Elogio del mestizaje: historia, lenguaje y ciencia
Elogio del mestizaje: Historia, lenguaje y ciencia es el título que he elegido para el discurso con el que debo cumplir el requisito que la Real Academia Española impone a sus nuevos miembros. Elogio del mestizaje, pero entendiendo por "mestizaje" no la primera acepción que recoge nuestro Diccionario, "cruzamiento de razas diferentes", un concepto éste peligroso, por cierto, cuando se quiere aplicar a nuestra especie. He elegido elogiar el mestizaje, pero entendido según la tercera de las acepciones de nuestro Diccionario, aquella que reza: "Mestizaje: mezcla de culturas distintas, que da origen a una nueva".
Qué tiene que ver, podríais decirme, el mestizaje con la ciencia. Pues mucho. Mi intención es situar a la ciencia dentro de la vida, en la historia, no "de la ciencia", sino en la historia a secas. Quiero hablaros de lo mucho que la ciencia ha recibido y puede recibir del mestizaje, de la mezcla de culturas, de los cruces de caminos. No ignoro, por supuesto, que dentro de eso que llamamos ciencia se encuentran múltiples tradiciones, métodos, personalidades, pretensiones o problemáticas. Existen, sin duda alguna, numerosos y fructíferos episodios de la ciencia en los que el grado de mestizaje es, en el sentido que yo pretendo dar a este término hoy, pequeño. Aceptemos esto sin ningún problema (en la diversidad -que es otro tipo de mestizaje- reside la fecundidad).
Debemos introducir la ciencia hasta en el último escondrijo de la sociedad
Adentrarse desde la cultura propia en otras no puede acarrear sino beneficios
Permitidme señalar que aunque voy a hablar de ciencia, me gustaría que mis palabras no fuesen oídas sólo bajo esa luz. Creo firmemente que el conocimiento científico constituye uno de los valores más firmes de nuestra especie, uno de sus atributos más nobles y distintivos. Sostengo que las vidas de todos aquellos ignorantes de los conocimientos y valores científicos son existencias limitadas, desprovistas de un instrumento maravilloso de liberación, material e inmaterial, que hemos construido nosotros mismos, los homo sapiens.
Creo en todo esto, sí, en el valor liberador de la ciencia, pero también creo con igual firmeza que la vida no se reduce totalmente a la ciencia. Precisamente por esto, me gustaría que interpretaseis mis disquisiciones de esta tarde en favor del mestizaje en la ciencia también como una defensa de la tolerancia, como un alegato en pro del respeto e interés por "los otros" y por sus culturas, como una manifestación de mi convicción racional -y compasiva al mismo tiempo- de que adentrarse desde la cultura propia en otras no puede acarrear sino beneficios.
Desde hace tiempo vivimos en un mundo en el que ciencia y tecnología se encuentran estrechamente relacionadas. Pensemos, por ejemplo, en ese dominio científico que nos trae, prácticamente cada día, novedades antes insospechadas, el de la biología molecular: ¿es posible distinguir siempre entre avances llevados a cabo en ingeniería genética, biotecnología o biología molecular? No, o al menos no siempre.
Este mestizaje entre ciencia y tecnología es tan importante y penetrante que incluso se ha acuñado un nuevo término, "tecnociencia", que más pronto que tarde se abrirá camino en las páginas de nuestro Diccionario, como ya lo ha hecho en el Oxford English Dictionary Online, en donde se define como "tecnología y ciencia consideradas como disciplinas que interaccionan mutuamente, o como dos componentes de una misma disciplina".
Si la ciencia es, entre otras cosas, fruto de todo tipo de mestizajes, de un sinfín de intercambios, ¿cómo no lo va ser también el lenguaje que la expresa? Porque, como no podía ser de otra forma, la ciencia se expresa con palabras, esos "símbolos que postulan una memoria compartida", como decía Alejandro Ferri, protagonista de uno de los relatos de Borges. Se expresa, sí, con términos y conceptos, no sólo con números o expresiones matemáticas. El vocabulario científico y técnico es un inmenso depósito que contiene, como el fósil o el estrato geológico más rico y transparente, la huella de la historia, el paso de las civilizaciones, el uso de lenguas, creencias, estilos o modas que una vez imperaron, así como ilusiones que florecieron y se marchitaron.
