El tesoro oculto de Kabul
Un arqueólogo soviético descubrió en 1978 en Afganistán un fabuloso tesoro de hace dos mil años. Las más de 20.000 piezas de oro, plata y marfil han permanecido a salvo, escondidas en una cámara secreta del palacio de Kabul hasta 2004. Ésta es la historia de su rescate.
En pleno centro de Kabul, en una cámara acorazada excavada en el tercer sótano de una bóveda y protegida por varias rejas de hierro y puertas de acero, se oculta un tesoro. En silencio absoluto y en la oscuridad.
Espera ser visto, estudiado, salir por fin a la luz del día, viajar, ser expuesto en los principales museos del mundo. Espera dar testimonio de la historia y la extraordinaria riqueza del patrimonio afgano; y después, rendir homenaje a los más grandes artistas que, al labrarlo, hace más de dos mil años, en los confines de la ruta de las estepas y la de la seda, le dieron un valor inestimable. Espera brillar. ¿No es éste, a fin de cuentas, el destino de un tesoro?
Se guarda en seis grandes cajas fuertes de acero. Son 20.600 piezas de oro, plata, marfil. Joyas, estatuillas, dagas, ornamentos funerarios, adornos. Las pocas personas que lo han visto no encuentran palabras para describir su grandeza y su valor histórico. Hay quien lo compara con el tesoro de Tutankamón. Nada menos.
Desde que los arqueólogos lo descubrieron en 1978, en el norte de Afganistán, sobre este tesoro han corrido los rumores más descabellados. Se dice que se perdió, robó, saqueó, dispersó; que estuvo escondido en las cuevas de Panchir; que fue transportado a lomos de mulos o de camellos a través de las montañas afganas para poder venderlo de contrabando o -peor aún- fundirlo. Se ha dicho incluso que el mismo Bin Laden negoció su venta con riquísimos traficantes de droga a cambio de una fortuna destinada al terrorismo internacional.
Los soviéticos, instalados en Afganistán entre 1979 y 1989, acariciaron muchas veces la idea de llevar el tesoro a Moscú. Más tarde fueron las bandas de muyahidin las que, en plena guerra civil, y después de haber arrasado y saqueado el magnífico Museo de Kabul, soñaron con localizarlo y sacarle partido.
En cuanto a los talibanes, se sabe que quisieron apoderarse de las reservas de oro y plata del país, intentando frenéticamente, en pleno bombardeo estadounidense, y antes de huir de Kabul, forzar las cerraduras del misterioso anexo del Banco Central. Pero fue en vano. El tesoro ha permanecido intacto, en el tercer sótano de este edificio situado en el recinto del palacio presidencial (antiguo palacio real) conocido con el nombre de palacio de Arg. Detrás de puertas con cerraduras y numerosos candados, y con combinaciones secretas. Al fondo de un inquietante túnel.
Hasta hace muy poco, en la primavera de 2004, no fue sacado a la luz. El nuevo Gobierno de Afganistán permitía, bajo la supervisión de un guardia de seguridad y en presencia de especialistas de renombre, su apertura oficial. Un pequeño grupo de personas pudo penetrar en la cámara acorazada, analizar las cajas fuertes, examinar los sellos estampados en cada una de ellas y asistir a su apertura con soplete. Todos los que contemplaban la escena contenían el aliento, conscientes de la importancia del momento.
Junto a algunos de los ministros del nuevo Gobierno se encontraban el gobernador del Banco Central de Afganistán, el director del Museo de Kabul y varios especialistas en historia y arte afganos. Entre ellos, un hombre con bigote y cabello blancos, Víktor Sarianidi, el arqueólogo soviético que, 26 años antes, a principios de un lluvioso invierno afgano, sacó a la luz este excepcional tesoro.
