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EL DEBATE SOBRE LA REFORMA DEL ESTATUTO VASCO
Columna
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Tribulación

Enrique Gil Calvo

"Houston, tenemos un problema": así alertaba a su base Jim Lovell, el comandante de la misión espacial Apolo 13 que a punto estuvo de fracasar, como recordará quien haya visto la película del mismo título (Ron Howard, 1995) protagonizada por Tom Hanks. Y esto mismo es lo que también podría exclamar nuestro atribulado presidente José Luis Rodríguez Zapatero, que hoy pilota la nave España en su aparente deriva hacia la desintegración. ¿Pero a qué Houston podría pedir auxilio? Ahora ya no se puede recurrir a Washington, como hizo José María Aznar cuando le estalló entre las manos el caso Perejil. Y tampoco se puede llamar a Bruselas, pues la flamante Constitución europea que los españoles votaremos en febrero consagra en su artículo I-60 el derecho de autodeterminación (aunque sustituya este término por el eufemismo de Retirada). Y como ya no hay otro Houston a quien llamar, a Zapatero sólo le queda el recurso de apelar a los miembros de su tripulación.

Pero si no tenemos una base a la que llamar, sí tenemos un problema imposible de resolver, al que podríamos llamar tribulación porque emerge de nuestras congénitas peleas tribales. Técnicamente, el problema reside en la naturaleza de nuestro sistema constitucional, formalmente parlamentario, lo que consagra la primacía de las asambleas soberanas. Pero tal como sucede con los sistemas presidenciales dotados de doble elección, también nuestro sistema consagra una doble legitimidad, al prever la existencia de asambleas subestatales territorialmente soberanas que pueden adoptar decisiones contradictorias con la asamblea estatal. Es lo que sucederá dentro de un par de meses, cuando el veredicto de la asamblea del Congreso contradiga el dictamen de la asamblea de Vitoria. Y para resolver esta insalvable contradicción haría falta algún procedimiento como el arbitrado por el Supremo canadiense para dirimir la demanda de secesión de Montreal.

Si el problema sólo fuera técnico, bastaría con la buena voluntad de las partes y algunas dosis de pragmatismo anglosajón para poder resolverlo todo con éxito suficiente. Pero, por desgracia, nuestro problema no es tanto técnico como, sobre todo, tribal. Y aquí sucede como en un crimen pasional, cuando la emoción nubla el entendimiento provocando en los antagonistas una ceguera suicida que dispara los reflejos condicionados de la máxima ignaciana: en tiempo de tribulación, no hacer mudanza. Por eso unos y otros emprenden a marchas forzadas una irracional huida hacia delante, que acabará en un conflicto de legitimidades democráticas imposible de resolver entre la letra de la ley (constitucional) y el espíritu de la soberanía popular (vasca).

¿Qué hacer? Ante todo conviene despertar de la pesadilla que tanto nos atribula para poder recuperar la lucidez de la vigilia. Entonces entenderíamos que quizá se trate sólo de un mal sueño, porque el problema podría no ser tan grave como parece a primera vista, a juzgar por el dramatismo que le atribuyen tirios y troyanos. Pero si lo miramos bien, en realidad no hay tal, al tratarse de un falso problema inventado por los nacionalismos de una y otra tribu para llevar al personal a su propio molino. Y esto es lo verdaderamente grave: tener unos políticos tan irresponsables o faltos de escrúpulos como para plantear una cuestión imposible que no interesa de verdad a nadie.

Lo expresó muy bien una atribulada Pilar Manjón en su emocionante catilinaria ante la Comisión del 11-M: nuestros políticos hacen política de patio de colegio que sólo debate intereses partidistas, usando a los ciudadanos como arma arrojadiza esgrimida en trifulcas tribales. Lo han hecho con las víctimas de aquella masacre y pretenden repetirlo ahora con todos los españoles, a los que amenazan con embarcar en una guerra ridícula y absurda de naciones obsoletas que está abismalmente alejada de sus verdaderos problemas. Y lo van a intentar aplicando el método Aznar, que consiste en declarar una guerra injusta en contra de la voluntad del pueblo y con flagrante violación del principio de legalidad. ¿Dejaremos que se salgan con la suya?

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