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Columna
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Mis queridos vecinos

Rosa Montero

Si tuviéramos alguna vez alguna duda sobre la imbecilidad innata de los humanos, sobre nuestra volatilidad emocional y nuestra inconmensurable capacidad para meternos en líos, bastaría con acercarse un día a cualquier junta de vecinos. En la última a la que asistí, por casualidad, hace unos pocos meses, una asamblea de vecindad en un edificio de apartamentos, la propietaria de uno de los áticos quería acristalar la terraza para agrandar de ese modo el salón, y el dueño del piso de debajo del suyo se negó a que lo hiciera, con el argumento de que, incluida en la sala, la terraza estaría mucho más transitada, de modo que él tendría que sufrir muchas más pisadas y más molestias sonoras. A lo que la dueña del ático respondió que muy bien, que si no le dejaba acristalar, ella prometía salir todos los días a la terraza a saltar a la comba durante un par de horas, para que se enterara de lo que son los ruidos.

Lo que me interesa del asunto no es dilucidar quién de los dos tenía razón (probablemente la tenían ambos), sino constatar lo mal que gestionamos nuestros conflictos en los ambientes cercanos. No he vuelto a saber de esa comunidad, pero puedo imaginarme un lúgubre futuro de tragicomedia: la señora del ático saltando todos los días a la comba como una posesa, así nieve o llueva, progresivamente obsesionada por su venganza hasta el punto de descuidar el resto de su vida y acabar centrada en su cotidiana sesión de brincos retumbantes, y el vecino de abajo cada vez más exasperado y furibundo, amamantando su odio hasta convertirlo en el horizonte prioritario de su existencia. De ahí al asesinato puede mediar poco. Todo esto suena a chiste y desde luego es risible, pero lo cierto es que las inquinas vecinales han llegado más de una vez a las páginas de sucesos de los periódicos. Cada año hay un buen puñado de vecinos que se agreden violentamente o que incluso se matan, tras haber transmutado una rencilla mínima en una guerra larga y emponzoñada.

Lo contaba muy bien Alex de la Iglesia en su estupenda película La comunidad, y también lo refleja la deliciosa serie de televisión Aquí no hay quien viva. Las juntas de vecinos las carga el diablo, y la convivencia de personas totalmente distintas que se ven obligadas a relacionarse estrechamente por el mero hecho de compartir el mismo inmueble, suele acabar creando maniáticas suspicacias y enconadas enemistades. Y lo peor es que, aunque la sangre no llegue al río y no acaben dirimiendo sus furores a martillazos, lo que sí que suele conseguir el trato vecinal es envenenar estúpidamente nuestras vidas. Y así, conozco a montones de personas sensatas y educadas, hombres y mujeres encantadores que parecen personas de lo más normales y que, en efecto, son normales en todo menos en un agujero oscuro que nubla sus conciencias, a saber, el odio africano que mantienen contra algún vecino, un núcleo de rabia ciega que les amarga la vida y les hace actuar de manera estrambótica.

Sé de un maduro y racional ejecutivo al que una compañía de entregas a domicilio deja todos los días, muy temprano, los periódicos delante de la puerta de su casa. Periódicos que, con cierta frecuencia, alguien le roba. Pues bien, este ejecutivo lleva años poniéndose el despertador cada vez más temprano, a las siete de la mañana, a las seis y media, a las seis, tanto en los días laborables como en los de fiesta, para salir a recoger la prensa antes de que se la quiten y, sobre todo, para intentar pillar al ratero in fraganti. Está obsesionado con que el ladrón es el vecino de enfrente, y los constantes madrugones le tienen tan amargado que, si algún día coinciden por casualidad a esas horas oscuras del amanecer, podría suceder algo irreparable. Y sé de otro señor, catedrático de historia de un instituto y hombre mesurado, que también lleva años inmerso en otra guerra comunitaria. Está empeñado en que una vecina mancha de porquerías las escaleras, y desde hace mucho tiempo se levanta en mitad de la noche a volcar una bolsa de basura ante la puerta de la señora. Que a su vez ha empezado a verter tinta sobre la ropa que el catedrático tiende en el patio.

Qué quieren que les diga, me dan miedo. Es decir, me asusta nuestra inacabable capacidad para odiar al otro y hacer daño. Durante el día, ciudadanos decentes. Durante la noche, locos desaforados y obsesivos. ¿Y luego nos asombra que el mundo esté como esté y que las guerras estallen? Habría que ver qué tipo de vecino sería Bush sin el aislamiento protector de la Casa Blanca.

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