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Reportaje:

Alemania, quince años después

Ya no se puede tocar. Pero ese muro que simbolizó la división del país se alza aún tan visible en algunos lugares como el día que se derrumbó, el 9 de noviembre de 1989. EPS viaja por Alemania del Este, el lado más desolado de la mayor potencia europea, entre la ilusión y la desesperanza, el paro y la nostalgia del comunismo.

Lola Huete Machado

Alemania del Este, 2004. "Somos los abuelos los que estamos criando a los nietos con las pensiones. Porque sus padres… sus padres no tienen aquí ningún futuro" (Inge Winkler, de 69 años, ex alcaldesa, Wittenberg). "El muro fue una pesadilla, la libertad que tenemos ahora es incomparable" (Barbara Dietze, de 54 años, propietaria de un café, Köpenick). "El mayor problema aquí es que la gente aún no está habituada a funcionar en democracia. Expresas una opinión en un periódico y al día siguiente te llaman del Ayuntamiento pidiéndote cuentas" (Holm-Henning Freier, director del festival Dokumentart, Neubrandeburgo). "¿De qué se quejan? ¿Adónde han ido a parar los millones y millones de euros invertidos en la reconstrucción?" (Klaus Müller, camionero del Oeste, de 38 años, Rostock). "Los alemanes ya hemos superado antes otras dificultades… Juntos superaremos ésta" (Horst Köhler, presidente de la República Alemana, discurso del aniversario de la reunificación, 3 de octubre pasado, en Erfurt).

Berlín, hace quince años El muro de Berlín cayó el 9 de noviembre de 1989. Inesperadamente. Por la fuerza de los empujones de los ciudadanos de la República Democrática Alemana (RDA). Y aquel día, no sólo el mundo cambió, también la ciudad mutó para siempre. Mientras el hormigón de la famosa valla era despedazado por las masas en busca del souvenir, la marca de cigarrillos West instalaba su publicidad en pleno centro histórico socialista: "Test the West", decía. El eslogan fue seguido a pies juntillas. Mientras los wessis (ciudadanos del Oeste) curioseaban en la Alexanderplatz y aprovechaban para no perderse un solo espectáculo de ópera o ballet a precio de ganga, los ossis (los del Este) hacían colas en los supermercados en pos de los mil productos hurtados por el comunismo monomarca. Nunca compraban. No tenían con qué. Para solucionarlo, el Gobierno de la República Federal (RFA) les ofreció 100 marcos de bienvenida. Detalle de iniciación al mercado. Más colas a la puerta de los bancos.

La pared símbolo de la guerra fría permaneció aún en pie durante un tiempo y aún hubo que enseñar mucho el documento de identidad en los pasos de frontera; hubo que esperar hasta que se reabrieron las estaciones fantasma del metro… En aquel periodo convivieron dos monedas, dos Ayuntamientos, dos tipos de taxis… Y a los no alemanes nos resultaba fácil distinguir quién era ossi y quién no, por esa forma de vestir detenida en los setenta, por el estruendo al hablar, por la posición abatida del cuerpo ante los escaparates, por el andar desconcertado y la mirada sin foco…

Por aquel tiempo, Berlín era una fiesta. Atrás quedaba la herida de la separación. El recuerdo del 13 de agosto de 1961, cuando la RDA cerró su perímetro; el tiempo en que el muro se convirtió en objeto de adoración turística: ibas hasta allí, subías a las torres de observación y mirabas hacia la doble pared controlada por las tanquetas comunistas, hacia las tristes casas de Bernauer Strasse, donde se tomaron fotos que dieron la vuelta al mundo: señoras descolgándose por las ventanas, padres empujando a sus bebés a través de la alambrada, escaleras para gritar alto mensajes a los parientes, bolsos lanzados con comida, con tu ropa, la mía…

