Lucha entre viejos conocidos
La gerontocracia pierde el control de Francia y amenaza la coherencia de la Unión Europea con su larga ristra de querellas
La última celebración pública del cumpleaños de Jacques Chirac data de 2001: caía en medio de una cumbre franco-británica y Tony Blair, desde sus 48 años, tuvo la osadía de presentar una tarta para festejar el 69º aniversario del presidente de Francia. Al equipo de Chirac no le gustó que se recordara la edad del capitán, un hecho susceptible de convertirse en reproche indirecto, desde el exterior, al carácter gerontocrático del liderazgo francés.
Apenas se habla de ello, pero la edad de los dirigentes también contribuye a contaminar el debate sobre Europa. Se mantienen tanto tiempo en activo y se pelean tantas veces en las urnas que les ha dado mucho tiempo de enrabietarse durante los últimos 25 años. El Tratado de Maastricht fue ratificado por los pelos en 1992; desde entonces, y aunque François Mitterrand falta entre ellos, las mismas personas vienen enfrentándose en torno a la fractura social, la decadencia de Francia en el mundo, el sector público, el Estado de bienestar, la inmigración, la globalización. La cuestión europea se ha transformado en un motivo más de disensión.
En Francia parece normal que los presidentes hayan de retirarse en fase terminal
La edad sería un argumento muy secundario, si no fuera porque la clase política francesa, reclutada en gran parte a través de altas escuelas, está acostumbrada a tomarse la vida pública como una carrera vitalicia. Lo que ha sacudido el panorama es la irrupción de Nicolas Sarkozy, un político carismático de derechas, de sólo 50 años. La gerontocracia no es sólo característica "del sistema" o de los "partidos de gobierno", sino de los que apelan a derribar ese sistema: el ultraderechista Jean-Marie Le Pen, al borde de los 77 años, no ha terminado de tronar contra sus viejos conocidos y se resiste a ceder el testigo.
A la izquierda, Laurent Fabius se aproxima a los 60 años. La próxima elección presidencial puede ser la última oportunidad de coronar una carrera que ya hizo de Fabius "el primer ministro más joven de Francia", nombrado por Mitterrand cuando contaba con 37 años. Sería temerario atribuir a esa circunstancia la enérgica campaña de Fabius por el no a la Constitución europea, pero ¿acaso es más explicable que un hombre señalado durante años como "la derecha del socialismo", un político realista y prudente, se haya convertido de repente en la figura de los sectores a la izquierda?
Si el cincuentón que dirige actualmente el Partido Socialista, François Hollande, se alza con la candidatura a la próxima elección presidencial, Fabius ya no podrá disputar ese último combate que tanto le apetece cuando sea sexagenario. Se trata de un enfrentamiento en cierto modo comparable al que el septuagenario Chirac sostiene con Sarkozy para no dejarse arrollar por el ímpetu liberal de éste. Fuera de ambos espacios, no se trata únicamente de Le Pen: el republicano y soberanista Jean-Pierre Chevènement recorre el trecho de los 65 años sin dejar de predicar contra "la Constitución liberal" o la independencia del Banco Central Europeo, denunciando la pérdida de soberanía.
Sarkozy y Hollande son más jóvenes que Tony Blair, que va por su tercer mandato en el Reino Unido, y sólo algo mayores que José Luis Rodríguez Zapatero, el presidente del Gobierno español. Nada comparable a la experiencia acumulada por Chirac, que cumplirá 73 otoños el 29 de noviembre. Fue nombrado primer ministro hace seis lustros; ha dirigido el partido de la derecha, se ha presentado cuatro veces a la elección presidencial, ha ganado las dos últimas y se sitúa sistemáticamente en el centro de la foto de familia del Consejo Europeo, como decano de sus miembros. Una carrera de 40 años en la política francesa no es tan rara: Mitterrand lo hizo y sólo se retiró cuando se encontraba gravemente enfermo.
Como las cosas están tan mal para los defensores del sí en el referéndum del domingo, la campaña ha sacado a la palestra a los cuasi jubilados, como el socialista Lionel Jospin. Quizá por eso se observan más partidarios del sí a la Constitución europea entre la gente mayor que entre las franjas de 25 a 54 años, donde predomina el no, según las encuestas. Con la inteligencia que le caracteriza, Jospin ha hecho de tripas corazón para pedir a sus compatriotas que no castiguen a Europa si pretenden golpear a Chirac -de paso, les advierte indirectamente de que no se fíen de Fabius-. En la memoria colectiva permanece el grito contra De Gaulle de los manifestantes de Mayo del 68, "Dix ans, ça suffit!" (Diez años, ¡ya vale!); precisamente, Chirac acaba de cumplir un decenio como jefe de Estado.
Algunos países lo han resuelto de otro modo. Personas que han dejado las más altas magistraturas desempeñan papeles eméritos. Jimmy Carter lleva a cabo misiones internacionales, Helmut Schmidt se ha dedicado a la prensa, mientras Margaret Thatcher o José María Aznar no dejan de intervenir y polemizar, con ánimo de influir. Pero en Francia parece normal que los presidentes hayan de morir con las botas puestas o, como mucho, retirarse en fase terminal. Valéry Giscard d'Estaing, descabalgado de la jefatura del Estado en 1981, ha seguido en la brecha hasta convertirse en el "padre" de esa Constitución europea tan criticada en su propio país, lo cual le ha obligado a meterse en campaña para defenderla a los 79 años.
A Francia le convendría volver a dar la imagen de un país moderno y superar esa "sociedad cerrada" que caracteriza a sus partidos antisistema, en expresión del politólogo Pascal Perrineau. Un país culto, celoso de su sistema de protección social, resistente a la privatización del sector estatal e incluso capaz de negar el derecho a la educación pública a las chicas que llevan el velo islámico en clase, entre otras características. Muchos políticos, lejos de aclarar las dudas sobre Europa, acrecientan la impresión de que la Constitución es peligrosa para el interés nacional o consagra el liberalismo anglosajón. La gerontocracia política no parece haber encontrado el modo de ofrecer un compromiso creíble entre la Francia tradicional y la ampliación de la Unión Europea.
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