¡Cuidado con Elizabeth Costello!
El surafricano J. M. Coetzee es uno de los mejores novelistas vivos y no digo el mejor porque, para hacer una afirmación semejante, habría que haberlos leído a todos. Pero, entre los que conozco, muy pocos tienen su maestría y sutileza contando historias. Con sus novelas Life and times of Michael K (1983) y Disgrace (1999) ganó, por dos veces, el Booker Price, la más prestigiosa distinción literaria en Gran Bretaña. Ambas son excelentes, y, además, la última, estremecedora, por la revulsiva y dramática representación que ofrece de los conflictos sociales y lesiones psíquicas a los que se enfrenta África del Sur desde la caída del régimen del apartheid y el establecimiento de la democracia. Hay en Disgrace (desafortunadamente traducida en español con el título melodramático de Desgracia cuando en verdad su equivalente es Caer en desgracia) uno de los episodios más difíciles de narrar en una novela sin naufragar en la truculencia irrealizante -la violación de una granjera blanca por un grupo de negros- y Coetzee lo resuelve admirablemente, mediante un dato escondido, un silencio tan locuaz y significativo que él va contaminando de tragedia y tensión todo lo que antecede y sigue a ese cráter narrativo. Es también un ensayista polémico y radical, y tan astuto que cuando uno se enfrenta a sus ensayos debe mantenerse con sus cinco sentidos alertas y una conciencia movilizada en zafarrancho de combate para no ser sobornado por la elegante estrategia de ilusionista con que presenta y defiende sus atrevidas y discutibles teorías. Por ejemplo, su exaltación del vegetarianismo y consecuente abominación de los carnívoros, a quienes, en The lives of animals (2000), su último libro, por matar vacas, chanchos y corderos y comérnoslos nos compara con los nazis perpetradores del holocausto judío. ¿Él lo hace? Bueno, no exactamente: ahí está la astucia de ese soberbio fabulador que es John Coetzee. Lo hace Elizabeth Costello, un personaje de ficción, que él se ha inventado para que vaya por allí, frágil e indómita, por ese mundo mal hecho en que vivimos, deshaciendo entuertos, dando mandobles contra invisibles demonios y atacando molinos de viento. Elizabeth Costello es una novelista australiana, ya entrada en años, a quien vemos en aquella historia conferenciando en una universidad de Estados Unidos y oponiendo su delicada y tierna sensibilidad a las abstractas y desalmadas razones con que sociólogos y filósofos tratan de refutar su convicción de que los seres humanos venimos perpetrando, con el mundo animal, desde tiempos inmemoriales -pero ahora más que nunca-, genocidios y crueldades vertiginosas, exterminándolos y sometiéndolos a vejaciones y torturas indecibles -a su juicio los camales y los campos de exterminio de Auschwitz y Treblinka son equivalentes-, y, lo que acaso sea todavía peor, haciendo de ellos meros animales, es decir anulando su capacidad de respuesta a las agresiones humanas, servidumbre o esclavitud de la que sólo se habrían liberado algunas escasas especies, como las repulsivas ratas, o los insectos, o los microbios, quienes, dice Elizabeth Costello no sin cierta admiración, "no se han rendido, están todavía luchando, y acaso podrían aún vencernos". Expuestas en un discurso racional y directo, según las clásicas coordenadas de un ensayo, las tesis de Elizabeth Costello difícilmente merecerían la absorbente atención del lector que ellas consiguen encarnadas en la ficción -o acaso sería mejor decir la fábula- de The lives of animals, donde sus ideas y argumentos (o, si se quiere, sus sofismas) tienen el aval de la transparente integridad de su persona y de su espíritu generoso, de esa valentía moral que la ha llevado, incluso, a apartarse de su propia familia y vivir en soledad, como una apestada, para ser consecuente con sus ideas. Cuando cerré el libro me descubrí furiosamente irritado contra todo lo que ella sostenía y a la vez conmovido hasta los huesos por esa viejecita pugnaz y formidable.
