El techo de África
¿Qué tiene el Kilimanjaro para atraer tanto? Tres cosas: el título de montaña más alta del continente, su belleza y el hecho de que no se necesite ser un experto alpinista para alcanzar su cumbre. Una ascensión en Tanzania entre turistas, monos, árboles tropicales y mares de nubes.
La Ruta Marangu, la más fácil para acceder a la cumbre del Kilimanjaro, tienta cada año a miles de turistas que caminan durante cinco o seis días, en una larga y colorida peregrinación laica, por frondosos bosques, desiertos de altura, pendientes pronunciadas, rocas volcánicas y paisajes de ensueño para poder proclamar que han coronado los 5.895 metros del techo de África. Hay otras cinco rutas para subir a la mítica montaña, pero una aplastante mayoría opta por la vía que presenta menos dificultades, la Marangu, rebautizada con humor por los tanzanos como Ruta Coca Cola.
En cualquier caso, elija la ruta que elija, quien aspire a subir a lo más alto del Kilimanjaro ha de saber que el capricho le supondrá desembolsar más de quinientos dólares, sin contar los gastos de desplazamiento desde el país de origen. El Kilimanjaro, como puede verse, es un buen negocio para algunos tanzanos, que se frotan las manos con regocijo al comprobar cómo su "montaña sagrada", donde según la leyenda moraban los dioses, se ha convertido en un cotizado destino para los turistas occidentales. Lo primero que tiene que hacer, por tanto, el candidato a coronarla es sacar la calculadora para ir sumando los distintos gastos que comporta la aventura: la entrada al parque nacional, las tarifas del guía y de los porteadores, las comidas, las pernoctaciones en los refugios, las propinas El resultado final es ése: más de quinientos dólares. Pero, ¿qué tiene el Kilimanjaro para atraer a tanta gente? Pues, de entrada, ser la montaña más alta de África, y por otro lado, que no requiere conocimientos de escalada.
Si nos ceñimos a los datos geográficos, el Kilimanjaro es un volcán situado en el norte de Tanzania, muy cerca de la frontera con Kenia y unos 330 kilómetros al sur del ecuador. El primer europeo en citarlo, hace dieciocho siglos, fue el geógrafo griego Ptolomeo, que mencionó "una gran montaña nevada" al sur de Somalia. Los navegantes de estas latitudes corroboraron su existencia a lo largo de los siglos, pero no fue hasta 1849 cuando el misionero alemán Johann Rebmann recogió información sobre el terreno y puso la montaña en el centro del interés de los europeos. Cuarenta años después, en 1889, su compatriota el geógrafo Hans Meyer se convirtió en el primer occidental que alcanzaba la cumbre, y en 1926, otro misionero alemán, Richard Reusch, encontró en el cráter de la cima el cuerpo congelado de un leopardo. Reusch se limitó a cortarle una oreja como recuerdo, pero el animal se convirtió en todo un símbolo literario cuando, en 1938, Ernest Hemingway publicó Las nieves del Kilimanjaro, un relato que se inicia con estas palabras: "El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve, de 5.895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre en masai es Ngaje Ngai [casa de Dios]. Cerca de la cumbre se encuentra el cadáver seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas".
Con o sin leopardo, lo cierto es que el Kilimanjaro fascina desde el primer momento a quien se desplaza a Kenia o a Tanzania. Allí está, elevándose en medio de la sabana africana como una gigantesca mole coronada de nieve. Si, puestos a redondear la imagen, la montaña se muestra con una manada de elefantes o de jirafas en primer plano, y con una de esas majestuosas acacias que forman con sus ramas un juego de planos paralelos que proyectan una cotizada sombra, resulta muy difícil resistirse a la tentación de intentar llegar a lo más alto. Lo primero que hay que tener en cuenta para afrontar la ascensión es que la temporada de lluvias va de marzo a mayo y de octubre a diciembre. Los mejores meses, por tanto, son los restantes, cuando el sol se enseñorea del paisaje y cuando Moshi y Marangu, los pueblos situados en la base, registran más actividad.