Durante muchos meses, Berlín, la Alemania entera y unida, siguió siendo una fiesta. Aunque bastaba irse unos kilómetros más allá del centro-escaparate-socialista, la Alexanderplatz, al extrarradio o al interior de Brandeburgo, para contemplar el deterioro de un país que presumía de ser el más saneado del Pacto de Varsovia ("Nosotros, socialistas sí, pero al fin y al cabo, alemanes", venía a ser el mensaje), que poseía industria siderometalúrgica, química, naval, textil, minas, instrumentos ópticos de calidad… Pero lo que se podía contemplar allí entonces era un muestrario infinito de fábricas, carreteras y maquinaria envejecidas, mordiscos inmensos en la tierra producidos por la extracción del carbón, paisajes masacrados, instalaciones químicas con chimeneas gigantes como tótems de la industrialización, asentamientos urbanos nacidos al calor del acero como plantaciones infinitas de bloques de pisos; palacetes, en Dresde o Leipzig, ennegrecidos por la contaminación, con los boquetes de las balas de la guerra aún sangrando en las fachadas… Cuando se abrió el muro, aquél era un mundo a punto de expirar, aunque luego muchos reivindicaran sus virtudes, que las tuvo, lo que dicen que sí funcionó: las guarderías, las viviendas, el pleno empleo para todos ("Cada dos que trabajan, uno es mujer", decían), las cooperativas agrarias, la oferta de ocio para los jóvenes, la protección del Estado…

Un país de 40 años de historia, con 15 millones de habitantes, nueve de trabajadores activos, gobernados por la dictadura del SED (Partido Socialista Unificado, marxista-leninista), que poco tenía que ver con su hermano occidental, tan acomodado, tan exitoso, tan capitalista. Sólo un 25% de las empresas sobreviviría a la criba de la reunificación. Poco se sabe aún de lo sucedido con la autoestima de sus gentes. Aunque se intuya. En octubre de 1990, la RDA dejó de existir. No hubo mucha resistencia.

Tres lustros después, la gente y el paisaje que encontramos en Alemania Oriental dicen mucho de su cercana historia.

La luz del báltico. 2004 "¿Qué he perdido yo? He perdido mi infancia, lo que fui", dice Tomas M., de 45 años, biólogo marino. Vive en la ciudad hanseática de Rostock (200.000 habitantes) y está profundamente decepcionado. "No hay dirección ni orientación en este mundo tan comercial; lo veo en mi hijo adolescente", dice. Ha restaurado un viejo barco de madera, el Palaemon, que salvó del desguace. Allí anda, anclado. "Quiero dedicarme a la investigación, pero hay tanta burocracia, es todo tan complicado… Por fuera hemos cambiado mucho, pero no por dentro". Él fue de los que lucharon por abrir el muro. Pero no quiso la reunificación. Y no quiere volver sobre el tema.

De Berlín a Rostock se llega tras un sinfín de campos, tractores arando, modernos molinos de viento, puestos de observación de pájaros y manadas de grullas. El Estado de Mecklemburgo es el más pobre de Alemania, el más agrario, el menos poblado (77 habitantes por kilómetro cuadrado)… En Rostock se ven casas con jardines abiertos, coches en las puertas, la bici del niño en una esquina, y siempre de fondo, la humareda de la central térmica. En el puerto sobresalen tanques de fuel, espacios donde los barcos descargan materiales en un baile de color y textura (granito, estiércol, arena…), grúas cansinas, guardias sin uniforme como espías secretos que vigilan, carteles que dicen "Financiado por la UE". Hace tres lustros, este lugar tenía ambiente decimonónico, era un hervidero de cachivaches herrumbrosos; había muchas calles adoquinadas y escasos restaurantes donde comer patatas, pescado ahumado; donde se fumaban cigarrillos rusos con boquilla muy ancha para poder sujetarlos con guantes de invierno. Hoy, su centro, la plaza del Mercado, luce tan renovado que cierras los ojos y podrías estar en cualquier centro de cualquier ciudad occidental, las mismas tiendas.

