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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sin aliento

Los acontecimientos han arrastrado finalmente al presidente boliviano, que renunciaba ayer al cargo. La agenda constitucional, si la caótica situación callejera de La Paz lo permite, establece que el paralizado Congreso se reúna para debatir y votar la dimisión de Carlos Mesa, cuyo mandato expiraba en 2007, y designar a su sustituto provisional. Pero la renuncia de Mesa no va a hacer gobernable Bolivia, sumida en una gravísima espiral de degradación política. El más pobre de los países suramericanos ha llegado a un grado extremo de crispación y las decisiones de gobierno se adoptan mucho más en función de presiones callejeras que a impulsos de un mínimo de racionalidad.

El problema de Bolivia ya no es de personas. El país andino necesita imperiosamente encontrar un terreno de encuentro entre su desposeída mayoría indígena y la minoría de ascendencia europea que controla los recursos del fértil oriente. Sin un compromiso sobre el abundante gas, la Constitución y la autonomía regional, Bolivia cabalga hacia un Estado fallido. Está por ver en qué condiciones la situación actual permitirá llegar a la doble cita de octubre, elecciones a la Asamblea Constituyente y referéndum autonómico. El desgobierno conduce al enquistamiento de posiciones, no al apaciguamiento de diferencias.

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Éste es el caldo de cultivo perfecto para tentar a los militares bolivianos, con una acrisolada tradición de golpismo. Es cierto que el marco general latinoamericano no favorece aventuras castrenses, que acarrearían el aislamiento hemisférico. Pero ése no ha sido nunca un argumento decisivo para el Ejército boliviano. Los pronunciamientos de algunos oficiales hace unos días -rápidamente zanjados por el mando- indican que la crisis cala en las Fuerzas Armadas, algo especialmente grave en un país desarticulado institucionalmente y con una clase política que casi nunca ha dado la talla.

La débil democracia boliviana y la estabilidad económica relativa a partir de los años noventa no han conseguido llevar la prosperidad al país. Las miserables masas indígenas han encontrado en el gas el elemento aglutinador de sus reivindicaciones seculares, y en las calles, no en el desacreditado Parlamento, el escenario donde exponer sus agravios. La formidable presión popular forzó el mes pasado a un Congreso acosado a aprobar una subida de impuestos draconiana para las empresas extranjeras que explotan los yacimientos bolivianos. Pero los radicalizados movimientos sociales exigen la nacionalización.

La reinvención del país que anida en las reclamaciones de los colectivos indígenas, que explota mediáticamente el líder cocalero Evo Morales, es por el momento utópica. Mientras los más pobres esperan de la Asamblea Constituyente un modelo social y económico que zanje su maltrato histórico, los grandes dueños de la tierra en Santa Cruz confían en su referéndum para controlar con la menor interferencia posible de La Paz los recursos de su subsuelo. Aspiraciones tan encontradas exigen la inexistente fortaleza del Estado y unas dosis excepcionales de moderación colectiva que brillan por su ausencia en Bolivia.

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