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Columna
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Aliarse con los monstruos

Rosa Montero

Debo confesar que desde que el apocalíptico Ratzinger, digo, perdón, Su Santidad Benedicto XVI, arremetió en su homilía contra el marxismo, siento tentaciones de hacerme seguidora del viejo don Carlos. Pero intentaré refrenar este impulso retrógrado, nacido por el acicate de un discurso reaccionario, y escribiré el artículo que pensaba hacer antes de escuchar el sermón.

Y la cuestión que lleva tiempo dando vueltas dentro de mi cabeza es la de la necesidad de reflexionar sobre el comunismo. Sobre los excesos que se han cometido en todo el mundo en su nombre. Y sobre lo relativamente poco que se habla de ello. Mientras el nazismo es reconocido mundialmente como el horror que es, el comunismo es contemplado aún con indudable simpatía, como si las atrocidades cometidas por los regímenes comunistas fueran excepciones perversas de un sistema estupendo. Pero el problema es que ese sistema estupendo ha creado un infierno allí donde se ha aplicado. En la URSS, ya se sabe, ha matado a un mínimo de veinte millones de personas con purgas, ejecuciones sumarias y campos de concentración genocidas. En Camboya, los jemeres rojos asesinaron en campos de exterminio a un tercio de la población del país. Miremos hacia donde miremos, ya sea la China maoísta, o los distintos países del Telón de Acero, o Vietnam del Norte, o Cuba, allí donde se ha establecido el comunismo la realidad se ha convertido en una pesadilla.

Ahora bien, junto a toda esta brutalidad y esta carnicería, es verdad que ha habido gente maravillosa que se ha encuadrado dentro de esa bandera. Personas generosas y valientes, comprometidas con el bien común. He conocido a muchos: en España, durante el franquismo y la transición, hubo gente espléndida que se hacía llamar comunista. Pero si sumamos a toda esa gente buena en todo el mundo, veremos que a fin de cuentas no son sino la excepción de la norma, una minoría en comparación con el volumen de atrocidad que el sistema genera; y, además, florecen cuando el comunismo no detenta el poder.

Creo sinceramente que en torno a todo esto hay un malentendido histórico, una confusión emocional que impide que la razón actúe. Los humanos ansiamos bellos ideales con los que superar la injusticia y las carencias de la vida, y el comunismo pregona esos ideales y obnubila el alma de las gentes, impidiendo calibrar la realidad, a saber, que es un totalitarismo paralelo al fascismo, un sistema aberrante que no puede sino crear dolor. Y así, los infiernos comunistas no serían la excepción, sino el producto natural del sistema. Me pregunto por qué la gente buena que se dice comunista sigue ofreciendo su corazón generoso como coartada a una ideología totalitaria tan aterradora. ¿No sería mejor reconocer el error en la elección del aliado? Porque alinearse con los monstruos tiene su precio moral. Martin Amis, en su estupendo libro Koba el Temible (Anagrama), se pregunta por qué los intelectuales no denunciaron en su momento la barbarie soviética, por qué Auschwitz es para nosotros sinónimo de horror pero Kolymá no significa nada, por qué todo el mundo ha oído hablar de Himmler pero nadie sabe quién es Yeyov. La respuesta es clara: porque hay una complicidad, una permisividad con los verdugos. Ni se denunciaron en su momento, ni siguen siendo temas de los que se quiera hablar.

Durante los últimos años del franquismo y la primera transición yo fui lo que se llama una compañera de viaje del PCE. Los comunistas eran los más activos en la oposición y yo les admiraba e intentaba aprender de ellos. Y recuerdo que, cuando Solzhenitsin sacó su espeluznante libro Archipiélago Gulag, denunciando los horrores de los campos de concentración soviéticos que él mismo había sufrido, yo repetí durante unos años las consignas tácitas del PCE, la "verdad" grupal que los comunistas decían al respecto, a saber: bueno, sí, hay algún gulag, pero Solzhenitsin miente, es un manipulador, exagera, deforma, está lleno de rabia, es un derechista, un facha. Todo esto, ni que decir tiene, sin leer el libro, porque, naturalmente, no se debía leer. Esto sucedía en 1978, es decir, en una época llena de información sobre el infierno soviético; y tanto los comunistas "buenos" a los que antes me refería, como los peores comisarios políticos y los descerebrados como yo misma, repetimos como loros las consignas y cometimos esta infamia, la bajeza moral de apalear y difamar a la víctima que se atreve a denunciar a sus verdugos. Esto es sólo un detalle entre otros muchos. Ya digo, equivocarse de compañeros de viaje puede terminar manchando el corazón.

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