La zona del Báltico y el llamado Ostsee fue populoso lugar turístico y balneario desde inicios del siglo XX. También para los ossis, aunque hace tres décadas éste era el mar más sucio del mundo. Sentada en un banco descansa la familia Wroblewski al completo. Padre, madre, hijo en el instituto, hija que quiere ser médico. Proceden de Brandeburgo. A menudo vienen aquí de vacaciones. "Esta tierra siempre fue hermosa", dice el padre. "El país de los mil lagos", llaman a Mecklemburgo: tres parques naturales, dos reservas de la biosfera, cientos de espacios protegidos… Un pequeño tren, con explicaciones grabadas ("Y un día todo esto se inundó, de Lübeck a Finlandia…"), transporta hasta la playa de Warnemünde. Sobre la arena, tumbonas nórdicas quitavientos. Una pareja abrazada deletrea palabras en alemán; uno no sabe; el otro corrige. Un transatlántico entra a puerto. Llegan varios; varias veces al día. El tráfico con Escandinavia. En el café Schusters, bajo el faro, Cathleen Claus atiende la terraza: "Vienen repletos de ingleses y, de vez en cuando, japoneses, que te hacen fotos y se ríen todo el rato".

El paisaje costero, el de la isla de Rügen, el de Usedom, es tan especial, que el turismo es aquí la esperanza. Se anuncian casas de vacaciones en el bosque; se ve gente caminando, militares en bici… "De infraestructuras es verdad que estamos mucho mejor", dice el señor Wroblewski, asistente social. Cierto: ahora funcionan los teléfonos, hay más aeropuertos, autopistas, modernos edificios, centros comerciales, Internet, hoteles; los servicios están saneados… "Pero si no se hace algo, esto se quedará vacío en unos años". Casi un millón y medio de personas se ha mudado de Este a Oeste en los últimos tres lustros. Medio millón pendulea cada semana en esa dirección para trabajar. Una suerte de diarrea incontrolable que padecen los cinco Estados orientales (Sajonia, Mecklemburgo, Turingia, Sajonia Anhalt y Brandeburgo). Y eso a pesar de los 1,25 billones de euros que Alemania ha invertido desde 1991 en la "reconstrucción del Este". Y de lo aportado por la UE.

Cerca de allí, Michael Westendorf, de 52 años, lleva 35 repitiendo el mismo viaje de ida y vuelta a bordo del ferry que cruza la desembocadura del Warne. Ir y venir. Cobrar el billete. Sonríe mucho. "A mí siempre me gustó esto", dice. Y apunta que quizá el disgusto de sus compatriotras (el 77% cree que Alemania sigue estando dividida) tenga que ver con lo mucho que esperaron del Oeste. ¿Fueron quizá los discursos de los políticos los que hicieron creer lo increíble? Se encoge de hombros. En realidad, dice, él no esperaba nada. Quizá sea eso. Tal como afirmaba un editorial del diario Der Tagespiegel: "Las esperanzas que no se tienen no pueden ser decepcionadas. Por eso les va mucho mejor mentalmente a muchos polacos, húngaros o checos que a los alemanes". Es más, asegura: "Si miramos bien, ¿qué vemos? Un país en el que todavía se puede vivir bien. Un país unido. En conjunto, mucho más de lo que se podía soñar hace 20 años".

Las cosas no van tan mal, sonríe Westendorf. Por ejemplo, en fútbol: el Hansa Rostock es un equipo del Este (el único) que juega en la Bundesliga. O en demografía: según el Instituto Max-Planck, los alemanes orientales viven más desde la reunificación: las mujeres han pasado de 76,3 años a 81,2; los hombres, de 69,2 a 74,7. ¿Razones? Más y mejores medicinas, mejores pagas de jubilación, a veces más altas que en el Oeste. De regreso luego hacia Neubrandeburgo, la hermosa ciudad circular, y Berlín, la carretera cruza túneles de árboles y campos donde se ven las pacas protegidas con plástico blanco. En ellas, alguien ha tenido la idea de dibujar pupilas que son como ojos dalinianos arrojados allí entre pueblos (como Amklam, 50% de paro) que aún no entienden nada.

La vida en la frontera "¿Cómo van las cosas por aquí?". "Aquí todo es una mierda". No lo duda un instante Jennifer Clemenz, de 20 años, dependienta, mientras se deja fotografíar frente al Oderturm, insólito rascacielos de este lugar de la gran Prusia, Francfort del Oder (Estado de Brandeburgo), desde donde, en la última planta, se divisa una hermosa vista sobre una tierra plana, el río Oder, Polonia, el Este, la distancia… Jennifer trabaja. Tiene suerte, dice. Muchos de sus conocidos se han marchado ya.

