Frejoles blancos
La represión de la dictadura de Sadam Husein golpeó a cientos de miles de personas pertenecientes a todos los sectores, etnias, clases sociales, religiones, pero, sobre todo, a kurdos y chiíes. Las organizaciones de derechos humanos están recopilando ahora testimonios de asesinatos y desapariciones que integran una galería de los horrores del régimen.
Kais Olewi es un iraquí de 37 años, apuesto y fortachón, con una cicatriz como una culebrita en la frente, que sufre una indisposición cada vez que ve sobre una mesa un plato de esas judías blancas que los peruanos llamamos frejoles. Se debe a algo que le ocurrió hace dieciocho años, pero que permanecerá en su memoria hasta que se muera y, acaso, después.
Tenía entonces 19 años y un buen día cayó preso en una de esas redadas de estudiantes que llevaba a cabo, ritualmente, la policía política de Sadam Husein. Lo llevaron a la Dirección Central de la Seguridad (la Mukhabarat), en Bagdad, y, a la mañana siguiente, antes incluso de haber empezado a interrogarlo, comenzaron a torturarlo. Era, también, una rutina. Lo colgaron de los brazos, como a un cordero para que se desangre, y, al poco rato, mientras comenzaban a hacerle preguntas, le soltaban descargas de electricidad con unos electrodos que activaba, apretando un botón, el jefe de los tres policías que compartían con Kais el estrecho sótano en penumbra. Recibía las pequeñas descargas, de manera acompasada, primero en las piernas. Luego, los alambres fueron subiendo por su cuerpo hasta alcanzar los puntos más sensibles: el ano, el pene y los testículos.
Víctimas privilegiadas de la represión del régimen fueron profesores, escritores y artistas
Ammar Basil cuenta casos como el fusilamiento de un niño recién nacido, hijo de opositores a Sadam
Las torturas más frecuentes a los prisioneros eran la corriente eléctrica, arrancarles ojos y uñas
America's Watch investiga las violaciones de mujeres desde que se desató la anarquía, el 9 de abril
Lo que Kais Olewi recuerda de aquella mañana -la primera de muchas parecidas- no son sus presumibles aullidos de dolor, ni aquel olorcillo de carne chamuscada que emanaba de su propio cuerpo, sino que, a menudo, sus torturadores se olvidaban de él, enfrascándose en conversaciones personales, sobre sus familias o asuntos banales, mientras Kais Olewi, suspendido en el aire, medio descoyuntado y convertido en una llaga viva, quería perder el sentido de una vez, pero no lo conseguía. Al medio día les trajeron a los tres policías su almuerzo: una fuente de frejoles blancos humeantes. Kais tiene muy presente todavía aquel tufillo sabroso que se le metía por las narices, mientras oía a los tres hombres discutir sobre cuál de los cocineros de la Dirección Central de la Mukhabarat preparaba mejor ese potaje. De tanto en tanto, y sin dejar de masticar, el esbirro jefe salía de su distracción y se acordaba del colgado. Entonces, como para lavar de remordimientos su conciencia profesional, apretaba aquel botón y Kais Olewi recibía el relámpago en el cerebro. Desde entonces, no puede ver ni oler los frejoles blancos guisados sin que se apodere de él un vértigo.
Kais Olewi fue condenado a prisión perpetua, pero tuvo suerte, pues sólo pasó ocho años en la cárcel de Abu Ghraib, del 87 al 95, en que, gracias a una amnistía, salió libre. Desde la caída de Sadam Husein, es uno de los ex presos políticos iraquíes que trabaja como voluntario en esta organización que visito, la Asociación de Prisioneros Libres. Ocupa una ruinosa y enorme mansión en la Cornisa de El-Kadimía, un malecón a orillas del río Tigris donde los bagdadíes, en épocas más sosegadas, acostumbraban venir a pasear en las tardes, cuando el sol, antes de acostarse, enrojecía el cielo.
