El chantaje coreano
Constituiría un serio error considerar como un simple órdago a Washington la decisión de Corea del Norte de reanudar la producción de plutonio con destino a su programa nuclear aprovechándose de la fijación de George Bush con Irak. En realidad, la decisión norcoreana de saltarse a la torera su acuerdo de 1994 con Estados Unidos, por el que Pyongyang se comprometía a cancelar su programa nuclear a cambio de suministros de fueloil, y la reciente expulsión de los inspectores in situ del Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA), precedido por la desconexión de los equipos de supervisión instalados en la central nuclear de Yongbyon, constituyen una flagrante violación no sólo de los acuerdos bilaterales vigentes de Corea del Norte con su vecino del Sur y con Estados Unidos, sino también del Tratado de No Proliferación Nuclear, avalado por la autoridad de Naciones Unidas.
Los peligros de permitir que el querido líder, Kim Jong Il, consiga que el mundo se trague el anzuelo de que la actual crisis en la península coreana se reduce a un enfrentamiento con Washington por la belicosidad de la actual Administración norteamericana contra los integrantes del llamado eje del mal son evidentes. Si el mundo, a través del Consejo de Seguridad de la ONU, no consigue cortar de raíz las ambiciones nucleares de Kim, el rearme atómico de todo el noreste asiático será una realidad en muy pocos años. Toda la seguridad y la estabilidad en la zona descansa, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, en la protección que ofrece el paraguas militar estadounidense a los países del Extremo Oriente. Si, por razones de conveniencia política norteamericana, esos países comprobaran que esa garantía de defensa comienza a tambalearse, la carrera hacia el rearme nuclear de la zona estaría garantizada. Empezando por Japón, que, a pesar de sus dificultades presentes y del recuerdo de Hiroshima y Nagasaki, cuenta con la tecnología, el poderío económico y las reservas de plutonio suficientes para convertirse en menos de un año en potencia nuclear. Una posibilidad ya reclamada por la derecha ultranacionalista nipona y barajada insistentemente en los ejercicios teóricos de los expertos en estrategia de Tokio. ¿Interesa a alguien una nuclearización de Japón, posiblemente seguida por las de Corea del Sur y Taiwan?
Por eso sorprende, como acertadamente ha señalado Andrés Ortega en estas páginas, el doble rasero aplicado por George Bush ante el peligro real que comporta la actitud de Corea del Norte frente al teórico que representa el Irak de Sadam Husein. Es verdad que la única agresión de Corea del Norte se registró contra su vecino del Sur en 1950 en un contexto puramente intercoreano, mientras que en el espacio de 10 años, Sadam invadió Irán y Kuwait. Pero también es verdad que el régimen tiránico de Pyongyang cuenta ya no sólo con dos armas nucleares y la posibilidad de fabricar media docena más en menos de seis meses, sino también con misiles Nodong, con un alcance de 1.300 kilómetros, capaces de alcanzar cualquier punto de la geografía japonesa, y que se afana en desarrollar otro misil, el Taopodong 1, de alcance intercontinental. Frente a esa capacidad balística real, los obsoletos Scuds iraquíes resultan inofensivos ante la nueva tecnología instalada en los Patriots israelíes y estadounidenses.
Ante el inaceptable nuevo reto de Pyongyang al mundo -el anterior se remota a 1950, cuando la tropas norcoreanas cruzaron el paralelo 38-, es urgente el traslado de la crisis a la consideración del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, organismo del que depende la AIEA, bien por denuncia de la propia agencia internacional o de uno de sus miembros permanentes. Suponemos que China, único padrino que le queda a Pyongyang en el mundo, tendrá algo que decir en esta crisis, que, de no resolverse contundentemente, amenaza a largo plazo mucho más a los intereses estratégicos de Pekín que a los de Washington. Y un recordatorio: la guerra de Corea (1950-1953) fue liderada por Estados Unidos, pero librada en nombre y con el consentimiento de las Naciones Unidas, como atestiguan los cientos de combatientes de decenas de países que murieron en la península coreana en defensa de la legalidad internacional.
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