De 90.000 habitantes que tenía la ciudad en 1990, se han ido unos 20.000. Pero, como sucede en todo el territorio oriental donde se han hecho esfuerzos arquitectónicos considerables, del aspecto anodino que tenía antes, Francfort ha mutado en ciudad colorista. De ser frontera alemana a ser ombligo en la nueva Europa tras la ampliación de la UE; lo prusiano y lo eslavo, más juntos. "Esta tarde festejamos aquí la apertura del curso en la Viadrina, la primera universidad europea", sonríe Antge Madel, en prensa del Ayuntamiento, mientras enseña papeles a cientos. "Es difícil aún valorar cómo va a cambiar la vida aquí". De momento, dice, siete familias polacas se han instalado. "Allí queda la guardería bilingüe". Y señala hacia la aún llamada avenida de Karl Marx mientras basta ojear los folletos para asistir al desfile de datos: 74% menos alumnos de primaria en la última década; tasa de paro, 20,6%; paro masculino, 25%… Media en Alemania occidental: 8,2%.

El puente de la Amistad es azul y vistoso. Conecta Francfort con la localidad polaca de Slubice. Allí, el 1 de mayo pasado se dieron la mano los ministros de Exteriores de ambos países en un gesto de alto voltaje simbólico (dada la difícil historia común). Hoy, el trasiego es constante: señoras recién peinadas, parejas, mendigos en sillas de ruedas, un policía con dos chicos esposados… Y casi siempre, una bolsa en la mano (elemento habitual en la imaginería ossi, de la que tantos chistes occidentales se nutren). Gente en vaivén, que enseña el pasaporte en la ventanilla alemana; luego, en la polaca. O viceversa. ¿Pero no somos todos europeos? "Polonia no es Schengen", señala el policía alemán. "No somos Schengen", repite el polaco.

Este ir y venir por las fronteras es actividad compartida por otras ciudades cercanas. En la hermosa Görlitz o en Zittau (Sajonia). La primera (60.000 habitantes) es de las contadas poblaciones que se salvaron de los bombardeos aliados. Y se nota. Luce perfecta, impecable en su monumentalidad. Iglesias, teatros, casas señoriales y museos. En uno de ellos, en el Schlesiches, trabaja el suizo Marius Binzeler. Desembarcó en Dresde en 1986, durante la época comunista. Y aquí sigue. No cambia esto por nada. Mientras otros abandonan Görlitz (12.000 personas en los últimos años), él se ha comprado hasta una casa: "Muchas cosas, es verdad, aquí no pasan, aunque tenemos ese poso de cultura, música...", dice, "y se siente mucho ese ambiente cambiante, de frontera". En Zittau (26.000 habitantes), un apéndice encajado entre Polonia y Chequia, aún huele a carbón. Desde principios de siglo escupió allí su ceniza diaria la mina de Olbersdorf. Cerró en 1991, pero su rastro se aprecia aún en el paisaje, hasta en el rostro terroso y cansado de su gente.

Y uno siente como un sobresalto al llegar, cuando repentinamente surge la imagen megalítica de una central térmica con cinco chimeneas humeantes. "Estoy seguro de que está en zona polaca; algo así como decir: '¡Hala, ahí os va la porquería!", ironiza un espontáneo en la plaza. Y aprovecha para contar que él es del Oeste ("afortunadamente") y ha venido a trabajar en la construcción (?), que sus padres viven en Berlín, en un bloque donde el 80% es turco y el 20% alemán. "Y, claro, así no se puede funcionar…", concluye. En Zittau, los pasos de frontera son fantasmales, una especie de rémora del pasado, evocación de aquellos de la RDA, desangelados, sin luz, un par de uniformes tras el cristal con cara de no obviar ni un solo dato burocrático. Los alemanes los atraviesan para comprar tabaco o gasolina, para comer, cortarse el pelo, arreglarse las uñas. Los polacos o checos vienen acá en busca de trabajo. Aunque acá de eso no haya mucho. Alemania se enfrenta hoy a 4,3 millones de parados. Cada nuevo número que engrosa la estadística es una pura crisis nacional. Fustigamiento, acusaciones entre partidos (SPD, socialdemócratas; CDU, conservadores, los grandes) e indignación popular que, dicen muchos aquí, "por el efecto castigo", aumenta luego las probabilidades electorales de los neonazis (como ha ocurrido últimamente en Brandeburgo y Sajonia). Y oficialmente, el paro sigue subiendo: cinco millones serán este mismo invierno. Sólo en el Este suman 1,6 millones.