Si su idea de la literatura prevaleciera, la vida sería bastante más aburrida, rutinaria y conformista
Ahora me acabo de encontrar otra vez a Elizabeth Costello, en la ciudad holandesa de Tilburg, en una conferencia organizada por el Nexus Institute, que dirige Rob Riemen, y que este año versaba sobre el tema de El Mal. Una veintena de escritores, teólogos, filósofos, críticos y sociólogos, confinados de diez de la mañana a diez de la noche en un auditórium sin ventanas, intentaron ver claro en ese escabroso asunto. Mi impresión es que, al final, para muchos de los participantes, yo entre ellos, como era de esperarse, en vez de esclarecerse el asunto en cuestión se oscureció bastante más de lo que ya estaba, lo cual no impidió, por cierto, que las ponencias y debates fueran interesantes y a veces apasionantes. Uno de esos momentos fue la exposición de J. M. Coetzee sobre El problema del mal. En vez de una conferencia, leyó una historia, en la que Elizabeth Costello viajaba de Australia a Holanda, para hablar del mismo tema que allí nos tenía reunidos. Y la novelista lo hacía, claro está, con la misma desarmante pureza y endemoniada habilidad con la que, quienes la conocíamos, la habíamos ya visto romper lanzas por los derechos animales. Resumo -estropeándolo y empobreciéndolo, claro- el texto en cuestión. En vez de abordar de frente el asunto del mal, Elizabeth Costello lo hizo de manera indirecta, refiriendo el sufrimiento, el bochorno y la vergüenza que padeció leyendo una novela de Paul West, The very rich hours of Count von Stauffenber, en la que el novelista inglés describe (o, más bien, inventa) la manera como fueron perseguidos, torturados y ejecutados los participantes en aquella fracasada conjura para asesinar a Hitler. "¿Por qué me hace esto a mí?", se pregunta Elizabeth, sublevada de horror, al verse arrastrada en las páginas del relato a esos sótanos de infierno donde debe ser testigo de la minuciosa violencia que debieron sufrir aquellos hombres, y de la innoble, ignominiosa muerte que les infligieron los verdugos. Que la novela la someta a semejante degradación y crueldad la veja y la ofende. La palabra que inmediatamente viene a su conciencia es: "Obsceno". Paul West ha cometido una obscenidad exponiendo a la luz pública aquellas escenas que expresan las peores formas de la vileza y el sadismo de que es capaz el alma humana. A ella, esa lectura no la ha enriquecido en modo alguno; más bien, la ha ensuciado, enmelándole el espíritu con algo de las miasmas de inhumanidad y salvajismo que exhalaban sus páginas. Y, entonces, la novelista australiana se dice que, así como cierta literatura hace a las gentes mejores, otra las hace peores, y que ello, evidentemente, no depende sólo de lo bien o mal hecha que esté, de su factura artística, sino también de lo que diga o calle, de lo que silencie o exponga. En otras palabras, de su factura moral (eso lo digo yo, porque Elizabeth Costello es demasiado inteligente para hablar de "moral" en su exposición, aunque eso sea exactamente lo que toda su argumentación sugiere). La literatura puede ser peligrosa, entonces, porque, obligado como está todo artista a embellecer el material que trabaja, el mismísimo mal puede resultar atractivo, fascinante, vestido y enjoyado con los bellos espejismos que inventan ciertos escribidores. ¿Cuál es la solución, pues, para que la literatura no cause daño y haga a los lectores peores de lo que eran antes de la lectura? Respetar los "lugares prohibidos" (forbidden places), eludir ciertos temas y motivos cuya sola aparición en un libro tiene la maléfica consecuencia de aumentar las dosis de dolor y violencia en la vida de los seres humanos. A estas alturas de su razonamiento, Elizabeth Costello invenciblemente me recordó a mi abuelita Carmen, una de las personas que yo más he querido, quien, con mucha pena me hizo saber, hace cuarenta años, que, luego de encontrarse con tres palabrotas en la primera página de mi primera novela, había renunciado a leerme para siempre. Como ella, Elizabeth Costello es una mujer buena y decente que con todo derecho piensa que en la vida de todos los días hay ya suficiente crueldad y fealdad para que, además, la literatura venga a infligir a los maltratados seres humanos raciones suplementarias de horror y de maldad. Nada que objetar a esa decisión, siempre que ella se confine a la esfera de lo personal, y no pretenda erigirse en una norma a la que debamos someternos todos los escribidores y lectores y el ejercicio mismo de la literatura. Porque, si así fuera, ésta desaparecería, o, mejor dicho, la reemplazaría una usurpadora que valiéndose del mismo nombre sería en verdad una rama de la religión, de la política o de la ética, dominios muy respetables desde luego pero que, cuando se confunden con la literatura, acaban con ella.