Los destartalados autobuses descargan a grupos de mochileros que, apenas ponen los pies en el suelo, alzan la cabeza y encogen la mirada para fijarla en el Kilimanjaro; una serie de agencias de nombre exótico pregonan que se encargan de facilitar todos los preparativos, y los candidatos a guías y porteadores pululan por un animado mercado en el que el viajero poco previsor podrá equiparse con el material de segunda mano que precise.
El recorrido hasta la puerta de acceso de Marangu, que suele hacerse en un cuatro por cuarto, se convierte en el prólogo de una fascinante ascensión que discurre en sus primeros pasos por una zona con campos de cultivos y casitas medio camufladas a la sombra de los descomunales árboles del trópico. En la puerta de Marangu, todo se ralentiza, ya que hay que pasar por una burocracia siempre muy prolija en África y que suele refrendarse con unos cuantos sellos estampados con un vigor desproporcionado. Una vez superada la barrera del papeleo, llega el turno de una charla previa en la que, con la ayuda de un mapa, el guía detalla las distintas etapas del itinerario. La consigna, repetida hasta la saciedad, es que hay que caminar lentamente -"pole pole" en lengua suajili-, puesto que la prisa puede provocar mal de altura, originado a partir de los 3.000 metros por la disminución de oxígeno en el aire. Si el cuerpo no se aclimata, puede llegar una reacción en forma de mareo, desorientación y pérdida de la visión. Para evitarlo, los médicos aconsejan no correr, beber mucha agua y, a poder ser, pasar dos noches, en vez de una, en el refugio de Horombo, a 3.700 metros de altura. Si se sufre mal de altura, el remedio es fácil: hay que iniciar el descenso cuanto antes, por muy duro que resulte renunciar al sueño.
La marcha del primer día de ascensión es suave y sin dificultad. Lo único necesario es caminar por una ancha pista que se abre en medio de la selva, como una cicatriz, para salvar el desnivel de 810 metros entre la puerta de Marangu y el refugio de Mandara, situado a 2.700 metros. La señalización es perfecta, pero en caso de duda basta ponerse a la cola de la larga procesión de turistas extranjeros, en general ligeros de equipaje, y guías y porteadores tanzanos, cargados con sacos de hasta más de veinte kilos que llevan sobre sus cabezas en admirable equilibrio. El trabajo de los porteadores es más meritorio si se tiene en cuenta que, en lacerante contraste con el perfecto equipamiento de los turistas, suelen ir vestidos con una ropa rasgada y calzados con unas chanclas bajo mínimos.
Las tres o cuatro horas del recorrido del primer día suelen transcurrir en medio de la contemplación de los enormes árboles tropicales, de algún ave de vistoso plumaje y de las evoluciones de los monos que asoman de vez en cuando para regocijo de los turistas. Unas cuantas cabañas en un claro de la selva anuncian la llegada al refugio de Mandara, en el que el humo de las hogueras, los turnos del comedor y la incomodidad de las literas de las habitaciones comunitarias marcan ya el tono de la aventura buscada. Para recorrer el desnivel de mil metros que hay entre el refugio de Mandara y el de Horombo se suelen emplear unas seis horas. Son once kilómetros de suave ascensión en los que muy pronto se deja atrás la selva para entrar en un páramo en el que llaman la atención los espectaculares senecios, plantas que se alzan como esculturas en medio del desolado paisaje hasta una altura de cinco metros. En esta etapa, la cumbre más alta del Kilimanjaro, el Kibo, se divisa ya con claridad y se convierte en un aliciente, mientras el mar de nubes que cubre el llano contagia la sensación de que hemos entrado en una especie de mundo perdido.
