Adiós a Terenci, el escritor más querido
El novelista se despidió a lo 'enfant terrible' con el deseo de que ni PP ni CiU asistan a su funeral
"Quiero vivir". Así se expresaba Terenci Moix poco antes de abandonar la clínica Teknon de Barcelona para acabar sus días en su piso de la ciudad. Moix se aferró a la vida hasta el último instante, inmerso en su mundo personal y rodeado de sus amigos. Murió sin dolor. El escritor falleció la pasada madrugada a consecuencia de un paro cardiorrespiratorio provocada por su afección "pulmonar obstructiva crónica". Sufría una fuerte adicción al tabaco y no dejó de fumar hasta apenas 30 días antes de su muerte, incluso cuando llevaba ya la bombona de oxígeno. Su enfermedad se complicó por una grave osteoporosis con rotura de una vértebra y debilitación general de todos los huesos, causada por la fuerte medicación que recibía.
Transitó la televisión, la traducción, el teatro, y se deslumbró con el cine y los ordenadores
La primera preocupación, ayer, de sus familiares y amigos más íntimos es que se cumpliera una de sus últimas voluntades: que no asistiera a sus honras fúnebres ningún representante del PP ni de CiU. Genio y figura hasta el final, el enfant terrible de la literatura catalana y española. "Maragall y Clos serán bienvenidos, pero, por favor, que no venga nadie de la derecha", pidió en su nombre su hermana, Ana María Moix.
Nacido la víspera de Reyes de 1942 en el Barrio Chino de Barcelona, deshinbido y provocador hasta la exageración, reivindicador de su homosexualidad, Terenci vivió casi siempre como quiso sin pensar en las consecuencias o, más bien, aceptándolas. Sus amigos también las aceptaron. Sólo había que ver el chiringuito que se montó en la clínica Teknon: su ordenador portátil, desde el que continuaba en contacto, pujando, con las subastas de material cinematográfico; su DVD y su vídeo; fotos de sus seres queridos y pósters de películas favoritas en las paredes, y hasta algunos fetiches como antigüedades y peluches.
"Esto es mejor que un beso de Sal Mineo", dijo Terenci, el pasado octubre, cuando recibió la medalla de oro al mérito cultural del Ayuntamiento de Barcelona. Y allí, en su habitación de la clínica, en un lugar de honor, podía verse un enorme cartel con la imagen más atractiva del que era uno de sus astros favoritos. Moix, cuyo estado físico era de un gran deterioro, lo que no le impedía hacer gala de sus innatos cordialidad y sentido del humor, temía por el grado de incapacidad que habría de afrontar de salir con bien de sus dolencias. Al desplazarlo en brazos desde la cama hasta una silla de ruedas, y como el cuerpo se le inclinaba peligrosamente hacia un lado, no pudo dejar de ironizar de tal manera sobre su estado que provocó una carcajada liberadora de los conmocionados y apesadumbrados amigos allí presentes.
Terenci Moix nació como Ramon Moix Messeguer el 5 de enero de 1942, junto a la plaza de El Peso de la Paja, que dio nombre a los tres libros de memorias que escribió: El cine de los sábados, El beso de Peter Pan y Extraño en el Paraíso, de lo mejor de su extensa obra literaria. Le costaba horrores escribirlas, porque se lo tomaba muy en serio y se vaciaba en ello, desde la ilusión, la esperanza y el amor hasta el desengaño. En Extraño en el Paraíso contaba su peregrinaje en los años sesenta a París, Londres y Roma, donde conoció, y fue más que amigo suyo, a Pasolini.
Más que un viaje, decía Terenci, fue una huida. ¿Hacia dónde? "Hacia la literatura. Y, desde allí, hacia el gran espectáculo de mí mismo", dijo el escritor cuando se publicó, en 1998, Extraño en el Paraíso. Qué lejos quedaban los tiempos en que ganaba todos los concursos literarios del cole, en que estudió comercio y taquigrafía, en que fue administrativo y vendedor de libros, en que se educó con las películas de la Metro.
Publicó su primera novela, policiaca, Besaré tu cadáver, cuando tenía 16 años, con el seudónimo de Ray Sorel. No era aún Terenci (nombre que tomó del poeta romano Terencio), ni siquiera Ramón Moix, con el que firmó sus primeros artículos de cine.
Era ya Terenci Moix cuando irrumpió en la literatura catalana en 1968 con La torre dels vicis capitals. Al año siguiente, ganó el Premio Pla con Onades sobre una roca deserta, y en ese mismo, 1969, llegó la revolución con El dia que va morir Marilyn, la novela de una generación, traducida al castellano en 1984, renovadora del panorama literario catalán, que rompió con los tópicos de la Barcelona de la posguerra. Y vinieron otras obras como Món mascle (Mundo macho), de 1971.
Luego, un largo silencio narrativo. Moix había roto su relación sentimental con Enric Majó y sufrió una profunda depresión. Volvió en 1983 con Nuestra Virgen de los Mártires y ¡Amami Alfredo!, y tres años después, el Premio Planeta con No digas que fue un sueño, más de un millón de ejemplares. Su último libro, El arpista ciego, ganó el 13 de marzo pasado el Premio Fundación José Manuel Lara Hernández a la mejor novela publicada en 2002.
Terenci transitó la televisión, la traducción, el teatro, los artículos; tenía una colección monumental de películas y material cinematográfico y se chifló por los ordenadores (tenía ocho en su casa), en los que coloreaba y manipulaba sus queridas fotografías de estrellas. Pero, sobre todo, será recordado como un escritor enormemente popular, el mejor amigo y el hombre bueno y generoso que fue.
Regreso a Egipto
Terenci Moix, que suspiraba por regresar a su querido Egipto al menos una última vez, volverá tras su muerte al viejo país del Nilo que tanto popularizó y del que obtuvo tanto material para sus sueños y sus obras. Tal como era su deseo, sus cenizas serán trasladadas próximamente a Egipto y esparcidas en Deir el Medina (Luxor), entre las ruinas del poblado en que vivían y se enterraban los constructores de las tumbas de los faraones del vecino Valle de los Reyes. El lugar, pues, de los artesanos, y no el de los nobles y monarcas. En ese postrer viaje a Egipto le acompañarán varios amigos íntimos. Entre ellos, posiblemente, algunos de los que él, cicerone entusiasta, llevó en su día al país del Nilo para compartir su pasión por la historia y los monumentos egipcios, como Núria Espert, Rosa Maria Sardà o Josep Maria Benet i Jornet.
El entierro en un emplazamiento de la vieja Tebas no será el único guiño póstumo de Moix al antiguo Egipto, pues en la ceremonia de despedida, que se celebrará hoy a las 13.30 horas en la capilla ardiente en el Ayuntamiento barcelonés, se prevé que suene la banda sonora del filme Sinuhe, el egipcio, que tanto gustaba al escritor. También se escuchará La Traviata.
En el capítulo de homenajes al autor de El arpista ciego figura el del Museo Egipcio de Barcelona, que le pondrá su nombre a una de las vitrinas del centro, la que guarda un pectoral faraónico de la colección de Rodolfo Valentino que Moix había lucido en una sesión fotográfica.
Donde no se desarrollará ningún acto es en la legendaria casa del escritor en Luxor, por la sencilla razón de que ésta, pese a que más de un avispado guía egipcio así la identifique ante los turistas españoles, no existe. A Moix, bien conocido y apreciado en Egipto, le hacía muchísima gracia esa anécdota.
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