Lo que ahora enrojece este lugar son los carteles con las fotos de los millares de desaparecidos en los años de la dictadura. Algunas imágenes -las de los prisioneros de caras destrozadas por los ácidos- son apenas resistibles. Todas ellas se encontraron en los expedientes que la Mukhabarat guardaba de sus víctimas, buena parte de los cuales desaparecieron por desgracia en los incendios provocados. Pero la Asociación de Prisioneros Libres, que empezó a funcionar inmediatamente después de la caída de la dictadura, ha recogido en todas las dependencias policiales y de los demás organismos represivos todos los documentos relativos a la represión que no fueron destruidos. Una espesa muchedumbre atesta pasillos, habitaciones, escaleras, donde los voluntarios, en escritorios improvisados o en sus rodillas, sobre tableros de fortuna, rellenan formularios, establecen listas de nombres, cotejan fichas y tratan de atender a los innumerables vecinos -muchas mujeres entre ellos- que acuden aquí pidiendo ayuda para localizar a los padres, hijos, sobrinos, hermanos, que un día aciago, hace equis tiempo, se eclipsaron de la vida como si una magia poderosa los hubiera hecho desaparecer.
Hay otras organizaciones de Derechos Humanos que hacen un trabajo similar en Irak, pero esta Asociación es la más grande. Tiene filiales en las 18 provincias del país, con excepción de Ramadi, y, aunque escaso, recibe apoyo internacional y del CPA (Coalition Provisional Authority) que dirige Paul Bremer. Su función principal, ahora, es ayudar a los parientes a localizar a los desaparecidos y proveerlos de una documentación que les permita presentar querellas y pedir reparaciones al gobierno iraquí (cuando éste exista). La Asociación cuenta también con un grupo de abogados voluntarios, que prestan asesoría a los familiares de desaparecidos que acuden a este local. Converso con uno de ellos, Ammar Basil, que me cuenta algunos casos espeluznantes que le ha tocado dilucidar, como el fusilamiento de un niño recién nacido, hijo de una pareja de médicos opositores a Sadam Husein a la que infligieron el suplicio de presenciar el infanticidio antes de ejecutarla también.
El Vice-Presidente de la Asociación de Prisioneros Libres, Abdul Fattah Al-Idrissi, me asegura que, por exagerado que parezca, el número de asesinados y desaparecidos desde que el Partido Baaz dio el primer golpe de Estado y comenzó la irresistible ascensión de Sadam Husein en 1963, oscila entre cinco y seis millones y medio de personas. Es decir, algo así como el veinte por ciento de la población de Irak. "Ni Hitler tiene un récord semejante", dice. Acostumbrado a las fantaseosas cifras que escucho por doquier en boca de los iraquíes, no le digo que me parece improbable. Pero no importa, estas exageraciones son más locuaces que los datos objetivos que nunca se conocerán: ellas expresan sobre todo la reacción desesperada de un pueblo impotente frente al horror vertiginoso que se encarnizó con él y que nadie podrá nunca documentar con exactitud, sólo por vagas aproximaciones.
La represión golpeó a todos los sectores, etnias, clases sociales, religiones, pero, sobre todo, a kurdos y chiíes. Víctimas privilegiadas fueron los intelectuales -profesores, escritores, artistas-, medio por el cual Sadam Husein -un ignorante funcional, pese a sus ralos estudios de Derecho, en El Cairo, donde estuvo exiliado- sentía una desconfianza particular. El vicepresidente de la Asociación me dice que, de un estudio de 1.500 casos, se desprende "que el régimen se había propuesto acabar con todas las personas cultas del país. Porque la proporción de gente educada y con títulos entre los asesinados y desaparecidos es enorme". Aldeas, barrios enteros, clanes, familias, fueron desaparecidos en operaciones de exterminio que muchas veces ocurrían sin motivo aparente, en períodos en que Sadam Husein gozaba de dominio absoluto y de servidumbre popular abyecta, en un país enfermo de terror. Era, dice Abdul Fattah Al Idrissi, como si, presa de un súbito ataque de paranoia homicida, el déspota decidiera de pronto una rápida matanza como un escarmiento preventivo generado por algún pálpito o pesadilla macabra. Sólo así se explica la alucinante aglomeración de víctimas, en que aparecen sacrificadas familias enteras, en las fosas comunes que se han ido descubriendo en los últimos meses. Otras veces, las matanzas colectivas tenían un objetivo preciso: por ejemplo, arabizar enteramente la región petrolera de Kirkuk desarraigando a la fuerza a las poblaciones kurdas mediante exterminios colectivos para reemplazarlas por comunidades suníes, o castigar a la mayoría chií por su rebelión de 1991. Todos los locales del Baaz en provincias servían como casas de torturas, pues las oficinas de la Mukhabarat eran insuficientes. Las torturas más frecuentes a los prisioneros eran la corriente eléctrica, arrancarles ojos y uñas, colgarlos hasta descoyuntarlos, quemarlos con ácidos y, pegoteándoles el cuerpo con algodones embebidos de alcohol, convertirlos en antorchas humanas. Cuando se informaba a los familiares de la muerte de la persona, algo poco frecuente, se le alcanzaba un parte de defunción que invariablemente atribuía el deceso a "una meningitis".
