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Columna
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Ventanilla de defensa

Ignoro qué méritos pudo haber hecho el alcalde de Pinto para que Mariano Rajoy lo parangonara con Franco y, molesto porque se hubiera retirado la estatua del caudillo de su parterre de los Nuevos Ministerios, se preguntara en público por qué en lugar de molestar al general, que está muerto, no se enfrentaba el Gobierno con el alcalde de Pinto, al que supongo vivo. Rajoy tenía todo el derecho a emplearse en la defensa de los muertos, voten o no. Creerá él que la muerte nos hace intocables, o materia delicada de tocar, y no le niego a nadie el derecho a una pacífica sepultura. Sin embargo, las estatuas, y más las gloriosas estatuas ecuestres, no tienen que ver con la mortalidad de aquellos a los que representan, sino precisamente con su pretendida inmortalidad. No se erigen únicamente para honrar al glorificado, sino para que su memoria invite a la imitación de su ejemplo, que es el mismo afán que persigue la Iglesia con aquellos que lleva a los altares.

Rajoy no ignora lo mucho que puede un muerto subido en el pedestal de la historia, pero, si lo ignorara, le bastaría con asomarse a la crónica de sucesos de los días pasados para comprobar de qué modo el ejemplo de Hitler, tan admirado por Franco, influyó en el muchacho de Minnesota que la emprendió a tiros en un instituto contra sus colegas. Rajoy sabe bien lo que vale un muerto y cuando lamentaba la desaparición de la estatua no desconocía que su retirada nada tenía que ver con el Franco muerto sino con el que perdura.

La muerte empieza a ser inocente cuando nos abraza el olvido, pero no es el caso del generalísimo, y no sólo porque sus enemigos bien ganados no lleguen a olvidarlo, sino porque sus amigos no quieren que le olvidemos. Pero a mí, en la actuación de Rajoy el día del réquiem por la estatua, me pareció tan significativa su defensa de los muertos como su apelación a que estos asuntos habían sido liquidados, hacía ya mucho tiempo, con la reconciliación entre los españoles. Me alegré mucho de que nombrara la reconciliación, y aunque desconozco cualquier pacto entre demócratas para mantener en los espacios públicos signos y símbolos de la dictadura, no le faltaba razón al presidente del PP en su acusación, fuera o no un mero pretexto para no tocar al muerto. Porque la culpa de esa inoportunidad no es de quienes han decidido ahora llevar a un almacén la escultura hasta que concluya la investigación sainetera sobre su verdadero propietario, sino de los gobiernos de izquierdas y de derechas que aquí se han sucedido, tanto en Moncloa como en el municipio. Si hubiera ocurrido en Madrid lo que en Valencia, donde fue retirada la efigie del dictador sanguinario en los albores de la democracia, no hubiera parecido tan anacrónico ahora este debate. Y, además, Rajoy se hubiera evitado la incómoda tarea de tener que salir a dar la cara por Franco y su estatua; entonces para semejante cosa teníamos todavía aquí a Blas Piñar. Ahora, en cambio, por falta de una ventanilla de defensa de Franco entre las opciones políticas, van los fachas y tocan en la del PP para que los defiendan, que para eso les votan, como si el partido de Rajoy tuviera algo que ver con ese pasado o detectaran en ellos algún entusiasmo por defenderlo.

Se sienten necesitados de apoyo, como la anciana ardorosa que, bien pertrechada de brochas, tijeras, guantes de látex y botes de pintura para las pintadas a favor de Franco, fue sorprendida por dos policías a los que amablemente agredió. Ella tenía la herramienta, pero le faltaba capacidad de ejecución y pervirtió a un menor con tres euros para que perpetrara su acto de reparación. No creo, sin embargo, que Rajoy vaya a pedir al ministro del Interior que explique en el Parlamento la detención de la vieja, pero los populares de Guadalajara, por ejemplo, reciben peticiones de franquistas que les piden a ellos, precisamente a ellos, que retiren del callejero los nombres de Julián Besteiro o Pablo Iglesias, que ellos, precisamente ellos, de ninguna manera van a intentar retirar, porque aunque mezclen churras con merinas, hombres de paz con asesinos, y no lean historia, son demócratas. Pero dicho queda, porque las quejas llegan. Así que compadezco a Rajoy: ya es doloroso que con todo el trabajo que le da su extrema derecha interior, tenga también que defender el culto a Franco, como si fuera de los suyos.

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