El hecho de que en el refugio de Horombo, un conjunto de estilizadas cabañas de madera con aspecto de grandes tiendas de campaña, se acoja tanto a los que suben como a los que bajan, convierte su pequeño comedor en el zoco ideal para intercambiar información. Es aquí donde los triunfadores de la cima pueden vanagloriarse ante un público de aspirantes ansiosos, y es aquí también donde los afectados por el mal de altura enumeran hasta el último detalle de la desazón que les invade. El frío arrecia durante la noche hasta llegar a los cero grados, pero la salida del sol hace que vuelva un calor intenso, de hasta 40 grados, que convierte en indispensable el uso del sombrero y de la crema solar.
A partir de los 3.700 metros del Horombo, la altura ya va en serio y empiezan a caer las primeras víctimas. La travesía del desierto de altura -un paisaje lunar de tierra roja punteado por rocas procedentes de explosiones volcánicas- se alarga más de lo debido por la ausencia de referentes, pero la aparición a la derecha de la silueta escarpada del monte Mawenzi -con 5.149 metros, la segunda cumbre del macizo del Kilimanjaro- hace que el espectáculo de la alta montaña viva uno de sus mejores momentos. Pocos son, sin embargo, los que se desvían hacia el Mawenzi. Por dos razones de peso: porque su ascensión no resulta fácil y porque la cima del Kibo le supera en 746 metros, y ya se sabe que el punto más alto suele ser el objeto de todas las miradas y deseos. Culminada la travesía del desierto, el último repecho hasta el refugio Kibo (4.700 metros) suele ser duro, más por el cansancio acumulado y por el aire enrarecido que porque presente una gran dificultad.
Una vez en el interior del refugio, el viajero comprueba que las comodidades han desaparecido casi por completo. La casa, equipada con lo mínimo, tiene paredes desconchadas y cristales rotos por los que se cuela un viento frío y afilado como un cuchillo. El ínfimo lavabo -un simple agujero que se abre sobre el abismo- es el lugar ideal para meditar acerca de las condiciones infames que a menudo comporta el llamado turismo de aventura.
A diferencia de lo que sucede en otros refugios, el ambiente en el comedor del Kibo es gélido: la gente come en silencio y deprisa -una sopa caliente, a poder ser- y corre a refugiarse a la litera, consciente de que el cuerpo se resiente de la altura y de que al día siguiente hay que levantarse a medianoche para iniciar el ataque a la cumbre. Es aquí donde uno empieza a darse cuenta del desafío que supone la ascensión, sobre todo cuando la contemplación del paisaje desolado te hace sentir como si estuvieras en la fortaleza de El desierto de los tártaros, la inquietante novela de Dino Buzzatti, y surge la inevitable pregunta que dio título a un libro de Bruce Chatwin: ¿Qué hago yo aquí?
Tras un breve sueño, y en medio de un frío intenso, se inicia la última jornada. Reina la oscuridad y lo único que se distingue es la luz puntual de las linternas y las numerosas sombras que avanzan una tras otra en silencio, como zombies, siempre "pole pole", dirigiendo miradas fugaces hacia la cumbre. El camino es en zigzag, empinado y abrupto, y el argumento es sabido: se trata de alcanzar la entrada del cráter del Kibo, el llamado Gillman's Point, antes de la salida del sol, para poder contemplar el espectáculo del alba desde una plataforma única. A partir de aquí, a 5.680 metros, quedan aún un par de horas para caminar junto al cráter del Kilimanjaro, si el mal de altura lo permite, y culminar el reto: los codiciados 5.895 metros de la cumbre.
Una vez allí, un cartel de madera desastrado, las terrazas y los pináculos de hielo del glaciar en retroceso y la grandeza de un paisaje majestuoso, formado por un extenso mar de nubes en el que destacan a lo lejos los 4.566 metros del monte Meru, confirman que estamos en el techo de África. El sueño está cumplido, pero no conviene entretenerse. Los guías urgen a iniciar cuanto antes el descenso, ya que el sol aprieta y el oxígeno del aire es la mitad del que hay a nivel del mar. Del leopardo de Hemingway, por cierto, no queda rastro. ¿Qué estaría buscando por aquellas alturas?
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