¿Cómo no sentir emoción al ver los objetos que él mismo había extraído de la tierra húmeda, arrancado de sepulturas que databan del siglo I antes de Cristo, transportado al Museo de Kabul, estudiado, fotografiado e inventariado? ¿Cómo no experimentar alivio al constatar que todo estaba allí, sí, todo: la cabra de oro y la Afrodita con el pecho desnudo, el espejo chino y la corona fabricada para una princesa nómada, las pulseras con cabeza de antílope, el collar de granates y turquesas y los miles de medallas de oro? Todo estaba allí, en Afganistán, a pesar de las guerras, los bombardeos y las ejecuciones, la desaparición de las llaves, la huida de los guardianes y las amenazas de muerte. El mundo, como Sarianidi tanto había deseado, podría admirar algún día el famoso tesoro de Tillya Tepe, la Colina de Oro.
Víktor Sarianidi intercambió una larga mirada con el joven arqueólogo estadounidense Fredrik Hiebert, que, encargado oficialmente del inventario por el Gobierno afgano en virtud de un acuerdo con la National Geographic Society (NGS), había querido que su predecesor asistiera simbólicamente a la apertura de las cajas fuertes. "Era un acto de justicia", comenta Hiebert. "Víktor, con el que tuve la oportunidad de realizar otras excavaciones en Turkmenistán, es mi maestro y mi héroe. Su nombre permanecerá ligado para siempre al fabuloso tesoro de Tillya Tepe". El profesor Fredrik Hiebert dirigió hasta principios de junio de 2004 a un equipo del Museo de Kabul y del Instituto Afgano de Arqueología con el fin de hacer un inventario meticuloso del tesoro (contar, pesar, medir, fotografiar, inscribir en un banco de datos digital ). Ahora, Hiebert, como miembro de la NGS, espera organizar una gran exposición en Estados Unidos para mostrar al mundo este tesoro.
En el otoño de 1978, un joven arqueólogo, Víktor Sarianidi, nacido en Taskent (Uzbekistán), busca lugares representativos de las antiguas civilizaciones y, sobre todo, huellas de la edad del bronce (siglo III antes de Cristo), su especialidad. Forma parte de un equipo afgano-soviético financiado por la Academia de Ciencias de Moscú. Víktor Sarianidi trabajaba cerca de la ciudad de Sheberghan, en el corazón de una inmensa llanura encajada entre las cimas del Hindu Kuch y la cuenca desértica del Amu Daria, al norte de Afganistán, la encrucijada de Eurasia. El paisaje es seco y austero; el clima, duro; la población, pobre y mestiza Al excavar una pequeña colina descubre los restos de una construcción rodeada de murallas. En su interior se distingue un altar de ladrillo, aún cubierto de cenizas, vestigio probable de un templo dedicado al culto del fuego, hace 3.200 años. Sarianidi se embala. La excavación parece prometedora. Pero hay que darse prisa, porque las grandes lluvias del invierno se acercan cada día un poco más.
Una mañana de noviembre, el equipo desentierra fragmentos de barras de acero remachadas con clavos. Una de ellas se asemeja a los cercos utilizados en los ataúdes de madera. De pronto, un obrero descubre un pequeño disco de oro. El hallazgo no tiene sentido; en ningún caso se puede datar un objeto de oro en la edad del bronce. Entonces, ¿de cuándo es? Febrilmente, Sarianidi y su equipo comienzan a rastrillar la tierra. Y algo increíble aparece ante sus ojos: docenas de discos, pequeñas piezas, adornos, joyas, un esqueleto completamente cubierto de oro. Están ante una tumba, sin duda la de una princesa, con vestidos cosidos en oro, enterrada allí con su tesoro.