No extraña, pues, que algunos hablen con pesar, en Francfort del Oder, de la Halbleiterwerk, la fábrica de semiconductores que en 1989 empleaba a 8.000 personas y era niña bonita del poder y la propaganda (como lo eran Florena, en cosmética, o Zeiss, en óptica, y en tantas otras cosas, de lo deportivo a lo espacial). En aquellos años existió una especie de No-Do del régimen, Testigo directo, que informó, ¡medio millón de veces!, de la citada empresa. Pero ésta no sobrevivió al cambio. Aunque indirectamente de allí naciera, en 1984, el Instituto de Física de Semiconductores, hoy lugar de trabajo de 200 investigadores de todo el mundo.

Un ejemplo de centro prometedor, como esos otros de formación e investigación, bien dotados y repartidos por todo el territorio oriental: las 18 sedes del Max Planck, los Fraunhofer, los diversos institutos de biotecnología, de física… los nuevos campus… como el de Adlershof, en Berlín, de la Universidad Humboldt. "Aquí, el Este y el Oeste se dan la mano", se anuncia. Allí conviven científicos de Rusia, Alemania, España ("Ana Yagües", se lee en el despacho 2411 del Instituto de Física)… "Tenemos congelado el presupuesto hasta 2009, y eso produce, naturalmente, problemas: no podemos crecer", dice el director técnico, el profesor Kusnick, natural del Este. "Tras el muro recibimos suficientes fondos para comprar material, el mejor, el más moderno", dice. Y recalca: "No estamos insatisfechos; no todos aquí lo están".

"A los jóvenes les va bien si a los adultos les va bien", asegura Herr Cornelius, director del Servicio de Juventud en Francfort del Oder, situado en las plantas 18 a 22 de la Oderturm. En sus oficinas ofrecen asistencia y dinero: para el paro, vivienda, hijos, estudios… El ascensor no descansa. Y Cornelius recita: "Nos faltan plazas de formación, ha descendido la natalidad drásticamente, hay mucha criminalidad, no está asumido lo del extranjero, no con los polacos, sino con africanos y asiáticos; aunque aquí no se da ese tirón de la extrema derecha, nunca sucedió lo que en Hoyerswerda o Rostock [asesinatos racistas], pero somos conscientes del peligro para los jóvenes, por ejemplo, el NPD [partido neonazi], que clama: 'Trabajo alemán sólo para los alemanes'. Y claro, dada la situación…". Optimista, concluye: "Hay que contextualizar. Otros en otros sitios tendrán otros problemas y no se quejan".

Los que sí lo hacen son los que se manifiestan con regularidad (las llaman "las demos de los lunes", como las que se produjeron antes de la caída del muro, en 1989) por Leipzig, Magdeburgo o Dresde contra el llamado Hartz IV, programa de recortes sociales que el Gobierno -socialdemócratas (SPD) y Verdes- pondrá en marcha en enero y acotará el tradicional sistema social alemán. "Al canciller Schröder le importamos un pepino" es lo único suave en las pancartas. En el mismo aniversario de la reunificación coincidieron en Berlín festejos y protestas convocadas por los viejos comunistas del PDS (partido del Este), los sindicatos y la red Attac. La queja (en Alexanderplatz) y la fiesta (puerta de Brandeburgo) juntas, a poca distancia, mientras en un mercadillo en Ostbahnhof, los comerciantes de 250 puestos hacían negocio de la ostalgie (nostalgia del Ost, el Este) vendiendo parafernalia de la RDA, cada vez más cotizada.

