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Lo importante de verdad, lo sustancial, no es la herencia de Jordi Pujol, sino la del señor Joan Riera i Gubau. El señor Joan Riera i Gubau murió hace seis años, pero hasta hace unos días no trascendió la historia de su herencia y, sobre todo, la real magnitud de su legado: nada menos que 31 millones de euros (más de 5.000 millones de las antiguas, añoradas y estirables pesetas) donados al Gobierno de su país, es decir, regalados a la Generalidad de Cataluña. Un poco menos de lo que el Honorable ex president se gastó, según cuentan ahora sus fiscalizadores, en bonitas campañas de publicidad firmadas por los reyes del mambo del diseño.
El señor Joan Riera i Gubau vivía modestamente en Santa Coloma de Forners después de haberse hecho las Américas. El señor Joan Riera i Gubau, probablemente, no tendría ni puñetera idea de qué diantre es eso del diseño y se echaría las manos a la cabeza al oír lo que cobra un donfigura disfrazado de artista por dibujar un logo que podría emular un niño de seis años. Uno se lo imagina como un cruce del Tío Gilito y del dómine Cabra, conduciendo por las calles de Santa Coloma su fantástico Seat 124 con la ITV al día, porque todo parece indicar que el señor Riera era un ordenancista y un probo ciudadano.
El caso es que después de estos seis años y de un arduo trabajo de investigación, los funcionarios del Gobierno catalán han conseguido descubrir el patrimonio real (disperso por América) del donante y, consecuentemente, el monto de la herencia. Y se ha abierto la plica, igual que en los concursos literarios. Y resulta que lo que el señor Riera pone como condición para hacer efectiva se herencia es que los fondos, esos 31 millones de euros ganados uno a uno y uno encima del otro, se destinen a enseñar inglés a los jóvenes de la comarca sin recursos; ni el catalán de su tocayo Maragall (no confundir con el nuevo Honorable) ni el español de Jaime Gil de Biedma y de Carlos Barral (cada día un poco más degradado en la literatura y en los planes de estudio y en los platós de las televisiones y en la lengua de trapo de los más jóvenes). Ni francés ni esperanto ni chino.
Lo que el señor Riera se ha propuesto, con toda sensatez, es que los chicos y chicas de su pueblo aprendan el idioma del Imperio. Cuentan que para él fue un handicap (disculpen y comprendan el anglicismo) el no saber inglés en sus tiempos de emigrante en América. No quiere el señor Riera que los jóvenes de su pueblo anden jandicapados por el mundo por no haber aprendido como Dios manda el idioma que manda en el mundo y que, según parece, tiene toda la pinta de seguir haciéndolo durante mucho tiempo.
A lo mejor son cosas de la edad, pero a uno le empieza a parecer que los tópicos regionales, que tanto ha denunciado, tienen su buena parte de razón. El vizcaíno marmolillo de Cervantes es un tipo frecuente en mi país. El gallego escurridizo que no sabes si sube o si baja tiene plena vigencia, igual que el castellano seco, enterizo y un tanto fanático que juega al dominó en el Burgo de Osma, lo mismo que el navarro y la navarridad de la que el otro día hablaba Javier Eder. Pero, amigos, el sentido común del señor Riera -no tiene vuelta de hoja- es catalán.
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