La amenaza atómica
El siglo XX vio la luz con fe firme en la idea del progreso heredada del positivismo. Si ya para entonces se podía hablar a distancia con el teléfono, también se logró, tiempo después, contemplar lo que de lejos ocurría. A eso se llamó televisión. El progreso se hizo presente en muchos campos gracias a la ciencia y la tecnología. La medicina, por ejemplo, pudo vencer a las enfermedades infecciosas. Pero fue en la física donde, como en cascada, se realizaron notables descubrimientos. A Marie y Pierre Curie se debieron el descubrimiento de la radioactividad y las bases de la física nuclear.
Años más tarde otros científicos, entre ellos lord Rutherford, R. A. van de Graff, Albert Einstein, A. H. Compton y J. R. Oppenheimer, prosiguieron las investigaciones acerca de la energía nuclear dando entrada a la posibilidad de las armas atómicas. Los alemanes, por su parte, durante el régimen nazi se afanaron también con parecido propósito. Fue una especie de carrera en pos de la varita mágica que se pensaba daría poder sin límites al que la poseyera.
El siglo XX, con todos sus logros y su fe en el progreso, vivió dos guerras mundiales que causaron millones de muertes y destrucciones de alcances hasta entonces no conocidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, la urgencia de encontrar la varita mágica de las armas atómicas culminó en un laboratorio instalado en Los Álamos, Nuevo México. Muy cerca de él, en Alamogordo, el 16 de julio de 1945 se hizo explotar por vez primera una bomba atómica. Los Estados Unidos tenían ya la varita mágica de destrucción masiva. Para dar el tiro de gracia a Japón la emplearon dos veces, en Hiroshima y Nagasaki, causando decenas de miles de muertes y dejando terriblemente vulnerados a otros muchos, así como al medio ambiente.
La fe en el progreso y la cadena de descubrimientos culminaron de esta forma. Más tarde, en los años de la guerra fría, las armas atómicas, mucho más sofisticadas y numerosas, volvieron a relucir. Esta vez eran ya varios los países que habían ingresado al club de Estados con capacidad de destrucción masiva. Entre ellos estaban, además de los Estados Unidos, la Unión Soviética, Inglaterra y Francia. La amenaza atómica se tornó en ocasiones inminente. Baste con recordar la llamada crisis de los misiles con ojivas nucleares instalados por los soviéticos en Cuba en contra de los Estados Unidos.
Ahora bien, la caída del muro de Berlín y cuanto luego siguió pareció haber transformado por completo el escenario en lo que concierne a la amenaza atómica. Por ello, hablar ahora de la posibilidad del lanzamiento de una bomba atómica podrá parecer a algunos necia consideración de tono apocalíptico. Se dirá que esto es parte de la obsesión prevalente en muchos lugares cuyo tema fijo es el terrorismo. Es cierto que esta a veces manipulada preocupación ha tenido ya consecuencias en extremo lamentables. Entre otras cosas, la obsesiva búsqueda de armas de destrucción masiva ha llevado a la muerte de muchos miles de seres humanos en Irak y amenaza con repetirse en Irán, Corea del Norte o Siria.
Hoy suena como muy poco probable que ocurra una conflagración del género de las que se temían en tiempos de la guerra fría. Ya no es verosímil un enfrentamiento con o sin armas nucleares entre Rusia y los Estados Unidos. Pero, en cambio, ¿no es en alto grado posible que los Estados Unidos, prosiguiendo en el ejercicio de un nuevo "destino manifiesto", se lancen a otra aventura de destrucción en contra de Irán, Corea del Norte o Siria? No debe olvidarse que, de entre los países que forman parte del "club de Estados con armas nucleares", han sido los Estados Unidos los únicos que han arrojado dos bombas atómicas con consecuencias aterradoras.
Si es cierto que Irán o Corea del Norte -a diferencia de Irak- poseen realmente armas atómicas, ¿los Estados Unidos se atreverán a repetir su hazaña y volverán a lanzar sus bombas contra cientos de miles de habitantes de esos países? Si ello ocurriera, entonces hablar de una amenaza atómica ya no será una necia consideración apocalíptica.
