruz se quede con las posibles ganancias de la exportación. Nadie quiere dar su brazo a torcer en esta pulseada. Ambos, digamos, tienen razón, pero una razón estrecha de miras, que sólo atiende a la lógica de su propia perspectiva regional. Y como las posturas son aparentemente irreconciliables, la solución es escurridiza y se agota la paciencia, afloran los insultos, la desconfianza, el racismo de ida y vuelta: la verdad de las relaciones sociales en Bolivia. No es casual que un país con mayoría indígena no haya tenido, en sus casi doscientos años de historia republicana, un presidente indígena.

Los escenarios pesimistas, entonces, sugieren que la anarquía y el desgobierno actuales podrían derivar en una guerra civil. Ya ha habido en Santa Cruz enfrentamientos entre campesinos migrantes de Occidente y miembros de la radical Unión Juvenil Cruceñista -que lucha por la autonomía, pero en realidad sueña con la independencia-; en La Paz se han decomisado más de mil cartuchos de dinamita y manuales para fabricar bombas caseras, y en los barrios residenciales han aparecido comités de defensa organizados por los propios vecinos, alertas ante la posible presencia de campesinos y mineros en sus calles (muchas protestas de las últimas semanas en La Paz terminaron en saqueos de tiendas y otros actos vandálicos, y, como no había ocurrido antes, los manifestantes se atrevieron a llegar a los barrios más exclusivos). La ausencia de militares y policías en las calles -ocupada en evitar la toma del Congreso y el Palacio Quemado, y en buena parte replegada a pedido de Carlos Mesa, para evitar un posible baño de sangre-, la sensación de la falta de un Estado capaz de velar por la seguridad del ciudadano ha hecho que la clase media acomodada deba pensar en defenderse por cuenta propia. Si hay una guerra civil, no se tratará de dos bandos claramente diferenciados: habrá enfrentamientos entre "blancos" y campesinos, entre gente del Oriente y del Occidente. La posibilidad de la atomización del país es evidente. Ante el caos y la precariedad estatal, departamentos como Santa Cruz y Tarija pueden pensar en la secesión. Felipe Quispe, uno de los líderes indígenas más importantes, ha declarado que es necesaria una guerra "para ver quién gobierna" y sueña con la secesión de Bolivia para la "nación aymara", y dirigentes de la Central Obrera Boliviana y las Juntas Vecinales de El Alto -epicentro de las protestas populares- han amenazado ya con formar un Gobierno autónomo.

Algunos se asombran de que la descomposición social de Bolivia haya ocurrido con tanta cele-ridad. Mario Vargas Llosa ha escrito que las reformas neoliberales de los años ochenta habían hecho que Bolivia comenzara a ser vista por países vecinos con "envidia y admiración": había estabilidad política y económica; "entonces, los dioses, o tal vez el diablo, decidieron premiar la sensatez de los bolivianos haciéndoles descubrir en su subsuelo vastísimos yacimientos de gas y de petróleo". Para los oídos atentos a la historia de larga duración, este proceso de descomposición social fue más bien lento. Pese a la estabilidad, el modelo neoliberal no logró sacar de la miseria a las grandes mayorías, y pese a los avances en la incorporación de las grandes mayorías a la toma de decisiones, tampoco hubo un cambio de mentalidad que desterrara los prejuicios coloniales contra el indio. Así, las protestas de las últimas semanas deben también verse como un desfogue ante tanta frustración acumulada. Los habitantes de El Alto, al bloquear La Paz, se bloquearon a sí mismos (El Alto depende de La Paz para sus comercios y sus fuentes de trabajo). Lo que han hecho no tiene sentido, excepto que se haya llegado a una situación en que los pobres, sabiendo que pase lo que pase seguirán siendo pobres, entre ahogarse solos y ahogarse junto a los habitantes de La Paz, hayan preferido la segunda opción. "Vivimos tiempos profundamente irracionales", me dijo un amigo cuando escuchó a un dirigente sindical decir que prefería que el gas se quedara bajo tierra y nadie lo explotara. En la lógica de un mundo moderno en el que incluso un país como China está abriendo su economía, sí, no tiene sentido. Pero en la lógica de este dirigente sindical tiene más sentido recordar que a lo largo de los siglos se han explotado en Bolivia diferentes recursos naturales -la plata, el estaño-, y que las grandes mayorías no se han beneficiado de estas riquezas. Con el gas es posible que pase lo mismo: mejor, entonces, que nadie gane. Si no puede haber una igualación social y económica hacia arriba, que sea hacia abajo.

Lo ideal sería que el ganador de las próximas elecciones se imponga de manera contundente. Necesitamos un Gobierno fuerte, capaz de contar con el respaldo de la mayoría de la población para tomar las decisiones difíciles que se vienen y lidiar con autoridad con los distintos actores sociales. Y necesitamos, más temprano que tarde, no sólo un presidente indio, sino un Gobierno indio. Como me dijo un ex diplomático español que pasó cuatro años en Bolivia, el populista Evo Morales y otros líderes bolivianos, en vez de ir a Porto Alegre o recibir asesoramiento del presidente venezolano, Hugo Chávez, deberían ir a Suráfrica a aprender cómo se hizo la transición a un Gobierno de negros que no excluyera a los blancos de la toma de decisiones ni de la economía. Estoy hablando de una situación ideal. ¿Se podrá evitar el enfrentamiento racial y regional? Hace poco, un historiador recordaba que, durante la gran revuelta indígena de 1781, en que el aymara Túpac Catari sitió la ciudad de La Paz durante ocho meses, hubo un pacto entre indígenas y criollos de Oruro, "americanos" contra el poder de la Corona española. Ese pacto duró cinco días: los moderados perdieron, predominaron las voces radicales. El aymara Catari tampoco quiso recibir ayuda del quechua Túpac Amaru -no hay que pensar en los movimientos indígenas como unidos en sus deseos e intereses-, y dio tiempo para que las tropas realistas llegaran de Argentina y descabezaran la rebelión. Los principales líderes indígenas del alzamiento fueron descuartizados, y ya no se habló más de la posibilidad de pactos interétnicos. Lecciones de la historia: ¿estamos condenados a repetirla? Todo hace pensar que sí. Ruego estar equivocado.

Edmundo Paz Soldán es escritor boliviano, autor, entre otros libros, de La materia del deseo y El delirio del Turing. Es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad estadounidense de Cornell.

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