El tormento de Águeda
Águeda ha empezado a pasarlo mal por la mañana. Bueno, mal y bien, se dice, y se corrige enseguida a sí misma, no, mal, mal. Fatal. Las obras del edificio están resultando para ella una tortura imprevista, y en consecuencia aún más cruel que las conocidas. Y no es por la derrama, o, mejor dicho, por las sucesivas derramas que le está tocando pagar, no. Eso, con ser malo, es lo de menos. Lo de más es la primera vez que le pasa. Y no le gusta, no le gusta nada, pero no lo puede evitar.
Porque es que es todo muy raro, rarísimo, imposible. Y venga reuniones, una semana sí y otra no, y a veces dos semanas seguidas. Y si ella viviera en el edificio, pues no pasaría nada, porque podría mandar a su marido, que es el hombre del que está enamorada, el hombre con el que quiere vivir, el amor de su vida, eso Águeda lo tiene muy claro. Pero no puede hacer eso, claro, porque las reuniones de la comunidad de propietarios que convoca en su casa el comisario Pita le afectan sólo a ella, que es la dueña del local donde trabaja, el gabinete de estética del bajo donde le hace la cera y limpiezas de cutis a la mayoría de las vecinas, incluida la mujer de Chema, el mecánico, una chica estupenda que está muy colgada de su marido y que a Águeda le cae muy bien.
Encima eso, piensa cuando echa el cierre, y ya le han empezado a sudar las manos. Mientras espera al ascensor, le ruega a una deidad inconcreta y sin nombre que no venga, que no venga, por favor, hoy no, que no venga, y si viene, que venga sin mono por lo menos Lo del mono es lo peor, lo más incomprensible de todo. Porque a Águeda siempre le habían gustado los hombres bien vestidos, siempre, y sin embargo, en la primera junta extraordinaria, aquella tarde de junio, cuando hacía tanto calor, y apareció él, tarde y corriendo, y pidió perdón porque no le había dado tiempo a cambiarse, entonces ocurrió. Chema se quedó de pie, apoyado en el marco metálico de la terraza, para no manchar nada, dijo, y empezó a mirarla, y no hizo nada más que eso, sólo mirarla, pero con unos ojos tremendos, oscuros, y densos, y turbios, y melancólicos a la vez. No pasó nada más que eso, tampoco hizo falta más. Águeda llevaba un vestido amarillo, de tirantes, con mucho escote y la tela pegada al cuerpo, por el sudor, y sintió que se estaba convirtiendo en un maldito árbol de Navidad con todas las luces encendidas, chispas de colores, rojas, verdes, amarillas, azules, brillando en desorden, una intermitencia enloquecida y magnética que atraía contra su voluntad los dedos manchados de grasa que jugaban con el cierre de la cremallera de un mono azul, Chema subiéndola y bajándola no más de dos centímetros, sin parar, mientras permanecía callado, mirándola.
No puede ser, se dijo Águeda después, no puede ser. E intentó olvidarlo, desterrar esa sensación incómoda, destemplada, exasperante, al limbo de los misterios sin solución, con los presentimientos certeros o los recuerdos imposibles de escenas que nunca se han vivido antes. No podía ser, pero era. Era, porque en la segunda reunión se repitió el mismo fenómeno, y ese día Chema se había duchado, se había lavado la cabeza, había aparecido limpio de arriba abajo, con ropa limpia. Para mirarla. Y Águeda no podía ignorar esa mirada tremenda, tan oscura, tan densa, tan turbia, tan melancólica; lo intentaba, pero no lo lograba, porque los ojos de Chema la enchufaban a la corriente, activaban un interruptor, animaban un millón de luces de colores que echaban chispas desde su pelo, desde su piel, desde sus ojos, también desde sus ojos. Y no pasaba nada, nunca pasa nada, excepto que a ella se le dispara la cabeza, y empieza a pensar cosas que no debería pensar, cosas que nunca van a suceder, cosas como las que está pensando ahora mismo, mientras el comisario habla y habla sin cansarse, y Chema la mira, y de vez en cuando ella le mira a él, sólo para comprobar que no ha dejado de mirarla. Y Águeda está cansada, nerviosa, harta, sobre todo eso, harta.
-A ver si terminamos con las obras de una vez -dice en voz alta, y le mira.
-Sí -añade él, y sonríe.
Esto es una locura, piensa ella, una enfermedad malsana, una idiotez, un despilfarro, un sarampión a destiempo. Probablemente él piensa lo mismo cuando la roza sin querer, o queriendo, en el recibidor, y mientras bajan juntos y callados por la escalera.
-Adiós -se despide Chema al llegar al segundo.
-Adiós -repite ella, y no sabe si se siente mejor o peor hasta que empieza a respirar el aire de la calle.
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