Acabar con la literatura es algo perfectamente posible, desde luego. Lo intentaron los inquisidores españoles prohibiendo la novela durante trescientos años en las colonias españolas de América porque a su juicio (un juicio muy defendible, por lo demás) el género novelesco podía desasosegar el espíritu de los nativos, volverlos díscolos y alejarlos de Dios. Lo intentó Stalin, ordenando a los escritores que manufacturaran sus libros de acuerdo a las consignas del poder y se convirtieran en "ingenieros de almas", es decir en propagandistas y publicistas del régimen. El resultado fue ese basural de literatura realista socialista que ya nadie lee ni recuerda. Como Elizabeth Costello, aunque por razones mucho menos nobles que las de ella, los inquisidores, Stalin y todos los comisarios y censores que en el mundo ha habido -y han sido innumerables- han sostenido que la literatura no podía ser dejada al libre albedrío de quienes la escriben, pues hay "lugares prohibidos" que la ficción literaria no debe violar, porque hacerlo es obsceno, inmoral, o pecador, o reaccionario, etcétera, y tiene efectos perniciosos en la sociedad. La literatura debe hacer "mejores" a hombres y mujeres y para ello hay que fijarle ciertos límites. En verdad quienes así piensan tienen una idea errada de la literatura: le atribuyen poderes que no hay manera de demostrar que ella posea y quieren imponerle funciones para las que está visceralmente negada. Por lo pronto, es una empresa inútil tratar de averiguar si una gran obra literaria hace más buenos o más malos a sus lectores, porque la manera como un poema, una novela o un drama opera sobre una sensibilidad o un carácter varía al infinito, y mucho más en razón del lector que de la obra. Leer a Dostoievski puede, en algunos casos, tener consecuencias traumáticas y criminales y, en cambio, no es imposible que las iniquidades seminales del marqués de Sade hayan aumentado el porcentaje de lectores virtuosos, vacunados contra el vicio carnal. En verdad, la literatura no nació para estimular el vicio ni la virtud (aunque ambas cosas sin duda también resultan de ella, pero de una manera infinitamente diversa e incontrolable), sino para dar a los seres humanos aquello que la vida real es incapaz de darles, para hacerlos vivir más vidas de las que tienen y de manera más intensa de la que viven, algo que su imaginación y sus deseos les exigen y la vida real, la vida confinada y mediocre de sus existencias reales, les niega cada día. La literatura no hace ni más felices, ni más buenos, ni más malos, a los lectores. Los hace más lúcidos, más conscientes de lo que tienen y de lo que les falta para colmar sus sueños, y por lo mismo más insumisos contra su propia condición, más desconfiados frente a los poderes espirituales y materiales que ofrecen recetas definitivas para alcanzar la dicha, y más inquietos y fantaseadores, menos aptos para ser manipulados y domesticados. Es verdad que en los grandes momentos de hechizo en que los sumen las obras literarias logradas, sus vidas se enriquecen extraordinariamente y que aquellas les deparan una exaltación que es dicha, goce supremo. Pero, luego, cuando el hechizo se cierra con las páginas del libro, lo que la literatura depara es una brutal comprobación: que la vida real, la vida vivible, es infinitamente más mediocre y pobre que la vida soñada de la literatura. Nada de eso nos hace más buenos ni más malos, expresiones que ellas solas, de por sí, ya presuponen un conocimiento tan absoluto y tan tajante de lo que es bueno y malo que está en contradicción flagrante con algo que toda la gran literatura parece haberse empeñado siempre en mostrar: que aquellas nociones, la bondad y la maldad, sólo se diferencian y oponen de esa manera esencial en las abstractas disquisiciones de los moralistas -o teólogos, o ideólogos- pero, a menudo, en la vida real y concreta andan tan confundidas y mezcladas que se necesita una acerada y poco menos que omnisciente percepción para conseguir separarlas. Cuidado con Elizabeth Costello: si su idea de la literatura prevaleciera, no es nada seguro que los humanos seríamos menos depredadores y feroces; pero, sí lo es, que la vida sería bastante más aburrida, rutinaria y conformista. Y, los lectores, menos libres.
Este artículo fue publicado en EL PAÍS el 23 de junio de 2002.
Babelia
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