Empieza un nuevo ciclo
El 2003 marca el fin de una época que empezó hace 25 años con la aprobación de la Constitución. En líneas generales, cabe considerarlo un trecho muy positivo, en el que España ha mejorado de manera espectacular. El evento de mayor alcance ha sido sin duda la integración en la Europa comunitaria, que señala la verdadera línea divisoria con el pasado: de 1976 a 1986 se crean las condiciones para la adhesión, que luego resulta menos traumática y mucho más beneficiosa de lo esperado. La pertenencia a Europa y un crecimiento negativo de la población son los dos factores principales a los que debemos "el milagro español". La apertura de nuestra economía, integrada en un área especialmente dinámica, y la revolución que ha supuesto la nueva situación laboral y social de la mujer, que ha traído consigo un vertiginoso descenso de la natalidad, dan cuenta cumplida del gigantesco salto que hemos dado.
A estas alturas, sólo cabe especular sobre el futuro de España dentro del contexto europeo que corrobora el año 2003 como final de una etapa. La Europa ampliada poco tiene que ver con la de los Quince, máxime cuando se ha producido la ruptura atlántica. Hasta la caída del bloque soviético y la creación del euro, europeísmo y atlantismo se superponen sin que cupiese el menor resquicio; a partir de 2003 sufrimos las consecuencias que para la Unión, y en particular para nuestro país, ocasiona la división de Europa en una atlantista y otra cabalmente europeísta. A esta tensión se suma la ampliación a países con rentas muy inferiores a la media comunitaria, que modifica sensiblemente la situación de los hasta ahora más pobres. A partir de 2006, España tiene que estar preparada a recibir menos ayudas de la Unión. La salida razonable hubiese sido haber intentado aprovecharnos de la ventajas de la ampliación, ganando mercados entre los nuevos socios, pero en los noventa apostamos por América Latina, mucho más cercana y asequible, quedando desconectados de la Europa del Este.
Los grandes, en cambio, miran cada vez más al este de Europa, a costa del sur. Si el eje principal de la Unión Europea iba del norte al sur, en el futuro irá del oeste al este. El Mediterráneo, en buena parte por la presión demográfica del norte de África, seguirá por mucho tiempo siendo la frontera más conflictiva de Europa. En esta nueva etapa, muy distinta de la anterior, España tiene que encontrar su sitio en la Unión, sabiendo que su posición se ha hecho mucho más difícil que cuando el eje principal iba del norte al sur y colocaba a Berlín, París y Madrid en la misma línea. Lo vivido en el último año, así como la falta de una conciencia generalizada sobre los nuevos retos, no permite abrigar muchas esperanzas. Lo peor, aunque tal vez lo más probable, es que cuando los recortes lastimen a determinados grupos se produzcan movimientos airados de protesta en defensa de privilegios pasados que desestabilicen en el interior, sin conseguir nada en el exterior.
Coincidiendo con el fin del ciclo europeo, ha concluido también el que empezó en España hace 25 años con la proclamación de la Constitución. El empeño del Gobierno de celebrar el aniversario vinculado al mensaje de que la Constitución es intocable, en buena parte lo confirma. El riesgo de un éxito, que nadie puede negar a este cuarto de siglo, es obstinarse en que todo siga igual, no retoquemos aquello que nos ha traído tan buena fortuna, pese a que, al haber cambiado las circunstancias, este conservadurismo a la larga resulte letal. España y Europa son otras muy diferentes, y lo que sirvió entonces no sirve ahora, ni menos servirá en el futuro. Nada exige más lucidez, ni más valor, que apartarse de una senda en la que hemos ido acumulando logros, de un negocio con el que ganamos mucho, de unas ideas con las que nos hemos sentido seguros. Y, sin embargo, la clave última del éxito es saber renovarse a tiempo, detectando cuándo se ha agotado un ciclo y empieza otro.
