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NOTICIAS Y RODAJES
Columna
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Máximas 'Historias mínimas'

Para quienes decretamos, después de ver Una historia verdadera, que si David Lynch pensaba seguir dándole truculentamente a la sensiblería on the road tenía que cambiar (coherencia obliga) de peluquero, llega la película argentina Historias mínimas, de Carlos Sorin, que no sólo carece de la presencia de los grandes Ricardo Darín y Cecilia Roth, sino que, tampoco se desarrolla en Buenos Aires. Sale gente corriente, amor mío, y la Patagonia. Es decir, parte de la Argentina real y sometida. Es un buen complemento, para saber quiénes son. Información que nos falta.

No me he referido gratuitamente a Una historia verdadera. La de Lynch era una buena película "de sentimientos", realizada fríamente y dirigida cómplicemente a un público ahíto de palomitas que siente necesidad de pulsiones auténticas. Historias mínimas, simplemente, es la encarnación de ese momento deslumbrante en que un espectador de cualquier lugar del mundo se retrepa en su butaca, asiste al milagro de la luz y de las sombras que se alternan y mezclan en la pantalla, y descubre que hay gente en un puñetero y remoto rincón del mundo a las que entiende y podría amar. Gente a la que aprendemos a amar, y comprendemos, e incluso perdemos, y quisiéramos conservar en la memoria, cuando la proyección ha terminado.

El cine, coño. El cine.

A los cinéfilos veteranos suele hacernos mucha gracia la reinvención del neorrealismo que aparentemente nos invade, y en líneas generales creemos que cualquier película que saque a un proletario farfullante recién despedido de un polígono es eso que maestros como Rossellini y De Sica nos legaron para siempre, como faceta del arte: como Shakespeare la tragedia y Bernard Shaw la sátira. Sin embargo, neorrealismo no era pedestrismo. Era arte. Había cerebro detrás, no se trataba de plantar la cámara, ni de ponerse tabernario. Era el arte al servicio de lo real. ¡Dioses! Visconti, La terra trema; Rossellini, Alemania año cero, veían y miraban. Esperaban. Y filmaban aquello que sintetizaba lo que tenían que expresar, a partir de la realidad que habían analizado.

Historias mínimas está en esa tradición. Es la película que personal y comprometidamente recomiendo a todos aquellos amantes del cine que estén de los fastos navideños hasta los mismísimos. Es una historia de no tener, de carecer, de ser poco, de ilusionarse con lo poco, de dar valor a los pequeños avatares, de dignidad, sobre todo. De dignidad.

Y, como fondo, en la infinita carencia de la estepa, con unos cielos cuya belleza ganas dan de aullar; cielos que te hacen humilde y te hacen grande, la estúpida presencia de aparatos de televisión francamente decrépitos, anticuados, pero malignos en su mensaje, enviando las ondas de ese futuro estúpido que nos aguarda, en el que alguien nos habrá liberado de pensar, y un sólo parpadeo servirá para comunicarnos, para que nos enviemos los detritus de lo que alguna vez fuimos.

Es una película hermosa y, al contrario de la de Lynch (insisto, aunque sé que es impopular) nada terminal, nada necrófila. Está llena de vida, de autenticidad. Historias mínimas habla de gente grande. Y está hecha con austeridad y talento, un guión escueto y elocuente, y unos actores, o personas, que nunca podrás olvidar.

Contra la Navidad-polvorón, austeras historias ricas. Lo que ocurre es que ya nada nos impresiona. Hemos visto todos los efectos especiales habidos y por haber, hemos traspasado la elasticidad de Spiderman a la vida cotidiana. Y lo que se cuenta en Historias mínimas no nos asombra. Somos horribles.

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