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Columna
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Estatuas

Hasta las estatuas -una de cuyas funciones es desafiar los siglos- sufren los efectos del tiempo. En los jardines de los poetas simbolistas, tan en deuda con las "fiestas galantes" del pintor Watteau, no es raro encontrar, al final de una avenida o en medio de una glorieta, una efigie de piedra que, en su estado de deterioro, desmoronamiento o abandono, expresa el inexorable fluir de las horas, los meses, los años. En uno de los sonetos más conocidos de Paul Verlaine, el poeta vuelve, después de tres años de ausencia, a un pequeño jardín amado (en Bretaña) y descubre que, pese a lo que se esperaba, la estatua de Velleda, sacerdotisa y profeta de Germania en tiempos de Vespasiano, todavía se mantiene en pie. Pero está desconchada, la vegetación marchita que la rodea desprende un olor mustio, y hay una sugerencia de muerte en el ambiente que presagia lo inevitable. Un poema de Shelley enfoca el asunto desde otro ángulo. A un viajero le han sorprendido, en el desierto egipcio, los restos de un descomunal monumento: dos inmensas piernas sin tronco todavía enhiestas, y cerca, semienterradas, una cabeza destrozada y una lápida agrietada donde todavía se puede leer: "Mi nombre es Ozimandias, Rey de Reyes. Considerad mis obras, los que os creeis poderosos, y desesperad". Pero de las obras -el monarca se refiere a sus magnifícos palacios- no queda un solo rastro visible. Las ruinas han desaparecido bajo la arena, que se extiende, indiferente, hasta la lejanía.

Cada uno podrá hacer una lista de estatuas o esculturas que, de alguna manera, han incidido sobre su vida. A mí me sigue impresionando, por ejemplo, la cabeza de Machado, tallada por Pablo Serrano, que hoy contempla desde Baeza el valle del Guadalquivir, con Mágina al fondo. O la imagen de otro poeta, Al-Mutamid, erigida en los jardines de los Reales Alcázares de Sevilla, ante la cual, recordando su exilio y muerte, es imposible no sentirse emocionado.

Al ver por fin huérfano el plinto madrileño que hasta el otro día sostenía a Francisco Franco, representado a caballo como un nuevo Carlos V, confieso haber experimentado una sensación de intenso alivio, como si sólo ahora, con la estatua debidamente colocada en un museo, pudiéramos empezar a respirar a pleno pulmón.

Esperemos que las diversas autoridades andaluzas, estimuladas por la iniciativa del Gobierno de la nación, actúen en consecuencia. No escasean aquí los monumentos ofensivos. Por ejemplo el dedicado a José Antonio Primo de Rivera en Granada, todavía emplazado delante de la Diputación Provincial y permanente agravio para miles de ciudadanos. O la placa de cerámica que, en lugar conspícuo del centro de Sevilla, llega hasta atribuir a María Santísima la victoria sobre el rojerío en 1936. Y luego el callejero, aún repleto de nombres significativos del anterior régimen. Parece razonable que ya se vayan quitando de la vía pública las reliquias de una dictadura de cuya crueldad se van conociendo, cada día, más detalles. No se trata de reabrir heridas ni de señalar a nadie con el dedo, sino, sencillamente, de respetar el espíritu de la Constitución.

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