La Asociación tiene un tesoro: un testigo ocular de una de estas alucinantes matanzas, que ocurrió en Tuz, una aldea al norte de Bagdad, en el rumbo de Kirkuk. Era conductor de autobús y éste fue requisado por la policía, junto con él. Así, el chofer fue un actor pasivo de toda la operación. Circulando por distintas aldeas, vio cómo su vehículo era repletado con familias enteras, esposos acompañados de abuelos y niños, que acarreaba la policía de toda región. Con su carga humana fue dirigido por los hombres de mano del Baaz que dirigían el operativo a un descampado en las afueras de Tuz. Allí había ya miles de personas, a las que descargaban de camiones, camionetas y autobuses como el suyo, policías y militantes del partido, y a los que, de inmediato, ponían a cavar un pozo alargado en forma de trinchera. El testigo dice que él llegó allí a las cuatro de la tarde y que la ocurrencia duró toda la noche. Cuando el pozo estuvo lo bastante hondo, los policías y milicianos baazistas se pusieron máscaras antigases y le embutieron también una a él, que estaba paralizado de pavor.
A culatazos o disparos empujaron al pozo excavado a la despavorida multitud, a la vez que con ella arrojaban cilindros de gas tóxico. Al amanecer, todo había terminado. Entonces, el conductor fue despachado por los asesinos sin agradecerle los servicios prestados y recomendándole discreción. La poza ha sido localizada ahora. Es una de las muchas que van apareciendo, en todas las comarcas de Irak con, a veces, cuatro o cinco mil cadáveres cada una. "Más que fosas eran trincheras", precisa Abdul Fattah Al-Idrissi. Y, también, que en ciertos casos las víctimas no tenían la suerte de ser gaseadas, porque los baazistas preferían enterrarlas vivas.
Esas fosas que se descubren ahora atraen a miles de personas que vienen a ver si entre esos restos que vuelven a la luz a testimoniar sobre el horror del reciente pasado de Irak descubren a sus deudos desaparecidos. Una de esas parejas que desde el mes de abril recorre el país en busca de los huesos de un hijo que se hizo humo hace doce años son dos ancianos, ella muy enferma, a los que, me dice su hija, sólo mantiene vivos la ilusión de recuperar los restos de ese ser querido. Es la señora Al Sarrat, a quien visito en una frágil y humilde casa de madera, erigida sobre pilares, también en el barrio de El-Kadimía. "Mi vida son 35 años de dolor", afirma, sin llorar, con una cara que parece de esparto: dura y como disecada por la desesperación. Es una mujer sin edad, sumergida en la negra abaya que sólo le deja la cara al descubierto, y flanqueada por sus dos hijas, muy jóvenes, veladas también, y que a lo largo de toda la entrevista permanecen inmóviles y mudas, como estatuas trágicas. La habitación es muy modesta y calurosa, atestada de retratos, y desde las ventanas hay una vista majestuosa del Tigris.
"No podíamos respirar, orar, porque las desgracias nos caían una detrás de otra. Primero, fue uno de los muchachos más jóvenes de la familia. Era estudiante de bachillerato y firmó una lista en la que se pedía dinero para costear el entierro de un compañero difunto. Alguien mandó esa lista, que era un mero gesto de caridad, a la Seguridad. Todos los muchachos fueron arrestados y condenados a diez años de cárcel, como conspiradores. Algunos, perecieron en prisión".
