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EL ADIÓS AL AUTOR MÁS POLIFACÉTICO
Columna
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"Déjame que apague la luz"

Josep Ramoneda

"Déjame que sea el que apague la luz". Me lo dijo Manolo una mañana de enero de finales de los ochenta, durante un largo paseo por París. Hablábamos de su obstinada fidelidad al comunismo. Y cerró el debate con esta frase. Me pareció irrebatible. Confirmaba que su compromiso político era profundamente sentimental. En el fondo, su relación con el comunismo fue un modo de sellar la fidelidad del intelectual prestigioso que surgió de las clases más castigadas por el franquismo con el niño que se cruzó en la escalera de su casa del Raval con un señor que no reconoció y que resultó ser su padre que regresaba de las cárceles franquistas. Más allá de la razón, había la pasión de un hombre que vivió muy deprisa, casi tan deprisa como escribía.

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Manuel Vázquez Montalbán quedará probablemente como una de las encarnaciones más vigorosas del intelectual comprometido al modo sartriano. Un modelo que en su día pobló los aledaños de los partidos comunistas y que fue decayendo a medida que fue emergiendo la realidad totalitaria. Un compromiso que en la Francia del general De Gaulle era de riesgo limitado -"no se puede condenar a Voltaire", dijo el general presidente a propósito de Sartre-, pero que en la España de Franco podía conducir a la cárcel. Un compromiso que llegaba hasta el extremo de sacrificar la verdad por la causa. Eran tiempos en que las urgencias históricas no permitían dudas y desfallecimientos. Y en España la urgencia histórica se llamaba acabar con el franquismo.

En el erial español del tardofranquismo, Manolo fue una de las primeras figuras públicas reconocible como portadora de señas de identidad de los perdedores, convertidas en signos de una cultura alternativa. Su inmensa curiosidad, que le hacía estar atento por igual a los goles de Kubala, a las canciones de la Piquer o al último congreso del PCUS, le permitió jugar un papel decisivo en el reconocimiento y divulgación de las pautas culturales y las referencias sentimentales de las clases populares españolas, que, en la larga posguerra, eran, en definitiva, las principales líneas de continuidad entre la España de antes y la España de después. Al mismo tiempo, desde su condición de escritor catalán en lengua castellana representó la posibilidad real de tejer un espacio cultural compartido entre catalanes y els altres catalans, los otros catalanes.

Cuando se fue el caimán, cuando la política, pasados los primeros años de la transición, empezó a diluirse en el estanque de las mayorías absolutas socialistas, Vázquez Montalbán siguió fiel al comunismo y sus sucesivas metamorfosis, siguió escribiendo desde el compromiso con las propuestas emancipatorias, para decirlo con su lenguaje, y buscando potenciales nuevos agentes del cambio, fiel a la idea de que el mundo es una pugna entre el poder económico que bloquea cualquier proceso que no controle y los sectores sociales sometidos que luchan por su emancipación.

Su importante éxito literario, que le dio reconocimiento en todo el mundo, amplió su campo de acción. Eran ya los tiempos en que la derecha parecía descubrir la revolución permanente y se construía una nueva hegemonía global sobre los escombros del muro de Berlín. Manolo Vázquez Montalbán formaba parte de la media docena de intelectuales europeos -comunistas irredentos, podría decirse- que acudían a la llamada de cualquier signo de emergencia de algún movimiento radical que, en algún lugar del mundo, apareciera como portador de una nueva esperanza. La causa zapatista, el pacifismo antiamericano y los movimientos antiglobalización habían sido sus últimas apuestas. En cualquier caso, en tiempos de autocomplacencia neocapitalista, la tenacidad de Manolo ha servido para que las noticias de la injusticia en el mundo tiñeran de negra realidad cualquier retrato en rosa de un mundo sometido a la pax americana.

Pero la singularidad de Manuel Vázquez Montalbán es que cualquier batalla política, aun la que pareciera más absurda o disparatada, era inseparable de sus pathos de escritor insaciable. Escribir era, en el fondo, su manera de estar en el mundo. Y, en este sentido, probablemente nada explica mejor la complejidad política, psicológica y literaria de Manolo que la relación con dos mitos -en el sentido de que sus narrativas pesaron sobre casi todos los periodos de su vida-, Fidel Castro y Franco, la cara y la cruz. A ambos dedicó miles de páginas. Se metió dentro de Franco para escribir la autobiografía en una especie de viaje a lo siniestro. Y se embebió de Fidel Castro, que le generó siempre tanta admiración como incomodidad. Manolo sabía perfectamente qué es y qué no es una dictadura. Pero desde algún rincón de su conciencia seguían llegando órdenes que le imponían el viejo tic de no decir nada que pudiera dar argumentos al enemigo.

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