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Tribuna:INVESTIGACIÓN CON CÉLULAS MADRE
Tribuna
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Los viajes del doctor Bernat Soria

La histórica certeza de que la Ciencia, en ocasiones, avanza a pesar de los hombres nos hace esperar que prevalezca la búsqueda de la curación sobre el abandono del enfermo al decurso de las leyes naturales. Antes que por sexo, riqueza o ideas hay una división radical que nos separa en sanos y enfermos. Sin embargo, a pesar de la fragilidad de la línea divisoria y la facilidad para traspasar el umbral que va de la salud a la dolencia, desde la vida sana es frecuente olvidar las limitaciones de un aquejado crónico. Por eso en el debate suscitado sobre si es o no ético investigar con células madres embrionarias, mientras se van afianzando posiciones para sacar ventaja en la batalla de los tópicos y los prejuicios, se olvida que entre la ética y la ciencia hay un tercero en discordia, hay millones de terceros en discordia, posibles mediadores en esta disputa: lo sujetos pacientes que soportan una forma de vida rayana en la claudicación. No hay enfermedades, dicen, sino enfermos.

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La polémica se origina por el legítimo afán de vivir en ausencia de dolor, lejos de la postración, del olvido de sí mismo, de la permanente dependencia de los otros. En definitiva, todo nace de la simpleza de querer paliar las secuelas de las enfermedades vasculares, degenerativas, las lesiones medulares, la diabetes, el parkinson, el alzheimer...

Lamentablemente, antes de permitir cualquier argumento en defensa de la bioingeniería, sus detractores detallan un futuro poblado de clones como si un Frankestein usurpador fuera el fin último (y único) de esta ciencia ante la que cualquier discrepancia es cuando menos una tracción a la especie. Para este temor a la "pendiente resbaladiza" que abriría la puerta a la clonación reproductiva y sus imprevisibles consecuencias hay antídoto: una legislación que controle de manera exhaustiva y permanente la investigación y sus avances. Nadie ignora a estas alturas el peligro de la manipulación genética, pero seguramente el deseo de vivir, y de vivir con salud en quienes la han perdido, es superior al miedo. Para tener miedo al futuro hay que estar sano porque la enfermedad no deja ver mucho más allá del dolor que produce. Las creencias no han conseguido todavía el poder reparador del tratamiento que se obstinan ahora en impedir los sanos de espíritu y cuerpo olímpico, incapaces de soportar una migraña sin sepultarla con analgésicos. Deciden desde su púlpito que no conviene seguir investigando o bien resuelven las urgencias con moratorias, olvidando que en ciencia uno o varios años son demasiado tiempo y que en esta investigación como en tantas otras, tenemos casi por empezar. Puede que el millón y cuarto de diabéticos que presentaron en octubre sus firmas al Defensor del Pueblo español a favor de la investigación con células madre embrionarias no lleguen a conocer la insulina con la que Bernat Soria ha conseguido sanar a sus pacientes ratones. Hasta ahora tiene más protección jurídica la salud de nasciturus que la legítima defensa ante el dolor de los que ha se han instalado en la vida y no llevan precisamente las mejores carta. Como si el nacimiento supusiera en sí mismo una devaluación, la espina bífida, la necrosis cardíaca, la hipoglucemia o la degeneración de las neuronas, dolencias sometidas a un riguroso presente, ya no son cuestión de ley sino de médicos que deben restañar la doble lesión del cuerpo y el ánimo abatidos al unísono.

Ojalá el 2003, año europeo de las personas con discapacidad, nos sirva para soltar las muletas que nos vuelven tullidos mentales, esos prejuicios que han convertido a Bernat Soria en viajero incansable para trabajar con células que hacen copias exactas de sí mismas, capaces de generar tejido cerebral, hepático, músculo cardíaco... células madre embrionarias excedentes de la fertilización in vitro que, tras años de congelación, no serán utilizadas para otro fin. Ignoramos si el camino más acertado para regenerar tejidos es la célula madre embrionaria o la adulta, probablemente cada patología requerirá su propia técnica, pero creemos que cerrar deliberadamente por prejuicios éticos una puerta de investigación es cuando menos una provocación al enfermo. Produciría risa, si antes ya no hubiera provocado indignación, el hecho de que un científico tuviera que volar de Singapur al Reino Unido y de ahí a Alicante pasando ahora por Sevilla para buscar conciertos legales que le permitan seguir trabajando contra el deterioro orgánico que produce la diabetes. La imagen de Bernat Soria perdiendo horas, soportando largos vuelos, pordioseando un lugar donde le dejen combatir la degeneración de lo incurable resultaría casi literaria, si en realidad la pérdida de tiempo no fuera contra la vida de los niños y jóvenes que padecen la diabetes del tipo 1 que él ya sabe cómo curar. En eso consistía el avance científico: investigar en España no es llorar, es viajar.

La discapacidad está al alcance de todos, depende de la altura a la que se ponga el listón y basta con una mala pasada del azar o con ir cumpliendo años. No pocas veces los avances están en función de la rentabilidad política y económica de la inversión, en este caso la talla de algún que otro afectado puede que ayude a afrontar la realidad con menos dilaciones. Cuando Reagan no recuerda qué significó su nombre y Superman pide auxilio, los que volamos más bajo deberíamos con humildad ir aliviando el presente por lo que pueda pasar, porque un mal día lo tiene cualquiera y a partir de ahí comienza esa otra vida en la que la esperanza es lo primero que se pierde.

Gonzalo Rivas Rubiales es secretario general de la Confederación Andaluza de Minusválidos (CAMF).

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