¿La época? El arqueólogo aún es incapaz de situarla. Ordena que cubran la sepultura con una tela y que un soldado armado la vigile, y reanuda enseguida las excavaciones. Pocos meses después aparece otra tumba. El esqueleto es frágil, femenino, también cubierto de oro, y rodeado de objetos que, esta vez, van a ofrecer a los investigadores algunos elementos que les permitan comprender. Un medallón que reproduce la efigie de la diosa griega Atenea; un broche de oro que representa dos Cupidos a lomos de delfines; otro que recuerda a Afrodita, la diosa griega del amor Cada objeto, por sus formas, expresiones e interpretaciones, es testimonio de una mezcla de influencias griegas, persas, indias, siberianas
Sarianidi está ahora convencido: las tumbas fueron excavadas en tiempos de la Ruta de la Seda, después de la destrucción del reino griego de Bactria por una horda nómada procedente del este y obligada a retroceder hasta detrás de la primera muralla de China, los yueh-chih. Datan, pues, del siglo I antes de nuestra era y descubren nuevas teorías sobre el comercio entre Oriente y Occidente. Jamás, dice Sarianidi, se han encontrado en un mismo lugar tantos objetos de la antigüedad, procedentes de tantas culturas diferentes: espejos chinos, adornos griegos, dagas de Siberia, monedas de origen romano o indio. Y nunca se ha visto algo tan asombroso como la pequeña Afrodita de oro, de inspiración griega, pero a la que se le han colocado unas alas (características de las diosas bactrianas), y en la frente, justo entre los ojos, la marca hindú que indica el estado civil.
Seis sepulturas, deliberadamente camufladas para evitar el pillaje, aparecen ante los ojos de los arqueólogos conforme iban excavando. Tumbas de príncipes del imperio de los Kuchanes, una de las ramas de Yueh-Chih. Aterido de frío, el equipo de Víktor Sarianidi numera cada objeto antes de colocarlo en un saco y después en cajas específicas para cada tumba.
La noticia del descubrimiento se propaga rápidamente, y la palabra "oro" resuena en todo Afganistán. Multitud de visitantes se encaminan hacia Tillya Tepe, a pie, a caballo, o a lomos de un burro; se instalan al borde de los caminos y preparan campamentos con la esperanza de poder ver las fabulosas tumbas y quizá también de encontrar otro tesoro. Víktor Sarianidi se fija también en un hombre que permanece horas y horas cerca de las excavaciones. Es un campesino cuyos campos de algodón bordean la cantera. "Mi mujer me ha echado de casa", explica. "Me gritaba: '¡Has hecho que pase toda mi vida en la miseria cuando había oro escondido bajo tus pies!".
Pero el presupuesto de las excavaciones se agota al tiempo que la situación política afgana se deteriora. Ha llegado el momento de trasladar el tesoro a Kabul. Una escolta militar acompaña hasta el aeropuerto a Víktor Sarianidi y sus cajas abarrotadas de oro. A su llegada a Kabul, en febrero de 1979, la policía le escolta hasta el museo. El tesoro se guarda en los sótanos, y el arqueólogo, aunque inquieto por la suerte de su descubrimiento, se ve obligado a regresar a Moscú.
Nubes cada vez más negras se acumulan sobre Afganistán, y las tropas soviéticas se preparan para intervenir. Se anuncia una larga guerra. El Museo de Kabul se ve obligado a trasladar a toda prisa sus colecciones. Sin duda, es en ese momento cuando las cajas del tesoro de Tillya Tepe son trasladadas por primera vez a las cajas fuertes del sótano del anexo del Banco de Afganistán, donde están depositadas las reservas de lingotes de oro del país.
Víktor Sarianidi tendrá que esperar tres años para poder regresar a Kabul y proseguir el estudio de su tesoro, tres años durante los cuales la excavación de Tillya Tepe se degrada por el efecto de la intemperie, la relajación de la vigilancia y los comienzos del pillaje. El arqueólogo soviético sospecha que su tiempo en Kabul está contado. Mientras, trabaja sin descanso en el museo que acaba de reabrir y hace que dos o tres grandes fotógrafos del Museo del Ermitage de Leningrado retraten el contenido del tesoro. De ahí surgirá un libro magnífico, publicado en 1985 bajo el patrocinio de la Academia de Ciencias de la URSS y el Museo Nacional de Afganistán, El oro de Bactria, una especie de catálogo de una exposición fabulosa que sólo pudieron ver un puñado de diplomáticos y miembros del aparato comunista.
