_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los abuelos de Ana

Almudena Grandes

El teléfono sonó a las dos y media de la mañana y Ana se despertó primero, pero Emilio estaba más cerca.

-¿Sí? Hola, Asun… -en ese momento, ella sintió un sabor amargo trepar por la garganta-. Claro, claro, no te preocupes… Yo se lo digo, ahora mismo volvemos a llamar.

-Mi tía Jacinta.

-Sí -Emilio se volvió hacia Ana, la abrazó, la besó muchas veces en el pelo-. Lo siento mucho, de verdad.

Su mujer lloraba sin decir nada y él prefirió ahorrarse lo demás, todas esas frases hechas que le vinieron a la cabeza como si formaran parte de un guión trivial, demasiado bien aprendido, ya era muy mayor, antes o después tenía que pasar, es lo mejor para todos, estaba sufriendo mucho. La tía Jacinta, hasta donde él sabía, siempre había sufrido mucho pero no se había rendido nunca hasta ahora. Se merecía, como mínimo, ese epitafio.

Emilio despertó a los niños a las siete en punto, les anunció que no iban a ir al colegio y, sin tomar aire ni para respirar, les advirtió que no quería oír ni un solo grito de alegría porque mamá estaba muy triste. Se ha muerto la tía Jacinta y ya sabéis que para ella era como su abuela, porque crió a su madre y a sus hermanos desde que eran pequeños, ¿está claro? Rebeca, catorce años, buena estudiante, responsable, mayor para su edad, asintió con la cabeza. Emilio, doce años, estudiante irregular de comportamiento espantoso, todo un zángano, bostezó. Miguelito tenía siete y no dijo nada porque estaba muerto de sueño, pero su padre no le tenía miedo.

Fue el que peor se portó en el viaje, sin embargo. Les obligó a parar tres veces, una porque iba a vomitar, otra porque tenía que ir al baño y otra porque tenía hambre. El pueblo de los padres de Ana no estaba muy lejos, autovía hasta Tarancón y una buena carretera en dirección a Cuenca, antes de tomar un desvío a la derecha. Mi prima Asun se ha empeñado en invitarnos a comer a todos, le había dicho Ana antes de salir, pero de dormir allí nada, ¿eh?, prefiero volverme a Madrid por muy tarde que lleguemos… Emilio estuvo de acuerdo. Asun le caía muy bien, igual que su marido, el médico que había certificado la muerte de Jacinta con la antelación suficiente para que pudieran enterrarla esa misma tarde, pero sabía que a Ana le esperaba un día muy duro, sin contar con que su suegra estaba tan hecha polvo que, cuando la llamaron por teléfono, no había sido capaz de pronunciar dos palabras seguidas sin echarse a llorar. Qué asco de vida, pensó Emilio, y que ese tampoco sería un mal epitafio.

Pero en casa de Asun estaba la chimenea encendida, el café preparado, un bizcocho recién hecho y los cuatro sobrinos de Jacinta reunidos, con sus once hijos y sus diecinueve nietos, y Ana se preguntó en voz alta cuántas mujeres que han parido una familia numerosa no habrían tenido un entierro peor, con menos adultos y menos niños, con menos sentimientos y recuerdos que compartir. Era una pregunta retórica y no necesitaba otra respuesta que el calor de las sonrisas que mantienen a raya las lágrimas, aunque también hubo lágrimas, muchas, calientes. Fue un día largo, duro y necesario. Emilio y Ana no podían imaginar hasta qué punto cuando volvieron a meter a sus hijos en el coche para volver a Madrid, después del último abrazo.

-¿Y por qué crió la tía Jacinta a la abuela? -preguntó Miguelito cuando no habían recorrido ni veinte kilómetros-. ¿Es que no tenía padres?

-Sí, pero se murieron -le contestó su madre.

-No se murieron, mamá -intervino Rebeca, con la misma naturalidad con la que podría haber contado el argumento de un libro, una película-. Los mataron después de la guerra, que no es lo mismo.

-¿Qué guerra? -insistió Miguelito.

-¡La de aquí, enano! -Emilio, perpetuo insuficiente en Historia, se impacientó con su hermano pequeño-. ¿Qué guerra va a ser? La de las galaxias, si te parece…

-Al padre de la abuela vinieron a buscarle un día, por la mañana -siguió Rebeca-, unos del pueblo y otros de Cuenca, con unos guardias, y ya no volvió más. Al día siguiente, la madre de la abuela dejó a los niños con su hermana Jacinta, que tenía quince años, se fue al cuartelillo a preguntar por su marido, y tampoco volvió. Y entonces, como Jacinta ya no tenía con quién dejar a los niños, pues no preguntó más.

-¿Y tú cómo sabes eso? -Ana se volvió hacia Rebeca, en su cara una expresión de alarma que su hija no pudo distinguir.

-Pues porque lo sé, porque me lo han contado los primos. ¿No es verdad?

-Sí, sí es verdad, lo que pasa… -se quedó un momento pensando, movió la cabeza, descubrió que estaba sonriendo por encima de su tristeza-. Nada, nada.

Y no se atrevió a decirle a sus hijos que nunca, en sus 38 años de vida, había escuchado a nadie contar esa historia en voz alta.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_