Pero este deseo de rebobinar la historia no se detiene ahí. El 75% de los que protestan creen que "el socialismo era una buena idea", aunque "mal realizada"; para el 21% de todos los alemanes, la vuelta del muro les parece la mejor solución a sus problemas. Lo primero lo afirma el Instituto de Investigación Social de Berlín (WZB), y lo segundo, la revista Der Spiegel, en un artículo titulado El Este, un valle de lágrimas. ¿Lo es en verdad?, se preguntan. Sí. ¿Por qué? Porque los políticos de la reunificación (entonces gobernaban los conservadores, con Helmut Kohl a la cabeza), en vez de coger el toro por los cuernos, inyectaron dinero en un saco social sin fondo para suavizar el impacto del cambio en los ossis, como si el nuevo padre Estado fuera extensión de la propia RDA. Y porque todos sin excepción, incluso los que se temieron lo peor, se quedaron cortos al prever lo que iba a suponer la transformación del Este.

Estado de demolición. Es como un pueblo fantasma, de esos del Oeste americano que el cine convirtió en imagen cercana. Pero este lugar, Eisenhüttenstadt (38.000 habitantes), es del Este, de Brandeburgo, y es real. Se ve una luz encendida en un bloque. Dos luces en otro. Ninguna más allá. Un solo coche aparcado en la acera. Una montaña de bolsas de basura abandonadas. Y si permaneces en silencio, allí, quieto, se pasean sigilosas las ratas, mientras algunas personas, igual de sigilosas, atraviesan la zona en bici con los niños sentados atrás. Es éste un típico asentamiento laboral, antes llamado "ciudad de Stalin", un poblado artificial levantado en los cincuenta (Kombinat, los llamaban). Lo único iluminado, en una de las vías, es un cartel frente al abandonado hotel Lunik, donde se publicita la empresa madre del acero, Eko. Un hombre enjuto, Dirk H., de 41 años, se detiene y describe los síntomas de la enfermedad que el lugar padece, que afecta a barrios enteros en Neubrandeburgo, Francfort, Halle, Cottbus… El mal de la desesperanza, el abandono, la demolición que ataca sobremanera a la moral de sus habitantes, a los que se quedan, desolados ciudadanos de la mayor potencia europea.

Mientras Dirk habla, se oye el soniquete de los semáforos. Verde, y dice que ha trabajado hasta hace poco de montador, que no es racista, pero los que no pagan impuestos deberían irse; que quizá lo que se debería hacer es tender un puente a Asia tal como van las cosas en este mundo global. Rojo, y Dirk asegura que él está aún aquí por su madre, si no… Verde, y señala a lo lejos: "Aunque sea de noche, debéis conducir más allá y ver aquello vacío… con lo que fue esto". Rojo, nos vamos, miramos. La calle mantiene aún la placa. Su nombre es (era) Helling. Las excavadoras esperan a lo lejos. Varios bloques han dejado de existir. El tren hace mucho que no para. Y diversas instituciones han ideado el proyecto Ciudad 2030 para pensar entre todos qué y cómo será este lugar en el futuro. De momento, las de la calle Helling suman en la estadística de más de un millón de viviendas abandonadas en el Este.

Nada comparado con lo que está por venir si se cree lo que Edgar Most vaticinó en su discurso de despedida en septiembre (palabras que recoge Der Spiegel, en la edición citada). ¿Por qué es tan importante lo que diga Most? Porque él, que procede del Este y fue allí banquero, ha sido director del Deutsche Bank en Berlín y asesor del Gobierno, un "luchador por el Este", le describe la publicación. "Donde ahora no florece nada, ya nunca florecerá nada", dijo Most. Y más: "Por mucho dinero que se invierta, nunca se podrán corregir ya las diferencias Oeste-Este"… "La desindustrialización seguirá. No sólo el Este tiene un problema, toda Alemania lo tiene". Ante todo, afirmó, hay que mostrar la verdad. Para poder enfrentarse a ella.

