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Tribuna:CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Tribuna
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Sólo por amor

Juan Luis Cebrián

Para mi generación, era un poeta secreto, quizá el más secreto de todos los que habían sido perseguidos por el franquismo. Y, aunque no se trató de un escritor maldito, en el sentido habitual del término, pues mereció en vida admiración y respeto por su obra, también padeció miseria, enfermedad y dolor hasta extremos inimaginables. Voluntario republicano en el 5º Regimiento, luchó en las trincheras junto a El Campesino, participó en el congreso de intelectuales de Valencia, viajó a Moscú en plena contienda española y terminó sus días en un angustioso y perenne traslado, de cárcel en cárcel de la dictadura. Tras ser condenado a muerte en un consejo de guerra, vio conmutada su pena, pero falleció vomitando sangre en la enfermería de una prisión alicantina. Apenas contaba 31 años.

Miguel Hernández Gilabert, hijo de un tratante de cabras, pastor en sus años mozos, lector de Góngora mientras cuidaba el ganado bajo el cielo de estrellas de su Orihuela natal, es el más inquietante de los poetas hispanos del pasado siglo, un tiempo enormemente prolífico en ellos. Si no ha ganado todavía la universalidad de Lorca o el reconocimiento de Machado, nadie le discute ya el inmenso privilegio de haber podido vivir y morir de acuerdo a su literatura. Quizás de ningún otro, entre los españoles, podrá decirse como de él que fundió a cada minuto su biografía con su obra, hasta el terrible y desgraciado final de su existencia. Murió joven, pobre y solo, lejos de la familia a la que tanto amó, rodeado del cariño y respeto de los demás presos, que le rindieron homenaje en el patio de la cárcel. A su mujer, Josefina Manresa, hija de un guardia civil asesinado por un grupo de milicianos al comienzo de la guerra, le impidieron velar el cadáver. Las noches del penal no podían verse turbadas por nada ajeno: se reservaban a los fusilamientos.

Tuvimos que esperar mucho tiempo para leerle con normalidad. Aunque a partir de los años cincuenta comenzaron los intentos de recuperación de su memoria, algunas ediciones fueron destinadas a la hoguera por la autoridad competente, y hasta los críticos literarios temían comentar elogiosamente su legado. Vientos del pueblo, poemario editado por el Socorro Rojo de la Valencia republicana, estaba prohibido y sólo llegaba a nuestras manos, con mucha dificultad, en las publicaciones de México o Argentina. Los jóvenes de ahora desconocen los problemas con que topamos sus padres y abuelos para acercarnos a la literatura. La circulación clandestina de ediciones extranjeras de obras desterradas, como sus autores, por el franquismo suplían las ausencias en los escaparates de nuestras librerías. En 1964, 22 años después de la muerte del poeta, apareció en Barcelona una antología que incluía algunos de los versos prohibidos del oriolano que, a finales de la década y comienzos de la siguiente, comenzaron a ser difundidos, casi enarbolados, por cantautores como Paco Ibáñez y Joan Manuel Serrat. A éstos se debe la enorme popularidad que Miguel Hernández logró alcanzar entre la juventud, en las postrimerías de la dictadura y comienzos de la democracia. La versión cantada por Ibáñez de Andaluces de Jaén batió marcas de venta y sonaba insistentemente en las radios de la época.

Autor también de un par de obras de teatro -entre ellas un auto sacramental-, Miguel Hernández fue un poeta puro que utilizó los materiales duraderos de la existencia. El amor, la vida y la muerte son los tres grandes temas que aborda con decisión constante y valerosa. Con ellos se funden, de modo contundente, casi intrínseco, el esperma de la naturaleza y una sorprendente influencia estilística de lo mejor de nuestro Siglo de Oro. Como español trascendente, Miguel Hernández es un místico; como pastor de cabras y soldado en las trincheras, ahonda en la condición mineral de los humanos; como perdedor de una guerra y padre desposeído, su gesto es el de la pena; como joven ardientemente enamorado, su grito reclama la libertad. Es la suya una poesía total, apasionada, irreverente y tierna, de una virilidad conmovedora, de una sexualidad casi asfixiante, que se palpa, se huele, se mastica. "Tres palabras, / tres fuegos has heredado: / vida, muerte, amor. Ahí quedan / escritos sobre tus labios". Esos fuegos se esparcen incendiándolo todo, de modo que el llanto por el hijo perdido, por el niño ausente, encierra idéntico furor épico al de los cantos guerreros con que arenga a la lucha revolucionaria: "Jornaleros: España, loma a loma, / es de gañanes, pobres y braceros. / ¡No permitáis que el rico se la coma, / jornaleros!". De la pluma de Miguel Hernández nace un torrente inagotable, mezcla de visceral dulzura, de pasión insatisfecha, que no cesa de hurgar en la esperanza que a él le arrebataron.

Muchas de estas circunstancias explican que los poemas hernandianos formen parte de la biografía íntima y sentimental de los españoles de la Transición. Probablemente sólo la obra de Antonio Machado le superó en ese sentido. A la particular magia de sus palabras, Hernández sumaba mejor que nadie el simbolismo de la protesta frente a la represión política. Algunos bienpensantes de la época, deseosos quizá de homologar al poeta con la España oficial establecida, insistieron en el hecho de que Miguel había aceptado casarse por la Iglesia semanas antes de morir en prisión, callando arteramente que lo hizo, sobre todo, por complacer a su esposa y poder reconocer también al hijo de ambos, en una España en la que el Código Civil y el Canónico eran las dos caras de una sola moneda. La angustia por las penalidades a las que se vio sometida Josefina, una hermosa mujer, pero sin ilustración ni conocimientos, es algo permanente en la obra de su infortunado marido. Testigos de su muerte aseguran que las últimas palabras que pronunció estuvieron dirigidas a ella: "¡Ay, hija, Josefina, qué desgraciada eres!".

La antología preparada por EL PAÍS de los poemas de amor y guerra de Miguel Hernández recoge también algunas muestras de su poesía social. Constituye un ejemplo valioso de la obra de este español de bien, víctima de la intolerancia que durante siglos asoló nuestro país. Él, como Federico García Lorca, representa el testimonio imborrable de una España truncada por la incomprensión y el odio hasta extremos inauditos. Pero nadie ha sabido expresar mejor la alegría de la esperanza en medio de tantas tribulaciones. Una esperanza que le llevaba a escribir, ya casi sin aliento, a su amada desde las mazmorras de la dictadura: "Libre soy, siénteme libre. / Solo por amor".

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