Pero hay otro riesgo que importa ponderar. Otros varios países han producido ya armas nucleares. Pensemos en China, India y Pakistán, casi la tercera parte de la humanidad. Es obvio que en su afán armamentista han tenido que desatender sus graves requerimientos de carácter social. Otro país que se considera que es también poseedor de armas nucleares es Israel, del que se piensa las ha producido para defenderse de sus enemigos. Estos nuevos productores de armas nucleares se sumaron a Rusia, Francia e Inglaterra. Ahora bien, ¿es imposible o siquiera improbable que, por ejemplo, en algún lugar de Rusia, determinado país o grupo adquiera, en forma oculta, una ojiva nuclear, sobornando tal vez a quienes custodian tal género de armas? Ello también puede ocurrir en la India, Pakistán y hasta en China o alguno de los otros miembros del, ahora sí apocalíptico, club nuclear. Si esto sucediera -y dado como están las cosas, cabe imaginarlo como algo real-, podrían presentarse varios escenarios nada atractivos. Cabe pensar que uno de los países que se vea amenazado por los Estados Unidos logre adquirir una o varias ojivas nucleares y que, antes de ser detectado, las lance contra un determinado objetivo. Éste puede ser un país amigo de los Estados Unidos o incluso un blanco en dicho país.
Otro escenario -más en consonancia con la actitud de permanente y obsesiva búsqueda estadounidense de armas de destrucción masiva- consistiría en la obtención o apoderamiento de armas atómicas por uno o varios extremistas, fundamentalistas o como se les quiera llamar. Obtenidas esas armas, el siguiente paso podría consistir en amenazar a un determinado país o ciudad. Se le daría a conocer la amenaza: si no se entrega tal suma de dinero o se libera a tales prisioneros o se retiran las tropas de tal lugar, en cinco o diez días caerá una bomba sobre tal o cual ciudad. Es preferible no ejemplificar cuál podría ser ella, porque tal vez esto ya sonaría a terrorismo.
Una conclusión puede derivarse: hablar de una permanente amenaza atómica no es una mera y gratuita consideración de tono apocalíptico. Por desgracia es un riesgo real en el tiempo en que vivimos. Frente a esto, será pertinente preguntar: ¿qué respuestas, remedio o "antídoto" cabe dar a estas formas de amenaza?
Lo que responderé podrá ser una ingenuidad. La amenaza, y peor aún el uso de las armas nucleares -como en Hiroshima y Nagasaki-, ¿a qué se han debido? Se dirá que emplearlas o amenazar con ellas obedece a la necesidad de poner fin a una guerra (en el caso de Japón) o impedir posibles actos terroristas. Pero, ¿son éstas las únicas causas o también se ha debido a la ambición económica y la prepotencia del país agresor? ¿Podrán organismos como la ONU oponerse? Ya hemos visto en el caso de Irak -donde en realidad no se hallaron armas atómicas- que, aunque se opuso la ONU, nada se logró. Quizás la única respuesta posible consista en lograr un acuerdo universal que lleve a la no proliferación de armas nucleares y, más aún, a la destrucción de las existentes. ¿Es esto una utopía? Tal acuerdo, no universal pero sí entre la mayoría de los países latinoamericanos, es una feliz realidad. México lo promovió con el tratado de Tlatelolco. ¿Será quimérico pensar en extenderlo al mundo entero? Y ¿sería posible garantizar su efectivo cumplimiento?
¿O será destino de la humanidad vivir siempre temiendo ya sin escapatoria posible? ¿No es acaso aterrador pensar en la posibilidad del empleo de esas armas que podrían causar destrucción total o un daño enorme e irreversible al planeta en que vivimos? No hace mucho escuché que unos jóvenes decían: "¡Qué triste es que hayamos nacido en un tiempo en que la humanidad cuenta ya con los medios para destruirse por completo a sí misma!". ¿Podremos así disfrutar de la vida y dormir a pierna suelta?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.