Los lagos del futuro. Todo esto lo saben bien los que trabajan en las terrazas del IBA (Internationale Bauaustellung) en Fürst-Pückler-Land, cerca de Cottbus (Brandeburgo) y Grossräschen, en Lausitz (Sajonia). Unos pabellones se levantan sobre un inmenso paisaje gris sucio, vacío. Nos encontramos en pleno triángulo sulfúrico, ese espacio comprendido entre Dresde, Praga y Cracovia, situado sobre unos ricos filones de lignito, un carbón con un alto contenido de azufre que produce mucha ceniza. "En los ochenta, la RDA generaba más dióxido de azufre per cápita que cualquier otro lugar del mundo", indica el historiador norteamericano John R. MacNeill en su Historia medioambiental del mundo en el siglo XX.

Pero ha sido del mismo carbón de donde ha nacido el proyecto de futuro en el que ahora andan empeñados hasta la médula localidades, organismos e individuos de la zona, del país, de la UE… "Y después del carbón, ¿qué?". Ésa fue la pregunta. Y como respuesta, triunfó una idea simple, muy ambiciosa, pensada para generaciones venideras: limpiar los socavones de las minas, drenarlos, llenarlos de agua y convertirlos en lagos, lugares de recreo, en esperanza… Todo lo explica a la perfección Karsten-Olaf Müller, entusiasta director y modelo de optimista impenitente, que también los hay en el Este. Y todo lo que dice sonaría a pura alucinación si no fuera porque ya hay gente que tiene barcas atracadas en sus casas… Y no porque cerca se encuentre la zona de Spreewald, que es reserva de la biosfera, sino porque ya hay socavones-lagos medio o completamente terminados (Partwitzer, Geierswald…). El próximo se empezará a llenar (se drena, se desvía agua de grandes caudales) en 2005: "Es espectacular ver transformarse todo esto", dice Müller, que es oriundo. Convertirlo en el jardín que fue, construir cámpings, hoteles, llenarlo de gente… Aunque aún hay quien, como las organizaciones ecologistas, piensa que la catástrofe medioambiental es de tal calibre que se necesitarán décadas para ver crecer allí nada propio.

Callejeando por carreteras secundarias se evidencia la alta explotación industrial que sufrió esta zona en tiempos de la RDA: centrales en desuso, silos de ladrillo en ruinas, contenedores, fábricas abandonadas con relieves de trabajadores, hoces y martillos; con los símbolos del universo comunista. Y en Lichterfeld, otra visión: el F60, un mastodóntico y metálico puente de transporte de carbón, una maravilla de la ingeniería, que tumbado es más largo que la Torre Eiffel. Se planeó en 1988, se tardó en montar dos años y sólo se usó uno.

El tirón del centro. El no va más de la ostalgie. Frente a la Semperoper hay aparcados veinte viejos Trabant, grises o azules. "Los coches socialistas", dice un visitante español. Los carteles anuncian "Safari de Trabant". Los ponen en marcha y apesta. Como entonces. La iniciativa es de Rico Heinzig y funciona también en Berlín. "Tenemos siempre un mecánico cerca, por si se paran", dice. Era coche del régimen y es aún metáfora. Donde hay turistas está Rico, emprendedor, ideando atracciones. Y Dresde, joya barroca, se encuentra, literalmente, tomada por las masas. Su famosa iglesia, la Frauenkirche, ha dejado de ser solitaria espadaña-símbolo de las miles de personas muertas en los bombardeos aliados de 1945 ("Esto es como la Zona Cero del Este", bromea otro turista), para convertirse en monumento visitable. Piedra a piedra, la han construido tal cual era en el siglo XVIII, a base de donaciones. Dresde ha cambiado mucho, ha limpiado sus edificios (Semperoper, Zwinger, Albertinum…), ha modernizado museos, hasta ha reorganizado el hermoso paisaje de casas colgadas en las laderas del río Elba.

