Arma de vivir
Pablo Neruda recibió con la amarga ironía que le sirvió siempre para abordar los desastres al comando que iba a destrozar su biblioteca, y antes de que acometieran el saqueo les advirtió:
-Van ustedes a tocar materias muy peligrosas.
-¿Qué materias? -inqui-rió el jefe del comando.
-Poesía -respondió Ne-ruda.
Era un hombre grandioso, se movía como se mueven los barcos grandes, y en un barco grande pasó por España, a principios de 1970, cuando aún Chile estaba en el corazón de su esperanza. Era, y lo ha contado como nadie Jorge Edwards, un hombre que amaba la vida y los vinos, la poesía y las mujeres; estaba comprometido con su país y con el mundo. Reía con los ojos chiquitos, e incluso cuando parecía solemne reía por dentro. Viajó a los países más remotos, como exiliado, como aventurero y como diplomático; se enamoró mil veces, pero en algún momento de su historia creyó haberse enamorado, tan sólo, de Matilde Urrutia, que estaba con él en aquel momento en que la violencia de Pinochet apuntilló su corazón moribundo y llevó hasta su propia casa de Santiago el odio con que el dictador arrasó con la memoria del Chile que Neruda quiso.
En aquel viaje que le dio la oportunidad de recalar en España, Neruda recordó sus tiempos republicanos, en la Casa de las Flores de Madrid, pendiente de los poetas que fueron sus amigos, testigo inicial de la tragedia y luego anfitrión voluntarioso de los refugiados que huyeron de las botas de los vencedores fascistas. España en su corazón. En 1979 vivía aún Franco, y a él le costaba bajarse del Giusseppe Verdi, atracado en Barcelona; Gabriel García Márquez, que entonces residía allí, y el Museo Naval de la ciudad le convencieron, y en Barcelona tocó tierra, antes de seguir camino a Tenerife, donde también se bajó del barco. En la isla le esperaban algunos republicanos -Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdahl, Pedro García Cabrera- que habían sido compañeros suyos en las aventuras poéticas y también en la lucha republicana. Fue emocionante verles compartir el recuerdo, y también la esperanza con la que él viajaba a Chile, "a participar como sea en el triunfo de Allende". Hay un poema suyo, Oda a las cosas rotas, que siempre vuelve cuando ya se imagina todo lo que pasó después, desde la ilusión a la tragedia, las cosas rotas, esa misma casa suya saqueada por los secuaces de Pinochet. Sus piernas, y también su corazón, están retratados en una famosa fotografía de Lucho Poirot, en la que el viejo poeta camina triste hacia la orilla del mar en Isla Negra. Aquel asalto final, aquel insulto, le dejaron ya mortalmente herido, y ayer hizo 30 años, tan sólo, de la que fue su despedida, el momento en que la difícil y bellísima materia de los versos se quedó aquí, como su peligrosísima arma de vivir.
Babelia
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