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Cismogénesis: la estrategia de la tensión bipolar

Enrique Gil Calvo

Una vez iniciada la larga marcha adelante de la propuesta Ibarretxe, su primer efecto ha sido favorecer el triunfo del soberanismo catalán, arruinando las expectativas de moderación puestas en el federalismo asimétrico de Maragall. Ahora se abre la posibilidad de que también el nuevo Parlament amenace con reivindicar su derecho a la autodeterminación por efecto contagio -aunque, de ser así, convendría que lo hiciera respetando los procedimientos formales, a diferencia del caso vasco-. Y con ello se reinstala de nuevo en España el fantasma de la cismogénesis -según concepto acuñado por Gregory Bateson-, que durante 25 años pareció conjurado por las virtudes vertebradoras atribuidas a la Constitución. En este sentido, la propuesta Ibarretxe que proclama el derecho de secesión está sirviendo de fórmula mágica o sésamo, ábrete: una declaración performativa -como los veredictos judiciales, las declaraciones matrimoniales o las sentencias de divorcio- que, una vez formulada, programa con eficacia causal la división de la sociedad. Pero, como es lógico, ello no sería posible sin el concurso necesario de la doble estrategia de la tensión bipolar que han venido esgrimiendo desde 1996 los nacionalistas españoles y vascos.

Mientras las cosas sigan así, la cismogénesis parece tan ineluctable como el socorrido choque de trenes. Pero esta metáfora asimila el problema a una catástrofe física cuando no hay tal, pues en realidad sólo se trata de un invento humano -demasiado humano- construido al alimón por el doble integrismo patriótico de los separatistas y los separadores. Por eso parece mejor el símil del juego de la soga -vuelto a popularizar en Euskadi por la película de Médem-, de la que ambos equipos tiran en direcciones opuestas. La quiebra actual es producto de la escalada de la tensión bipolar que ambas estrategias antagónicas, la de Aznar e Ibarretxe, han venido alimentando al servicio de sus respectivos intereses políticos. Y aquí no se sabe quién fue el primero en tirar de la cuerda, si Arzalluz o Aznar, maestros ambos en el arte de cohesionar a su gente y desestabilizar al contrario exacerbando la hostilidad contra un enemigo designado como tal. La última jugada había sido la exclusión de Batasuna decretada por Aznar, en venganza por el Pacto de Lizarra, pero ahora es Ibarretxe quien devuelve el golpe, como alumno aventajado que ha aprendido de sus maestros a esgrimir la estrategia de la tensión como suprema dramaturgia política.

La estrategia de la tensión es muy eficaz porque acumula en su seno las virtualidades de dos lógicas complementarias. La primera es temporal o narrativa, pues plantea el curso de los acontecimientos como una secuencia de predestinación fatal. El contenido de la propuesta Ibarretxe es lo de menos -como mero mac guffin narrativo destinado a plantear una batalla de opinión creadora de miedo escénico-, pues su único interés argumental reside en la confrontación por la con-frontación, provocando así una dramática expectativa por conocer el desenlace final: ¿cómo acabará todo esto? Y este suspense expectante es realimentado por una técnica de goteo que dosifica las sorpresas de los anuncios y los términos de los plazos para desplazar hacia el futuro la descarga diferida de la tensión planteada por el temor al desenlace.

Pero después del relato viene el ritual. La segunda lógica que alimenta la estrategia de la tensión es formal y metadiscursiva, pues consiste en sustituir los procesos políticos habituales, ordinarios o normales -juegos reiterados de suma positiva-, por acontecimientos excepcionales -juegos irreversibles de suma nula o negativa- que se presentan como pruebas críticas o supremas, trascendentales y cruciales. Así es como la prosaica letanía de la normalidad política, con su debate burocrático entre programas de gobierno, es sustituida y desplazada por la romántica epopeya de la emergencia nacional, como excepción histórica que programa un juicio de Dios o un duelo a muerte entre antitéticos dogmas excluyentes: o nosotros o ellos.

Pero la estrategia de la tensión no resulta verosímil -pues el mac guffin al que recurre suele ser bastante increíble- hasta que no es convalidada por otra estrategia de la tensión antagónica, capaz de atribuirle visos de realidad por contraste. Entonces, ambas estrategias se realimentan mutuamente, generando un círculo vicioso cuyo par de fuerzas acelera la espiral del odio y el temor. Lo que presta credibilidad a la propuesta Ibarretxe es un victimismo vasco que sólo tiene sentido gracias a su requisitoria contra Aznar, acusado de instrumentar el Estado de derecho al servicio de sus espurios designios antivascos con los que argumenta su cruzada de reconquista nacional. Pero igual ocurre al revés, pues la frontal firmeza de Aznar parece hoy el único dique capaz de contener la insaciabilidad del irredentismo vasco.

¿Por qué recurren ambas partes a esta recíproca estrategia de la tensión bipolar, a pesar de sus evidentes efectos perversos? Ante todo, porque funciona muy bien electoralmente, dada su demostrada eficacia para argumentar y escenificar una dramaturgia política fundada en las emociones patrióticas, de acuerdo a la dialéctica del amigo y el enemigo teorizada por Carl Schmitt. Este guión narrativo, que caracteriza a la derecha conservadora -como las que gobiernan en Madrid y Vitoria-, es ahora una compulsión contagiosa desde que ha sido impuesto por el belicismo electoral de Bush, del que nuestro presidente se declara rendido partidario. Todo lo cual hace del contencioso vasco un problema literalmente irresoluble porque ninguna de ambas partes está interesada en resolverlo, ya que se lucra políticamente tanto de su mantenimiento como de su progresiva agravación. Pero, además de explicarse por su patente rentabilidad electoral, que bloquea cualquier posible solución, la tensión bipolar surge de otra razón supletoria.

Y es que nuestra Constitución, con la característica ambigüedad que presidió la redacción del Título VIII, consagra un Estado autonómico de naturaleza ambivalente cuyo desarrollo permanece abierto en una doble dirección antitética, pues en él cabe tanto la descentralización homogénea del café para todos, que en la práctica conduce al federalismo radial, como su contrario, que es el confederalismo asimétrico de los llamados derechos históricos, cuya máxima expresión son los Conciertos forales vasconavarros. De ahí esa permanente escalada de rivalidad entre las diversas comunidades autónomas que compiten entre sí por ver quién se acerca más al privilegio confederal. Y en esta subasta al alza, quien ha roto la baraja tirando por la calle de en medio ha sido el excepcionalismo vasco, que acaba de optar finalmente por reivindicar su derecho a la secesión -al estilo de Lo que el viento se llevó en la guerra estadounidense entre federales y confederados-.

¿Qué va a pasar a partir de aquí? Conviene ser escépticos respecto a las virtualidades de nuestro ordenamiento legal para resolver los conflictos de derechos. En su espíritu, nuestra Constitución también alienta el irredentismo confederal. Tras 25 años en vigor, no hay vuelta atrás, y ya no se pueden revocar los Conciertos vasconavarros para suprimir sus privilegios alineándolos con la regla común federal. De ahí que en esta pugna entre federales y confederados nunca pueda haber vencedores ni vencidos, pues cualesquiera que sean los cambiantes resultados electorales, sus perdedores momentáneos jamás se rendirán, y volverán a la carga una y otra vez reclamando su anhelado paraíso perdido, sea unitario o confederal. Por eso la única esperanza a medio plazo está en el PSOE, un partido con doble alma -como la propia Constitución-, a la vez federal y confederado, y capaz por eso de actuar como pontífice entre ambos extremos antitéticos, conteniéndolos y superándolos -hegelianamente- a ambos.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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