El ataque de los libros
La guerra de Irak ha generado un contraataque, el de los libros. Lo abrió el primer secretario del Tesoro de Bush, Paul O'Neill, y a la lista se acaba de sumar un insólito libro (Imperial Hubris) de un agente de la CIA en activo que prefiere firmar como "anónimo". La cantidad de obras que están diseccionando lo ocurrido en el seno de la Administración de Bush con Irak, como las relaciones de la familia del presidente con el petróleo o con Arabia Saudí, u otros aspectos, es un fenómeno triplemente importante. En primer lugar porque, como señalaba recientemente en Madrid Richard Clarke, asesor en antiterrorismo de tres Administraciones y autor de uno de estos libros -que como el del agente de la CIA ha pasado antes por la criba de los propios servicios para no violar secretos oficiales y aun así aportan muchas revelaciones-, se han equivocado los que condenaban a la desaparición la palabra impresa y encuadernada en la era de Internet o ante el predominio masivo de la televisión. Frente al embate digital, a juzgar por las ventas, estos átomos pesan incluso más que antes. Clinton acaba de batir el récord de una obra de no ficción en el primer día de ventas de sus memorias, arrebatándole este hito a Hillary, que lo tuvo anteriormente con las suyas.
En segundo lugar, por vez primera este fenómeno que The New York Times ha calificado como "el ataque de los libros" puede tener una incidencia directa sobre las elecciones de noviembre. Y hoy por hoy parece que éstas se decidirán menos sobre los errores del pasado -pese a la percepción de que la guerra de Irak fue un error es ahora mayoritaria en EE UU- que sobre la capacidad de llevar el timón en el futuro. A este respecto, el citado libro del agente de la CIA lanza lo que puede ser la crítica más peligrosa para Bush, la de que está "perdiendo la guerra contra el terrorismo".
En tercer lugar, casi todos los escándalos han salido de los libros antes que de esa prensa de calidad estadounidense que, en el vendaval patriota tras el 11-S, hizo dejación de la capacidad de investigación que le ha forjado una reputación sin igual. La tardía excepción ha sido la denuncia esta primavera por Seymour Hersh en The New Yorker de las torturas por soldados estadounidenses a presos en la cárcel Abu Ghraib. No cabe olvidar que Amnistía Internacional ya denunció este tipo de actuaciones contrarias al derecho de guerra y a la dignidad humana en julio del año pasado, pero no encontró receptividad. También las comisiones de investigación en EE UU han sacado a la luz muchos aspectos desconocidos de lo ocurrido antes y después del 11-S. Afortunadamente, los grandes medios están saliendo de su sopor y volviendo a lo que debe ser su labor.
Ahora que Clinton vuelve a centrar las atenciones, conviene recordar que el núcleo más duro de los republicanos intentó destituirle por mentir sobre unas relaciones con una becaria en la Casa Blanca, pero no ha movido un dedo frente a las mentiras de Bush para una guerra. Algo falla en un sistema que a la vez tiene de admirable estos libros, que discuta de los terrorismos y de sus causas, y se cuente lo que está ocurriendo, sin tabúes. Pese a la opacidad, sin precedentes en los últimos lustros, de la actual Administración, está saliendo una enorme cantidad de información sobre sus formas de actuar gracias a los que se han puesto a contarlo, a menudo con altura y soltura, y cierto resentimiento, algunos de los que han salido de ella. Pues los más interesantes son los de los insiders, de republicanos del padre y no del hijo. Un dicho en este tipo de entorno nada filosófico-literario y tan ejecutivo advierte, sin embargo, de que those who can, do; and those who cannot, write books (los que pueden, hacen; y los que no pueden, escriben libros).
aortega@elpais.es
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