La retirada de Afganistán, en 1989, de los últimos soldados soviéticos provoca una oleada de rumores acerca de que los más bellos objetos del patrimonio afgano van a ser embarcados rumbo a Moscú en los furgones del ejército. Víktor Sarianidi está aterrado ante tal posibilidad. Escribe a Eduard Sheverdnadze, el ministro de Asuntos Exteriores de Mijaíl Gorbachov, para sugerirle que el tesoro se deposite temporalmente en un país neutral, y también al director general de la Unesco, Federico Mayor, para implorarle que proteja Tillya Tepe. Se dirige también a los amantes del arte de todo el mundo, publicando, en marzo de 1990, en la revista National Geographic, un conmovedor artículo en el que describe los esplendores de Tillya Tepe: "Observen bien las fotos de estas obras maestras bactrianas", dice. "¿Quién sabe cuándo las volveremos a ver?". Y añade: "Su historia no es simplemente afgana, ni soviética, ni griega. Son parte de nuestra historia común y pertenecen a la humanidad".
El presidente de Afganistán, Mohamed Nayibulá, es el primero en ser consciente de los riesgos que pesan sobre el patrimonio afgano. Antes incluso de cerrar el museo amenazado por los tiros de los muyahidin, y ordenar el traslado de las colecciones a diferentes lugares de Kabul, ordena el traslado del tesoro de Tillya Tepe al sótano del Banco Central, dentro de la cámara acorazada, cuya apertura sólo él puede decidir, siguiendo un procedimiento muy complejo. Uno de los empleados del banco recuerda haber participado en esta operación, sobre la que guardan absoluto silencio los escasos testigos que lo presenciaron. "Cada objeto se embalaba con algodón y plástico, se envolvía con cinta adhesiva y se depositaba en las cajas fuertes. Después se sellaron y, para camuflarlos, se colocaron delante de ellos pesadas cajas de monedas sin curso legal. Por último, se cerraron las puertas de la cámara con siete llaves guardadas cada una por una persona diferente. El sistema de seguridad, muy sofisticado, era de origen alemán, pero estaba inspirado en una tradición afgana que confía a una o varias personas particulares, a su familia, y después a sus descendientes, la custodia de un bien, ya sea un objeto, un lugar o un tesoro".
En 1991, el presidente Nayibulá recibió en Kabul a una delegación suiza que intentaba mediar con la resistencia afgana. Cuál no sería la sorpresa de los suizos cuando, al final de la visita, el presidente les propuso admirar algunas obras maestras de la historia afgana. Paul Bucherer, director de un museo de arte afgano en Suiza, comenta: "Nayibulá nos enseñó primero unos objetos magníficos expuestos en vitrinas, en la planta baja del palacio de Arg. Después nos propuso descender a los sótanos. Allí nos esperaban algunas personas, siete de ellas llevaban cada una llave diferente. La cámara acorazada se abrió y pude ver -¡e incluso fotografiar!- algunas de las maravillas de Tillya Tepe. Creo que éramos los primeros extranjeros que entrábamos en ese lugar. Ni siquiera los soviéticos pudieron franquear nunca las puertas. Nayibulá nos mostró las huellas de los intentos de forzarla y de los explosivos".
El comandante Ahmed Chah Massoud y sus hombres entraron en Kabul el 15 de abril de 1992. La guerra civil devastó el país, produjo millares de víctimas y desvalijó la capital. Alcanzado por disparos de cohetes, el museo fue objeto de saqueos y pillajes. Los sótanos de la cámara acorazada intrigan a todos, pero cuando los hombres de Massoud preguntan qué hay almacenado, los empleados contestan invariablemente: "Nada de valor: cacharros de terracota y viejas monedas".
