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Columna
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Sin llegar al XXI

La furia xenófoba de cierta extrema derecha española en los campos de fútbol me había devuelto al pasado en este 20 de noviembre más que la movilización de los obispos y la foto de la nieta de Franco en una garita de El Pardo. La nieta había aparecido en el dominical de un diario, a petición propia, para recordar, bucólica, cómo su mamá y su abuelito habían descubierto en un delicioso paseo a caballo el lugar, ideal de la muerte, para mandar a cavar el regio panteón del caudillo con la sangre y el sudor de los vencidos en aquella guerra espantosa, que también a la nietísima, incapaz de entender de política como su abuelo, le parecía horrible, horrible.

Así que, mientras el alcalde de esta nuestra Villa miraba desde el 2012 con cierta preocupación, más que por la xenofobia propiamente dicha por la negativa imagen que podía presentar esta España cutre de cara al marketing del sarao olímpico al que aspira, estaba yo en el pasado. Y como los progres trasnochados coincidimos alguna vez, me encontré en el pasado con la izquierda municipal que volvía a las andadas y quería llevar más tribulación a la duquesa de Franco, dolida, según su hija, al tener que oír las cosas que oye sobre su bendito padre, cuando más le hubiera valido correr la suerte de otras hijas a las que el abuelo de la niña dejó sin padre y fueron huérfanas sin oídos. Pero, erre que erre, la izquierda municipal y obsoleta se empeñaba en retirar de las calles de Madrid los símbolos franquistas, tan fielmente guardados por la izquierda que gobernó nuestro Ayuntamiento en otros días, y por la derecha que le sucedió, que siempre quedó agradecida a la izquierda por haber preservado un patrimonio que forma parte de su memoria sentimental.

Menos mal que había alguien en el presente: el vicealcalde, Manuel Cobo. Pero, eso sí, defendiendo con celo histórico y apasionada devoción el pasado franquista que se pretendía liquidar a golpe de placa y derribo de estatua. Gallardón, en cambio, miraba a unos y a otros desde el futuro en el que se ha instalado, huyendo quizá de su presente tan adverso. Y su segundo, que por serlo tampoco tiene el mejor de los presentes, se le iba al pasado para coincidir con sus hermanos de partido más recalcitrantes: "Si era un mérito tirar del caballo a Franco", dijo, "había que haberlo hecho cuando estaba vivo".

Ni Gallardón ni Cobo lo intentaron, por supuesto, ni por edad hubieran podido; tampoco creo que lamenten haberse perdido la ocasión de tamaña osadía. Algunos la tuvieron, lo intentaron y hoy no están en situación de recordarlo. La izquierda municipal quería evocar lo siniestro ante la mirada compasiva de un alcalde al que, desde su 2012, el recuerdo de la tragedia española le hubiera parecido una historia del abuelo Cebolleta si en la tribuna de prensa no hubieran estado como estaban algunas cámaras de televisiones extranjeras, a cuya sensibilidad jamás es ajena la futurista sensibilidad de nuestro regidor.

Pero debió sentir un alivio cuando su portavoz, tomando un recorte de prensa del año 85, dijo coincidir en lo del mérito de tirar a Franco del caballo, vivito y coleando, y no muerto y en bronce, pedazo de cobardes, con el ex presidente Felipe González. Tal vez el argumento de que una misma estupidez pueda ocurrírsele a un socialista y a un pepero, con 20 años por medio, podría confundir mejor a los corresponsales extranjeros sobre tan particular manera de entender la historia y sus efectos. Y si llamo estupidez a lo que, además de implicar inteligencia escasa, supone injusticia histórica y banalidad intolerable, lo diga quien lo diga, es porque estúpida consideró el vicealcalde la repulsa de sus adversarios políticos a los miserables 40 años de dictadura por los que él tiene mayor respeto. Y en ésas estaban, Cobos con los suyos y los otros con los otros -unos preparando rosas para el caudillo, otros dispuestos a quitarle altares-, cuando el moderno alcalde de esta Villa zanjó la discusión, pidió calma y dijo: "Por favor, les ruego que volvamos al siglo XXI". La verdad es que lo que se discutía era cosa del siglo pasado, pero resultaba difícil volver al XXI sin haber llegado antes a él, que es lo que seguramente comprobaron los corresponsales extranjeros que ocurría en Madrid. El problema del alcalde es que se precipita a veces y cree haber llegado antes de tiempo al futuro sin darse cuenta de que aún no ha salido de su pasado.

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