_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La pasión papista como acontecimiento mediático

Enrique Gil Calvo

Muchos lectores de prensa, oyentes de radio y espectadores televisivos nos estamos sintiendo escandalizados por el gran carnaval que los medios occidentales han montado retransmitiendo en directo la agonía, los funerales y la lucha por la sucesión del papa Wojtyla. Y digo 'gran carnaval' en referencia a la película del mismo título (Big Carnival, 1951): un panfletario melodrama de Billy Wilder en el que Kirk Douglas, un cínico periodista corrupto, aprovechaba un accidente minero para escenificar un espectáculo sensacionalista hinchando la noticia hasta montar un demagógico escándalo. Pues bien, eso mismo han hecho ahora al unísono todos los medios de información: hinchar la noticia de la muerte del Papa para elevar la anécdota católica (mera crónica de una muerte anunciada) a la categoría de acontecimiento histórico de alcance universal. Lo cual ha provocado tanto el redundante entretenimiento de la mayoría conformista como la airada indignación de dos minorías opuestas: los escépticos ilustrados, entre quienes me cuento, y los católicos sinceros, que han debido de sentirse heridos en lo más íntimo al ver su templo profanado por los mercaderes mediáticos. ¿Cómo justificar tamaño espectáculo?

La explicación más simple, como en la película de Wilder, es el interés lucrativo: los medios habrían aprovechado la pasión del Papa para tratar de forrarse a su costa, creyendo que podían hacer el gran negocio del siglo como si hubiera estallado una fiebre del oro. Pero esta explicación no parece convincente, dados los elevados costes en que han incurrido sin un claro beneficio. Es posible que a corto plazo algún medio haya podido ampliar su cuota de mercado, pero a la larga pueden salir perdiendo, en términos de saturación de la demanda y de desprestigio profesional, ante la abusiva redundancia de tan aburrido espectáculo. Lo que pasa es que, dado el conformista mimetismo que reina en la profesión, nadie quiso ser menos que sus competidores. Por si el Kirk Douglas de turno se lanzaba a montar el espectáculo, los demás no quisieron quedarse atrás, y todos se adelantaron a montar su particular acontecimiento mediático. Así, una vez creada la bola de nieve, ya no había marcha atrás, y todos siguieron hinchando la burbuja inflacionista del redundante papismo-espectáculo. No obstante, reducir este montaje a una espiral especulativa no agota la complejidad del fenómeno, que precisa otras explicaciones más refinadas.

Circula una versión de los hechos que interpreta esta epidemia de papismo como una prueba de renacimiento religioso, ya sea porque Dios resucita o por un milagro debido a la santidad de Wojtyla. Respecto al presunto retorno divino, es verdad que, en estos tiempos de muerte de las ideologías laicas, se ha producido una recuperación del fundamentalismo teocrático, que Gilles Kepel bautizó como revancha de Dios. Pero eso no es verdadera religión, sólo propaganda política, basada en cualquier arcaica ideología sagrada, o publicidad mediática, que busca ampliar su stand en el bazar espiritual de la posmodernidad, duramente competido con las demás místicas de la new age. Y en este sentido, Wojtyla fue efectivamente un maestro del marketing religioso, que supo vender anticipadamente los derechos de transmisión de su agonía en directo, escenificada como un simulacro de la pasión de Jesús. De modo que el espectáculo papista no desmiente, sino que confirma, la evidente secularización religiosa que se está produciendo por todo Occidente. Sencillamente, como les sucede a las demás instituciones, la Iglesia católica también se está secularizando, dejando de ser sagrada para convertirse en más profana y mediática cada vez.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pero esta hipótesis en clave de profanación religiosa también plantea la inquietante duda de quién está explotando a quién: ¿los medios a la Iglesia o más bien al revés? ¿Es posible que se trate de un do ut des, a modo de tráfico sui generis o negocio contra natura, que beneficia mutuamente a ambas partes interesadas, tanto la profana como la religiosa? Ahora bien, si pensamos que los medios se están dejando utilizar por la Iglesia, puestos a ello también podemos pensar que se dejan igualmente utilizar por otras instituciones más profanas, ahora ya no religiosas, sino políticas. ¿Significa esta mediática exaltación del papismo que estamos asistiendo a una nueva alianza entre el trono y el altar, donde el trono representa a los poderes terrenales y el altar al escenario mediático en que se celebra el santo sacrificio del Papa? ¿Qué interés político puede tener esta orgía de papismo mediático, más allá de servir, a modo de panem et circenses, como nuevo opio del pueblo?

He aquí una posible interpretación: la celebración del papismo mediático puede estar sirviendo para vendar las heridas abiertas en la buena conciencia de Occidente, hoy dividido por el foso del Canal de la Mancha que se abre entre el sagrado respeto al imperio de la ley, tal como manda el kantiano imperativo categórico que decimos defender los europeos continentales, y el pragmático recurso al poder de la fuerza y la riqueza, tal como recomienda el cálculo del interés económico que practicamos todos, con los anglosajones a la cabeza. O sea, que la celebración espectacular de la pasión papista está permitiendo tapar las divisiones abiertas por aquel otro acontecimiento mediático que fue la guerra de Irak. Pero ¿cómo puede hacerlo?

En un libro ya célebre (Media Events, 1992), Daniel Dayan y Elihu Katz proponen la hipótesis de que hoy la percepción pública de la realidad sólo se construye mediante la celebración de acontecimientos mediáticos: hechos sociales excepcionales cuya ejecución se calcula estratégicamente para ser retransmitida en directo, interrumpiendo la programación cotidiana para crear un clima de solemnidad y aguda expectación. Y en función de su contenido, nuestros autores los clasifican en tres tipos: conquistas (la llegada a la Luna, la caída del muro de Berlín, los descubrimientos científicos, las revoluciones tecnológicas, lascreaciones culturales), coronaciones (investiduras presidenciales, bodas reales, funerales de Estado) y competiciones: juegos olímpicos, elecciones generales, declaraciones de guerra (como la cumbre de las Azores), escándalos políticos (como el caso Watergate), magnicidios (como el de Kennedy), atentados terroristas (como el 11-S y el 11-M)... Y por las funciones que ejercen, estos grandes eventos resultan antitéticos, pues las conquistas y las coronaciones regeneran y recrean el consenso público que amenaza con romperse a causa de las competiciones, potencialmente conflictivas, rupturistas y divisorias. Como es evidente, la pasión del Papa ha sido un acontecimiento mediático programado, al igual que todos los grandes funerales públicos (piénsese en los duelos por Kennedy, por Franco o por Lady Di), como una coronación (que este caso incluye además una santificación). Y su función ha de ser por tanto la de restaurar el consenso público y asegurar la continuidad histórica (de acuerdo al ritual funerario descrito por Kantorowicz en 1957 con su obra Los dos cuerpos del rey). Pues bien, para esto se ha escenificado el acontecimiento mediático de la coronación de Wojtyla y la entronización de su sucesor: no tanto para garantizar la segura persistencia de la Iglesia romana (una roca hasta ahora indemne a la erosión del viento de la historia) como para restaurar el consenso público de Occidente, que se siente heredero de la Roma imperial. Un consenso gravemente fracturado por la guerra de Irak, cuya radical ilegitimidad o pecaminosa injusticia hasta el propio Wojtyla convino en condenar. Y un consenso que, a pesar de todos los excesos mediáticos en honor de Wojtyla, parece estar todavía muy lejos de hacerse algún día realidad. Mientras tanto, seguirá siendo un consenso sólo mediático: es decir, ficticio y falaz.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_