Otro de los hermanos de la señora Al Sarrat era militar. Fue tres veces herido en los ochos años de la guerra con Irán. "Un héroe ¿no es verdad?". Pues un día lo detuvieron, delatado por alguien de querer fugarse del Ejército, delito que, cuando no pena de muerte, además de cárcel acarreaba que al culpable le arrancaran una oreja. La familia se enteró de esto por rumores, pues nunca recibió información alguna en sus múltiples averiguaciones en centros oficiales. Nunca más volvieron a tener noticias de él.
Poco después de esta segunda desgracia, sobrevino la tercera. El padre fue arrestado y desapareció en la noche de la dictadura. Tres años después, un desconocido alcanzó a la familia un trozo de papel: "Vayan a la cárcel de Abu Ghraib", la cárcel de las afueras de Bagdad escenario de las peores torturas y asesinatos políticos. Allí estaba su padre, al que pudieron visitar cada cierto número de meses, por pocos minutos. Lo soltaron seis años después, tan misteriosamente como lo habían capturado. Nunca le dijeron por qué lo detuvieron.
Finalmente, le tocó al hermano menor, que desapareció cuando el levantamiento chií de 1991, aplastado por el régimen en una orgía de sangre. Fue soldado durante la guerra en Kuwait. La última vez que alguien lo vio estaba de servicio, en uniforme, en Nayaf. Desde entonces no han sabido nada de él y es a este desaparecido al que los padres de la señora Al Sarrat buscan, en su peregrinaje doloroso, por las fosas comunes que se descubren dispersas por la geografía de Irak.
Al despedirme, medio aturdido por ese baño de sufrimiento y salvajismo que ha sido mi mañana, en vez de hacerle a la señora Al Sarrat la venia consabida con la diestra en el corazón, le alargo la mano. Ella me mira, alarmada.
Como si no hubiera tenido ya bastante de barbarie, en la tarde, en el Hotel Rimal, en el que he venido a refugiarme traicionando la hospitalidad de los amigos de la Fundación Iberoamérica-Europa por unas miserables horas de aire acondicionado que por fin me permiten dormir algo, tengo una conversación con una funcionaria de la oficina de las Naciones Unidas, que acaba de sumirme en la depresión, y que, estoy seguro, me deparará esta noche una pesadilla. Me refiere una investigación hecha por America's Watch, todavía sin hacerse pública y a la que ella ha tenido acceso, sobre el tema de las violaciones y raptos de mujeres cometidos en Bagdad desde que se desató la anarquía, el 9 de abril. Éste es un tema tabú porque, para la moral tradicional, una mujer violada es en la sociedad iraquí un baldón que deshonra a toda su familia y, en vez de compasión y solidaridad, merece repudio y odio. Ella ya sabe que su vida ha terminado, que nunca contraerá matrimonio, y que en su propia casa será objeto de exclusión y escarnio. Para lavar la afrenta, no es raro que el padre o alguno de los hermanos le dé muerte. La justicia fue siempre considerada con estos medievales "asesinatos cometidos para lavar el honor" y sus autores recibían sentencias simbólicas, de apenas tres o cuatro meses de cárcel. America's Watch ha reunido 25 testimonios de niñas, jóvenes y mujeres secuestradas y violadas en Bagdad por los forajidos y que, por razones obvias, se resisten a denunciar el delito de que han sido víctimas. No sólo porque ahora no hay policías y tribunales que funcionen, sino, sobre todo, porque, aun cuando los hubiera, los trámites y humillaciones infinitas que debieron sufrir las heroicas mujeres que se atrevieron a hacerlo en el pasado, no consiguieron resultado práctico alguno. Sólo exponerlas al desdén y a las vejaciones de la opinión pública y a la hostilidad aún mayor de la propia familia. Por eso, según el informe de America's Watch, las niñas y mujeres violadas tratan desesperadamente de ocultar lo que les ocurrió, avergonzadas y con remordimientos, como si, en efecto, ellas fueran las únicas culpables de su desgracia.
Ahora comprendo mejor por qué, en las puertas de la Universidad de Bagdad que visité ayer, había tantas madres de familia esperando a sus hijas para llevarlas de vuelta a su casa, como si fueran niñitas de parvulario.
© Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003. Mañana: 'Otelo' al revés (5).
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