En 1996 llegan al poder los talibanes. Mohamed Nayibulá es torturado y colgado delante de las murallas del palacio de Arg, llevándose consigo el secreto de los sótanos. Pero los mulás quieren visitar la cámara de seguridad. Alrededor de quince entran en el Banco Central y exigen a los encargados de los sótanos que les permitan el acceso. El rechazo es unánime; se invoca el protocolo, la solemnidad del procedimiento, etcétera. Un talibán apunta con un revólver en la sien a uno de los empleados. "Iba a disparar, no tenía elección". El hombre les lleva a la parte de la cámara donde están almacenados los lingotes de oro del tesoro. Los talibanes inspeccionan, cuentan; preguntan si hay algo más, a lo que el fiel funcionario responde negativamente, con convicción, y abandonan el sótano, dejando a nuestro hombre la tarea de volver a cerrar las puertas. Después de haber girado la llave, consigue romperla en la cerradura. "¡Sentí que tenía que hacer algo. Ese tesoro era propiedad del pueblo afgano, no de ellos! Pero me habrían ejecutado si me llegan a descubrir ".
Otro segundo y último intento de los talibanes de entrar en la cámara de seguridad fracasó por completo. En la víspera de la liberación de Kabul, el 12 de noviembre de 2001, las tropas de la Alianza del Norte, la oposición armada a los talibanes, se encontraban a pocos kilómetros de Kabul, los aviones estadounidenses bombardeaban la ciudad. La Unesco había proporcionado mapas al Estado Mayor rogándole que evitara los lugares que pudieran albergar bienes culturales esenciales. Un grupo de mulás se encaminaron hacia el Banco Central, se apropiaron del dinero que había e intentaron, durante cuatro horas, forzar la cerradura del sótano que había bloqueado aquel fiel empleado. No lo lograron y el tesoro quedó a salvo de la rapiña.
Poco después, el viento de la historia cambió. Llegaron los acuerdos de Bonn el 5 de diciembre de 2001, la instalación del Gobierno provisional presidido por Ahmed Karzai, el regreso a Kabul del antiguo rey Zaher Sha, exiliado desde hacía 29 años; la convocatoria de la Asamblea afgana Pero se necesitaron muchos meses más hasta que el nuevo Gobierno abordó oficialmente el asunto del tesoro.
Es difícil reconstruir el calendario de aquellos enigmáticos días. Se sabe sólo que la famosa cerradura bloqueada en 1996 pudo ser reparada por un cerrajero local justo cuando se iba a llamar a la empresa alemana que la instaló en los años treinta. Se cuenta también que las cajas fuertes del tesoro fueron halladas por casualidad por un economista encargado de la reforma de la moneda al inspeccionar los sótanos por primera vez. El relato de quienes de alguna u otra manera sabían de la existencia del tesoro concluye en agosto de 2003, cuando el presidente Karzai, rodeado de sus ministros y del gobernador del Banco Central, quiso anunciar ante una cámara de televisión, con un lingote en la mano: "El tesoro está a salvo".
Fue necesario que el pasado mes de junio terminara el inventario de las joyas para que el ministro de Cultura e Información, Rahin Majdum, confesara por fin su alegría por saber que el tesoro estaba intacto, y mostrara también su esperanza de que una exposición itinerante por varias grandes ciudades del mundo -París, Washington, Londres, Berlín, Atenas, Tokio - pudiera proporcionar fondos que permitieran la reconstrucción del Museo de Kabul. La National Geographic Society, que consiguió la exclusiva de las fotografías del tesoro, se mostró optimista. Por el contrario, otros museos europeos se muestran absolutamente escépticos respecto a la viabilidad de una exposición tan difícil y costosa de realizar.
La Unesco había confesado su preocupación por la suerte de las joyas. "Era una locura querer abrir el tesoro antes de que se celebraran las elecciones", opina Christian Manhart, uno de los especialistas de la organización. "Fíjense en los atentados, la violencia, los saqueadores El silencio era la mejor protección de este increíble tesoro. Porque en Afganistán todavía puede pasar de todo".
© Le Monde
Más información en www.nationalgeographic.com. También en la revista 'National Geographic' (artículo de Sarianidi, publicado en marzo de 1990). Y en 'Bactrian gold', de Víktor Sarianidi (Art Publishers).
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