Y es ejemplo de ese lado que sí crece en Alemania del Este, en el que se han creado cientos de nuevas empresas. Como la ciudad de Jena (en Sajonia Anhalt). O Leipzig, allí donde empezaron las manifestaciones que hicieron caer el muro, allí donde se ha instalado hasta la empresa Porsche, donde sobresalen ya los modernos edificios, donde una gigantesca pantalla de vídeo en el centro informa al minuto sobre la Bolsa, donde todo se renueva y se arregla. La zona que concentra hoy la industria automovilística o tecnológica. Aunque persista el descontento, por la diferencia: 2.800 euros cobra de media al mes un trabajador en Hamburgo, el Oeste; 1.800 en Sajonia.

Por la noche, la Neustadt, el llamado barrio nuevo de Dresde, se convierte en un hervidero de jóvenes, territorio conquistado por las tiendas, la cerveza, los quioscos turcos donde venden kebab al estilo de Berlín Oeste. La gente se sienta en las aceras e impide el paso a los taxis, suenan mil músicas… En otro estilo, en la Semperoper, el pianista Hans Sotin, de 30 años, es el encargado de repasar los temas con la orquesta. Él es de Hamburgo, del Oeste, y hace tres años que se mudó aquí. "Éste es un gran teatro, trabaja gente de todo el mundo; por eso me vine". Según él, se vive ahora en Alemania una fase muy delicada: "Pasó ya el periodo de emoción, de querer conocerse, de solidaridad; ahora la gente está cansada". Y señala que los de su generación, encajados entre los que lo vivieron todo y los que del muro no saben nada, andan aún buscando "una identidad". Ese qué somos, individual y colectivo; esa mezcla que donde mejor se diluye es en Berlín. Ningún sitio escenifica mejor lo que es hoy el país que su capital. La transformación y el cambio.

Ya no se aprecian tantas diferencias por fuera entre wessis y ossis. Aunque los del Oeste digan: "¿El Este? Nunca fui, demasiados nazis", "¿el Este? Estuve, y mucho peor de lo que me imaginaba", "¿el Este? Mejor Polonia, allí al menos lo pasan bien bebiendo vodka"… Pero los jóvenes de la capital reunificada prefieren masivamente los barrios del otro lado del muro, y allí, en Mitte y Prenzlauer Berg, han crecido como hongos las tiendas de ropa y de diseño, los restaurantes… Berlín se ha ido cosiendo por dentro, se han arreglado calles y casas, se ha rellenado con rascacielos el hueco que fue Potsdamer Platz; se ha hecho rica a la Friedrichstrasse. Y en una de sus librerías venden cajas con el título: "La RDA en 0,05 metros cuadrados". Dentro: una bolsa, un título al héroe del trabajo, una postal de Trabant, un libro: "Toda la RDA en 64 páginas…". Bromas aparte, del Este, de aquel tiempo, queda aún mucho en Berlín. Basta irse al extrarradio, a Hellesdorf o Marzahn. Allí donde, entre un sembrado de bloques, alguien ha colocado publicidad de su página web: "Debemos hablar con los demás. Firmado: Dios".

Hablamos con Enrico Paul, de 31 años, calvo, dos pendientes, yeso en la ropa. Vive allí, donde nació, con mujer y dos hijos. Señala las casas. "Antes pagábamos 174 marcos del Este por 70 metros. Hoy, 600 euros". "Ayuda social", asegura, es aquí el estribillo de moda. "Los albañiles ganamos seis euros por hora, calcula", dice.

A lo lejos han abierto un centro comercial; cerca se mantiene el Palast, esa especie tan alemana de quiosco con salchichas y cerveza. Se ve también una colina junto a la escuela Wilhem-Busch donde algunos pasean con niños o perros: "Antes, todo era cemento". La de la RDA fue su infancia, dice. Y fue feliz. "Ahora sólo espero que, para mis hijos o los hijos de mis hijos, Alemania sea de verdad sólo una".

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Sobre la firma

Lola Huete Machado
Jefa de Sección de Planeta Futuro/EL PAÍS, la sección sobre desarrollo humano, pobreza y desigualdad creada en 2014. Reportera del diario desde 1993, desarrolló su carrera en Tentaciones y El País Semanal, con foco siempre en temas sociales. En 2011 funda su blog África no es un país. Fue profesora de reportajes del Máster de Periodismo UAM/El País

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