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CLÁSICOS DE SIGLO XX (2)
Columna
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La imaginación razonada

Ocurre con Bioy Casares que su nombre brota de manera instantánea cuando mencionamos a Borges: si no sombra, amigo que de tan íntimo resulta disuelto en el otro, un poco también hermano tanista, compañero de una larga y dilatada trayectoria personal y literaria que a menudo se confunde, se cruza y se enreda una y otra vez.

Su propia obra parece injustamente crecida como un meandro en ese cauce poderoso que es la obra de Jorge Luis Borges. Así, Bioy ha visto su narrativa relegada siempre a una dimensión más modesta, a los extramuros del dispendio con que celebramos al autor de El Aleph. La invención de Morel, su más celebrada novela, nacida de las cenizas de toda su obra anterior, es el ejemplo más claro de lo que venimos diciendo. Escrita en 1940, fue "apadrinada" por Borges con un prólogo del que ya resulta indisoluble la propia novela, fundamentalmente porque de todo aquel largo ejercicio estético que constituyen las líneas que le dedicó su amigo y mentor, ha quedado el calificativo "perfecto" que concedió Borges no a la novela, sino a la trama de la novela. Poco importa ya la precisión: nadie sale indemne de ese prólogo, ningún lector puede aventurarse por las páginas siguientes sin suspicacia respecto de lo que va a descubrir y que ha sido tan rotundamente calificado por un autor poco dado al regalo de sus elogios.

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'La invención de Morel', de Adolfo Bioy Casares

Recuerdo aquel caluroso verano limeño en que devoré esta novela empinada y agridulce de un autor que para mí era entonces desconocido: recuerdo también que en el placer que me proporcionaron sus páginas siempre quedó un regusto extraño, vagamente triste o insuficiente. Sospeché que había ocurrido lo que con el tiempo doy por algo obvio: no creo que haya en la historia de nuestra literatura un regalo más envenenado que ese adjetivo con que Borges calificó La invención de Morel, condenándonos a sus lectores a caer bajo el embrujo de una hipérbole que fue más producto de la admiración que uno sentía (como muchos lectores) por las sentencias y ditirambos de Borges que por propia intención de éste.

Ocurre así que La invención de Morel es una novela que hay que leer a contracorriente, remontado con esfuerzo el calificativo borgiano para descubrir toda su inquietante belleza, esa irreprochable factura que la sitúa en el terreno de la mejor ciencia ficción, limpia de aquel elogio que paradójicamente le enturbia sus manifiestas virtudes, la mayor de las cuales es, sin lugar a dudas, haber resistido el embate del tiempo y ofrecerse así siempre novedosa, audaz, a ratos vagamente proustiana, trufada de esas ágiles reflexiones con que Bioy Casares ha sustentado lo mejor de su obra, esa imaginación razonada de la que nos habla el propio Borges en el prólogo.

El narrador -de quien nunca sabemos su nombre- llega huyendo por oscuros motivos a una isla en la que descubre unas extrañas construcciones abandonadas, podridos estanques y maquinarias inclasificables que ganan su interés y azuzan su inquietud de hombre solitario y huido. Pronto esta inquietud se verá incrementada por el arribo a la isla de un grupo de personas entre las que se encuentra Faustine, inasible mujer de la que se enamora el protagonista con la desesperación que confiere la soledad absoluta donde se halla instalado. Pero también porque ella no se digna siquiera a mirarlo en ninguna de las muchas ocasiones en que el narrador, superando el vertiginoso miedo de hacerse visible para los visitantes, se acerca a ella, se tiende a su lado o compone un jardincillo minúsculo que la mujer se obstina en no ver jamás. Aquel desdén implacable y minucioso pronto se revela de otro orden, acaso más terrible: Faustine, como el resto del alegre grupo que acude a la isla como en una inocente excursión de fin de semana, es una proyección generada por una máquina del misterioso Morel para repetir de manera infinita una pequeña secuencia de la vida de estos personajes. El protagonista desespera al saber que ella puede existir en algún lugar del mundo o que acaso existió y ya no existe más y escribe en los papeles que deja a la posteridad: "Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica: búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso".

Asombrosa y de rara hermosura, la novela marca la solidez de un narrador particularísimo que ha dado brillantes páginas a la literatura hispanoamericana abordando aquí un género -la ciencia ficción- que se ha manejado con poca frecuencia en la narrativa de ese continente. La invención de Morel, sin embargo, no nos resulta una novela de género. Como ocurre con todas las buenas novelas, que siempre parecen situarse más allá de cualquier etiqueta.

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