Los elogios exagerados que sobre la transición y la Constitución que aquella segrega se hicieron en el pasado mes de diciembre -los que lo habían vivido recordaron la celebración de "los 25 años de paz"- muestran lo difícil que va a ser asumir que hemos agotado una etapa y comenzamos una nueva. El juicio hagiográfico que sobre la transición ha prevalecido en los medios de comunicación es la operación propagandística de mayor alcance que conozco. La transición, así como la Constitución resultante, probablemente fueron tan buenas como lo pudieron ser con el régimen de Franco incólume y teniendo a las Fuerzas Armadas como su garante, pero ello explica que dejaran muchas cuestiones abiertas, algunas de enorme envergadura. Como motor principal de cambio contamos, eso sí, con la Corona, cúspide heredada y expresión última del régimen, y con una sociedad lo suficientemente madura como para saber lo que quería. Fue una transición hecha desde el interior del régimen, pero que contó con el apoyo de la débil oposición democrática, una vez que aceptó las líneas maestras del nuevo Estado; justamente, a este saber plegarse a tiempo se llamó "consenso".
El hueso más duro de roer, entonces y ahora, es el nacionalismo segregacionista vasco y catalán. El primer intento de encontrar una solución consistió en superponer el Estado de las autonomías al Estado unitario existente que, como reza la Constitución, se levanta sobre "la indisoluble unidad de la Nación española"; y que incluso conserva la división territorial tradicional, la provincia, "una entidad local con personalidad jurídica propia, determinada por la agrupación de municipios y división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado", artículo 141 de la Constitución que recoge la definición de provincia contenida en la Ley de Régimen Local, de 24 de junio de 1955. No sólo la Constitución mantiene la provincia, base territorial del Estado unitario, es que le otorga la función añadida de ser "la circunscripción electoral", sin duda el mayor escollo para conseguir una ley electoral razonablemente proporcional que libre a los candidatos de ser controlados por las cúspides de los partidos que imponen las listas provinciales. Cualquier sistema electoral un poco más equilibrado, que no dé al votante de Soria tres veces más peso que al de Madrid, y que, sobre todo, no esté tan altamente mediatizado por los partidos, exige eliminar la provincia como circunscripción electoral; es decir, una reforma de la Constitución.
El hecho es que de esta superposición de dos modelos de Estado, el unitario y el autonómico, resulta una organización territorial en tres tramos, municipios, provincias y comunidades autónomas, que se reducen a dos en las comunidades uniprovinciales, con lo que se introduce una significativa desigualdad, dos o tres tramos, que no tiene justificación. Como Estatuto tan sólo para el País Vasco y Cataluña, hubiera significado dar vía libre a una dinámica centrífuga, se tomó la decisión, pienso que correcta, de dar "café para todos", permitiendo, y aun empujando a todas las provincias a que se constituyeran o se integrasen en comunidades autónomas. Un cuarto de siglo más tarde hay que decir que el experimento ha funcionado bastante mejor de lo que el más optimista podía augurar. Las comunidades, por artificiales que algunas fueran al principio, se han consolidado y dado sus frutos, hasta el punto de que resulta inconcebible que un día podamos volver al Estado unitario. La operación que se requiere ahora es acabar con la doble estructura del Estado unitario y el autonómico, superposición que tal vez fuese la única solución posible en la relación de fuerzas existentes a la salida del franquismo, pero que hoy, sin aquellos condicionamientos, es inoperante o supone un freno. En suma, más que el consenso, lo que caracterizó a la transición fue la continuidad.
Pasado medio siglo, no son pocas las instituciones que precisan de una amplia depuración de su pasado franquista, realizable dentro del marco constitucional. Pero en lo que respecta a la organización territorial del Estado, es innegable que el Título VIII ha quedado obsoleto: bien regula las vías para constituir comunidades autónomas, ya sin aplicación; bien determina las competencias del Estado y las de las Comunidades Autónomas, pero sin concretar el Estado resultante. La cuestión principal, cómo se relacionan las Comunidades entre sí o con el Estado, ni siquiera se plantea. Cierto, al Senado se le define como "la Cámara de representación territorial", pero sin especificar cómo va a ejercer esta función. No ha de extrañar que la reforma del Senado se haya aplazado a las calendas griegas, ya que, para llevarse a cabo, habría que remodelar previamente el Estado de las autonomías, acercándolo a uno federal.
