La maldición
Al fin tenemos un cese/dimisión provocado por el caso Prestige. No por la razón que todos esperábamos, el sorprendente encadenamiento de errores en la gestión de la crisis, sino por la más familiar del uso privado de las funciones públicas. Personas más duchas en la política interior gallega sabrán evaluar con más discernimiento cuáles son las claves últimas de esta "dimisión" inesperada. Para este humilde comentarista, ya casi harto de volver una y otra vez sobre las consecuencias del hundimiento del petrolero, lo único claro es que esta tragedia humana y medioambiental pronto acabará por hacer buenas las leyes de Murphy. Podría servir incluso como caso práctico de cómo todo puede ir a peor en política.
De nada sirven las diferentes maniobras de distracción del PP, con su recuperación del discurso de "ley y orden", los intentos por poner sordina a la ineficiencia creciente de la política económica, sus descalificaciones de las críticas o la satanización de Nunca Máis. Al final, el chapapote que no cesa de acudir a la Costa da Morte acaba por impregnarlo todo y, por mucho que corran, al poco tiempo vuelven a la situación anterior. El Gobierno ya comienza a sentir en el cogote el aliento de la oposición en las encuestas; está a punto de perder lo que era uno de sus feudos electorales más seguros; tienen más que tocado a un posible candidato a la sucesión que lleva sobre su frente el estigma de la marea negra (otros, como Rato, se han apresurado a peregrinar a las playas afectadas, por si acaso). Y ahora, tras la dimisión de Cuiña, es muy probable que comiencen los auténticos problemas internos en el PP gallego. Todo ello precisamente en el momento más delicado para todo partido como es la renovación de su liderazgo. Parece, en efecto, cosa de meigas.
Visto con perspectiva, la cosa es, sin embargo, mucho más sencilla. El PP ha caído bajo la maldición de quien ignora las responsabilidades políticas. Las auténticas, no las secundarias. Lamentablemente, el caso Cuiña es un ejemplo más de una larga serie de supuestos en los que algún espabilado consigue montar su negocio particular a costa de la política. No era el trofeo codiciado. El deber pendiente era la comisión de investigación parlamentaria. La negativa a ofrecer una cabeza ministerial después de la desafortunada gestión de la crisis obligaba a toda una aclaración pública de las diferentes decisiones adoptadas. Parece mentira que el PP no hubiera aprendido en cabeza ajena, cuando el ejemplo del último Gobierno de Felipe González está todavía tan próximo y su mala gestión de la responsabilidad política tanto les benefició en la oposición.
Si hay algo que acaba emborronando la acción de un Gobierno es la no asunción de responsabilidades políticas en su debido momento. Es posible que la negativa de Aznar a crear la comisión de investigación se debiera a su temor por mantener abierto en el tiempo un frente que deseaba cerrar cuanto antes. Pero puede acabar resultando un cálculo de utilidad equivocado. En una democracia con un cierto nivel de madurez y pluralismo informativo ya no es posible esconder la cabeza. No puede ignorarse que el político está sujeto en todo momento a una continua rendición de cuentas a la ciudadanía y hay un límite a su capacidad de manipulación. Sencillamente, porque están obligados a aportar razones por todo cuanto hacen o dejen de hacer. Una negativa a dicha comisión -y no es la única- equivale a un reconocimiento implícito de la debilidad de sus argumentos justificadores, a una imputación de culpa. Hubieran podido evitarlo con una alta dimisión a tiempo. Ahora es ya demasiado tarde. El reconocimiento de la responsabilidad política, que a corto plazo significa un importante revés para el político, tiene sin embargo un efecto liberador dentro de un espacio temporal más amplio. Limpia y cura las heridas y elimina los estigmas. La admisión de los errores acaba redimiendo al pecador. La tozudez no argumentada sólo contribuye a su lento y progresivo hundimiento.
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