La historia de la ciencia es en buena medida también una historia del lenguaje y de la nomenclatura científica, y ello no sólo en las ciencias más descriptivas, como la zoología, botánica, mineralogía, estratigrafía o geología histórica, sino también en la química, biología y física. Ahora bien, sabemos perfectamente que la historia no desvela reglas universales, comportamientos o creencias inquebrantables a lo largo del tiempo y el espacio. Lo que la historia enseña es que existe una lógica en todo aquello que sucedió en el pasado, una lógica que los historiadores se afanan en identificar. Y si los lenguajes han evolucionado con el tiempo, si son el producto de mestizajes de culturas, ¿es razonable pensar que la lógica que subyace en la formación de nuevos términos científicos no haya variado también con el espíritu de la época en que éstos se acuñan? Que esto es así, es algo que se comprueba con cierta facilidad en la ciencia contemporánea.
Nos guste o no, hemos de aceptar que muchos de estos términos, tan caótica o idiosincrásicamente forjados, terminaran encontrando su camino hacia las entrañas de nuestro idioma. No los hemos creado, pero sí los utilizaremos. No nos libraremos, no desde luego completamente, de este nuevo mestizaje. Y digo "no nos libraremos" porque aunque este discurso mío pretenda ser un elogio del mestizaje, os confieso que no es éste del que ahora os estoy hablando un mestizaje al que yo dé la bienvenida sin más: me gusta demasiado el orden como para no sentir una cierta desazón ante ese con frecuencia desordenado mundo terminológico que procede, mayoritariamente, del inglés.
Hasta ahora he estado hablando sobre todo a vuestra razón, tratando de desarrollar argumentos y desvelar procesos históricos que sirviesen para iluminar vuestro entendimiento. Ahora querría partiros el corazón. Pero me faltan las palabras.
Querría, sí, partiros el corazón; ser capaz de crear con mis palabras mundos que hicieran que vuestros corazones reventaran de dolor, de angustia, de ansia; que lloraran de tristeza y se rebelaran. Querría poseer ese inabarcable arte del que sois maestros tantos miembros de esta Academia. Querría producir en todos vosotros, con los frutos de mi palabra y mi pensamiento, reacciones similares a las que sin duda produjeron y producirán en todos sus lectores personajes literarios como Azarías, aquel de "milana bonita, milana bonita", al que dio vida nuestro compañero Miguel Delibes. Romperos el corazón igual que a Azarías se lo rompió el señorito Iván, incapaz de escuchar, él que como todos los de su calaña únicamente saben escucharse a sí mismos, la voz implorante de Azarías: "¡Señorito, por sus muertos, no tire!". Desearía ser capaz de hacer que vuestros corazones sufran tanto como sufrió el de Sancho Panza cuando don Quijote se volvió loco creyéndose Alonso Quijano, y terminó, claro, muriéndose (de pena), sin hacer caso de los cuerdos consejos y lamentos de su fiel escudero.
¿Y por qué, para qué, querría partiros el corazón? La respuesta no es difícil de entender. Permitirme que la explique.
He estado hablándoos de mestizajes científicos, pero me falta referirme a uno más, el último, pero en muchos aspectos el más importante: aquel que implica la reunión de dos culturas que deberían encontrarse unidas, pero que desgraciadamente no lo están: la "cultura humanística", como se suele denominar, aunque sea éste un término que yo tienda a rechazar, y la "cultura científica". ¿Cómo lograr superar esa falta de entendimiento?
Debemos producir ciencia, ciencia de primerísima línea, sí, pero también, como una condición necesaria para ello, debemos introducir la ciencia hasta en el último escondrijo de la sociedad, hacer que no sea considerada como una cultura bárbara todavía no agraciada por el lenguaje escrito; lograr despertar en todas las conciencias sentimientos de angustia ante la ignorancia científica. Es por todo esto que querría ser capaz de romperos el corazón. Con ello, familiarizándoos con la ciencia, no os prometo que recibiréis seguridades de que os espera un destino eterno, o la demostración de que pertenecéis a una especie elegida, ni respuestas para todas las preguntas que podáis imaginar, ni siquiera, ¡ay!, virtud moral, pero sí os prometo respuestas fiables, entretenimiento (la ciencia es divertida) y, sobre todo, dignidad.
Extracto del discurso de ingreso de José Manuel Sánchez Ron en la Real Academia Española.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.