Desequilibrio
Lo peor del reconocimiento que acaba de hacer el Gobierno sobre la imposibilidad de alcanzar su objetivo de equilibrio presupuestario no es la magnitud de la desviación alcanzada, sino la incapacidad para reconocer las verdaderas causas y tratar, una vez más, de endosar sus errores al prójimo, en este caso las comunidades autónomas. Tampoco ha cuestionado la racionalidad del objetivo en una economía como la española, con más carencias que sus competidoras. La revisión del Programa de Estabilidad 2002-2006, aprobada en el último Consejo de Ministros, adolece de las mismas limitaciones y excesos de voluntarismo que han estado presentes en los ejercicios presupuestarios del pasado.
El déficit de las cuentas públicas será este año equivalente al del pasado año, del 0,2% del PIB (unos 1.376 millones de euros), consecuencia, según el Gobierno, de un déficit del 0,5% en el conjunto de las CC AA y de la desaceleración de la economía. Las administraciones centrales (Estado y Seguridad Social) registrarán un superávit del 0,2% del PIB, gracias al buen comportamiento de esta última. Ha sido necesario esperar diez días antes de que finalice el año para anticipar que el menor crecimiento económico, insuficientemente previsto por el Gobierno, condicionaría el cumplimiento de ese equilibrio presupuestario; la mayoría de analistas lo hicieron a principios de año, a tenor del evidente enfriamiento de las principales economías y del patrón de crecimiento en que seguía asentada la española. La asignación a las administraciones territoriales, especialmente a las CC AA, de ese desequilibrio se hace, sin embargo, sin conocer el cierre definitivo de sus cuentas y sin particularizar el desequilibrio en cada una de ellas, lo que nos remitiría a observar que no son precisamente las gobernadas por la oposición las únicas que divergen del equilibrio.
No hay déficit cero, efectivamente, ni habrá el superávit presupuestario en el horizonte pretendido hace un año. Pero sí tenemos una economía con una de las tasas de inflación más elevadas de Europa, el más bajo crecimiento de la productividad y las más explícitas carencias en capital, especialmente el basado en tecnologías de la información, que constituyen el fundamento de la inserción en la economía del conocimiento. La nuestra es una economía basada en un patrón de crecimiento del siglo pasado, no muy distinto al de algunas economías en vías de desarrollo. Tales realidades parecen no formar parte de las premisas con que el Gobierno lleva a cabo unos ejercicios de previsión, que ya sea con relación al crecimiento o a la evolución de los precios, quedan sistemáticamente desautorizados por la realidad.
Las condiciones económicas actuales requieren que la credibilidad que debe acompañar los análisis de la realidad y los ejercicios de previsión de las autoridades económicas, lejos de debilitarse, contribuyan al fortalecimiento de la confianza de los agentes económicos. Las posibilidades de crecimiento, la variación de los precios o los medios con los que cubrir las carencias de inversión que exhibe nuestra economía forman parte de esas variables que las empresas españolas incorporan a sus presupuestos, pero que, un año con otro, pierden la capacidad de orientación que deberían tener. Más valdría que el Gobierno tomara buena nota de esos factores de desconfianza en lugar de predicar un fundamentalismo innecesario que, además, no cumple.
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