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Chapapote y Estado

Francisco J. Laporta

A lo largo de estos días aciagos han brotado en las costas gallegas interrogantes muy serios. Hasta el punto de que crece la convicción de que la marea negra de fuel ha venido a convertirse en una trágica pregunta por los estratos más escondidos de nuestra situación política. Y en una metáfora de su auténtica realidad. Lo de menos es que una clase vulgar e irresponsable de mandarines haya hurtado el bulto mientras la gente sufría. Ni siquiera que haya sido sorprendida en anticuadas prácticas de ocio. El Gobierno y sus evasivas no serían aquí más que una anécdota si no fuera porque todos estos años se ha empecinado en una política abandonista y necia que cifra todo su ideal en desarbolar al Estado y debilitar las instituciones. Voy a suponer aquí que no lo ha hecho para regalarle los restos a los amigos o pagar viejas deudas electorales. Aceptaré sin reticencias que cree en todas esas cosas. Pues bien, el resultado no ha sido el glorioso y rico surgir de una sociedad civil impetuosa y febril; el resultado ha sido el chapapote. Por eso la catástrofe del Prestige supone necesariamente el hundimiento del Gobierno de Aznar. No por esta o aquella miserable ausencia. Ni siquiera por esa decisión infantiloide y cobarde de 'alejar' el problema mar adentro. Es algo que va más allá. Se trata de un veredicto contra las bases mismas de su idea de lo que es gobernar.

La gran mezquindad argumental que ha esgrimido el Gobierno ha sido la de afirmar, naturalmente, que él no tenía la culpa de la catástrofe. La mala mar, el estado del barco y las condiciones internacionales del tráfico de crudo han estado en el origen del desastre. Ahí están las causas y por tanto las excusas. Es muy grave, gravísimo, pero está más allá de la responsabilidad del Gobierno. Eso es lo que éste viene diciendo, y lo peor es que es algo que se viene concediendo. Pero yo no lo veo tan claro. Hay que ir más abajo para mirarlo. Cualquiera que haya tratado alguna vez de echar una mano para paliar los efectos de una catástrofe natural -que es por definición aquella en que no hay culpables- tiene que saber que puede distinguirse con toda precisión entre el fenómeno natural como algo ajeno a la intervención humana y la vulnerabilidad del territorio o el hábitat donde azota. Esa diferencia es la que determina por ejemplo que el mismo huracán asole un país de Centroamérica y sólo tenga medianos efectos económicos sobre los ciudadanos de La Florida. Si las inundaciones de este verano en Alemania hubieran sucedido en un país pobre y desarticulado los muertos se habrían contado por centenares. Pues bien, la vulnerabilidad de una sociedad sí es responsabilidad de su Gobierno y se le puede pedir cuentas de ella. Con el naufragio del Prestige sucede exactamente esto. Sus causas remotas no tienen por qué ocultar que la costa española ha mostrado un grado de vulnerabilidad insoportable. ¿Por qué? Aquí viene la desoladora respuesta a la gran pregunta gallega. Pues porque la protección del medio ambiente es un bien público y lo tiene que proveer el Estado. Y cuando los gallegos han querido proteger ese bien público que necesitaban se han encontrado con que no tenían Estado. La gran metáfora de lo que está pasando en España es la de la noble entrega de un voluntariado descoordinado y sin medios para tratar de paliar una tragedia que le supera con mucho y cuya responsabilidad incumbe a un Estado impotente del que lo único que se nos ha enseñado es a sospechar. Y es la consecuencia de una política necia por partida doble. La que ha proyectado sobre todo lo que sea Estado una especie de estigma de rigidez, torpeza y despilfarro, y la que ha alentado la convicción de que con el mercado o con la generosidad de gentes agrupadas en organizaciones no estatales se puede hacer frente a todo.

Lo malo de ese sucinto recetario político-económico que está aplicando el Gobierno Aznar es que pasan cosas graves. Su política puede alardear cuando no pasa nada, pero de pronto aparece el chapapote. Y entonces su política se va o se calla. No lo hace por incompetencia o por malicia. Lo hace porque para decir algo o estar allí tendría que haber tenido las riendas de una organización pública de recursos e instituciones, es decir, de un Estado del siglo XXI. Pero eso lo ha dinamitado con su forma de gobernar. Y es lo que determina que la marea negra haya puesto en entredicho a su Gobierno. Ya no valen los alardes y las posturas. No son suficientes las tardías baladronadas jurídicas ante la Comisión Europea. Hace falta un Estado moderno, pero Aznar parece tan imbuido de la idea competencial de la economía que ha olvidado lo esencial para ser un hombre de Estado: tener un Estado detrás. Aznar no es un hombre de Estado, es un hombre contra el Estado. Y el chapapote ha venido a ponerlo de manifiesto.

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Durante muchos años hemos estado soportando una indoctrinación monocorde y sin matices sobre las perversiones de la política y lo público. Hasta el punto de que se ha generado una estúpida confianza social en la presunta altura ética de las llamadas organizaciones no gubernamentales simplemente porque eran eso, no gubernamentales. Ahora empezamos ya a discriminar un poco, y sabemos que las hay profundamente arribistas e inmorales. Pero de puro obvio, no nos hemos dado cuenta de qué es lo que caracteriza a las mejores de esas organizaciones. Lo que las define en sus términos más valiosos es precisamente que acuden a aquellos lugares cuya vulnerabilidad en términos de salud, cultura, infraestructuras económicas, protección civil o inseguridad jurídica está pidiendo una mano con urgencia. Son los países del tercer mundo, es decir, los países sin Estados modernos. Al tener que presentarse en Galicia para echar esa mano desesperada, las organizaciones no gubernamentales y el voluntariado español han hecho una denuncia tácita que es necesario entender. En materia de medio ambiente Galicia pertenece al tercer mundo. Por el camino que ha ido el Gobierno del señor Aznar, temo mucho que estemos corriendo el riesgo de que lo mismo acabe pasándole a nuestra cultura, nuestra educación, nuestra sanidad o nuestra seguridad ciudadana. Pensemos en ello.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.

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