Sean Connery
Ningún personaje como James Bond representa con tanta precisión las constantes de lo que Marshall Mcluhan llamó "el folclore del hombre industrial". Fue, además, el símbolo de una década. En su locura por ser los años del consumismo, los sesenta tuvieron a ese héroe que lo consumía todo, y todo de marca. Antes de Bond, los agentes secretos, detectives, policías y demás sabuesos eran pobretones, tenían un mal pasar y sus aventuras transcurrían en modesto blanco y negro; o, en el caso de los mejores -Alan Ladd, Bogart-, color negro fúnebre. El bienestar de los años sesenta cambió la onda, y Bond marcó el camino hacia la sofisticación de la negrura. Fue una iconografía tan nueva como innovadora.
Bogart llevaba gabardina gris; Bond esmoquin blanco. Bogart se emborrachaba con whisky; Bond bebía champán o vinos de cosechas acreditadas, y era dudoso que se emborrachase para no dar ventaja a sus enemigos o malograr una erección. Bogart y sus colegas conducían automóviles desvencijados para recorrer, invariablemente, las callejas oscuras de Nueva York o las avenidas desiertas de Los Ángeles. Bond contaba con una parafernalia de diseño para recorrer tierra, mar y aire, y sus aventuras se situaban en los lugares más sofisticados de la élite internacional: desde Londres a la Riviera francesa, desde Estambul a Cortina d'Ampezzo o Jamaica. En resumen: James Bond era una especie de Kissinger de la aventura; un esnob sacado de las páginas de Playboy, como sus bellas e imprescindibles compañeras; un cuervo disfrazado de mirlo blanco y provisto del dinamismo y la elegancia aptos para hacer soñar a los ejecutivos de la nueva sociedad. Era subcultura, pero de buen tono. Y, durante años, sirvió de constante inspiración a los sociólogos de la imagen. Pues ¿quién no ha escrito en alguna ocasión un artículo sobre el fenómeno Bond?
El personaje ideado por el novelista Ian Fleming llenó los años sesenta con una nueva dimensión de la aventura: lujo, intriga, ciencia-ficción, refinamiento, horterada, pop art, body art (recuerden a la moza desnuda teñida de oro por el malvado Goldfinger) y, claro está, machismo, violencia a destajo y erotismo a porrillo, aunque siempre controlado para no asustar a la clientela femenina. Puestos a tener de todo, Bond tenía licencia para matar.
Extracto del capítulo dedicado a Sean Connery de Los inmortales del cine. Años sesenta, texto inédito del autor que Planeta publicará a finales de mayo.
Babelia
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