Se podrá argumentar que en 1978 no cabía mejor solución que superponer al Estado unitario el de las autonomías, con todos los desencajes que supone colocar un cuadrado sobre un círculo, pero 25 años de funcionamiento de las comunidades autónomas, con la experiencia acumulada y los problemas surgidos, afirmar que no hay que tocar la Constitución, porque cualquier remiendo podría implicar su derrumbe, parece de una ceguera irresponsable, máxime cuando la revisión de los Estatutos es la petición prioritaria de los Gobiernos legítimos del País Vasco y Cataluña. Probablemente en 1978 un Estado federal hubiera sido la solución apropiada, pero entonces no pareció asequible; y en 2004, cuando nos hemos hecho a la idea de que el Estado federal es la solución adecuada, el Estado confederal es la fórmula para empezar a hablar, tanto en el País Vasco como en Cataluña, que en ningún caso se va a conformar con menos. Hace 25 años no pudimos, o no supimos, resolver la cuestión de la integración territorial de España; hoy se vuelve a plantear, de manera aún más perentoria, y lo peor sería mirar a otra parte, convencidos de que lo que ha funcionado hasta ahora no tiene por qué no seguir haciéndolo, aunque la evidencia de lo hasta ahora ocurrido, y sobre todo la visión de lo que se dibuja en el horizonte, hablen otro lenguaje.
Las elecciones del 14 de marzo se celebran en el quicio entre una época agotada y una que comienza, de ahí que tengan un significado cercano al que tuvieron las de 1979. En aquella ocasión, el PSOE habló de cambio, de la necesidad de acoplar el país al nuevo marco constitucional, y las ganó una UCD en el poder, atemorizando a la población con el espectro de un Gobierno socialista de ruptura. Nos encontramos en una situación semejante, también al comienzo de una época. Los socialistas proponen un programa de reformas que incluye dar una salida a la cuestión todavía no resuelta de la organización territorial del Estado; el PP en el poder centra su campaña en el temor instintivo que todos sentimos ante el cambio: nos dicen que el modelo económico y el institucional funcionan, pese a que el paro se mantiene y las dinámicas centrífugas siguen su marcha, y que, por tanto, el mayor peligro consistiría en cambiar un ápice. No me cabe la menor duda de que el discurso del temor arrancará el mayor número de votos. Los pueblos nunca votan el cambio; únicamente se despiden de los gobiernos de los que están hartos. Y la segunda ventaja del PP es que a un discurso del miedo -nos jugamos la unidad de España, y esto cala- se añade el que el hartazgo de Aznar, que ha crecido mucho en el último año, viene compensado por la figura de Mariano Rajoy, que, aunque se vea obligado a mantener el mismo discurso, intuimos que poco tiene que ver con su patrón. Obviamente, su estrategia electoral es decir poco y moverse menos. En 1979 ganó UCD, pero Suárez, que había seguido bastante bien el guión que nos llevó del franquismo a la Constitución, en la nueva etapa que comenzaba no supo ya qué hacer. Sospecho que Rajoy no es Suárez, y que si, gracias a la campaña del miedo, fuese el próximo presidente del Gobierno, tendrá la lucidez suficiente para saber que el inmovilismo que predica llevaría a la catástrofe.
Dos son los momentos culminantes de Aznar: en 1996, cuando le falta la mayoría suficiente para gobernar, y en un instante se libra de su nacionalismo españolista, al aliarse con el nacionalismo catalán y vasco, con lo que logra que la derecha españolista acepte por fin el Estado de las autonomías, mérito que en ningún caso podemos dejar de reconocerle; y el día que cumplió con la promesa de que sólo sería presidente del Gobierno en dos legislaturas, estableciendo una regla no escrita, ya difícil de obviar, enormemente útil en cualquier democracia. No me cabe la menor duda de que el Gobierno de Rajoy no sería sin más la continuidad del de Aznar: en ningún país el heredero ha actuado tal como esperaba el que lo nombró, y ahí está México, el país del dedazo, para confirmarlo. En caso de ser elegido, Rajoy muy pronto pondrá fin a los dos grandes errores de Aznar, un unilateralismo sumiso al gigante americano y negarse, no ya a negociar, sino incluso a hablar con los nacionalismos periféricos.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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