Desatinos del botellón
Vivimos en una sociedad con profundas contradicciones en lo que se refiere al tema del alcohol y las drogas, ámbito en el que la distancia entre el dicho y el hecho es siempre especialmente grande. Como último ejemplo de esta circunstancia está el caso de la Ley de Prevención del Consumo de Bebidas Alcohólicas, conocida como ley antibotellón, y la modificación de que va a ser objeto antes de su aprobación, tal y como anunció el ministro de Agricultura en la presentación de la Ley del Vino (véase EL PAÍS de 19
de octubre de 2002), que hará que las bebidas de menos de 20° queden exentas de incluir en sus etiquetas leyendas que adviertan del riesgo para la salud y podrán hacer campañas de publicidad que promuevan el consumo moderado.
De este modo, la ley antibotellón se verá forzada a distinguir, en una hipérbole imposible, entre bebidas alcohólicas mejores y peores, más y menos malas o más y menos buenas, cuando está perfectamente establecido que los efectos del alcohol sobre el organismo humano dependen de la cantidad, frecuencia de consumo, graduación de la bebida y susceptibilidad personal de quien la toma. El organismo transforma en los mismos productos finales todas las bebidas alcohólicas, desde la más sofisticada a la más vulgar, y son éstos los que producen sus efectos, entre ellos los tóxicos. Por tanto, tiene más posibilidades de desarrollar una cirrosis, gastritis, demencia, pancreatitis o cualquier enfermedad producida por el alcohol aquel que bebe varias botellas al día del mejor y más caro de los vinos que el que toma una única copa del peor de los destilados.
A nadie se le escapa que alrededor de la industria del alcohol hay notables intereses económicos, no en balde contribuye de una manera destacada al producto interior bruto (PIB) del país y genera numerosísimos puestos de trabajo. No obstante, ésta no es razón suficiente para enmarañarse en explicaciones torticeras que confunden a la gente. Nuestra sociedad tiene asumido el riesgo que implica el libre acceso a las bebidas alcohólicas, por tanto, acepta que el derecho de la mayoría a beberlas lleva implícito el riesgo de que algunas personas tengan problemas coyunturales o progresivos relacionados con las mismas. En consecuencia, es muy importante que los poderes públicos dejen claro que tomar alcohol, como cualquier otra sustancia con acciones reforzantes de su consumo, supone asumir riesgos, porque si bien tienen efectos positivos, con los cuales se disfruta, también los tienen negativos, con los que se pone en peligro la salud. Se trata, pues, de ofrecer información clara e inequívoca, que indique a cualquiera y muy especialmente a los jóvenes el nivel de riesgo que asumen cuando deciden beber alcohol, cualquier clase de alcohol.
Por todo ello y lo que los ciudadanos se juegan en salud, los responsables políticos deberían observar una actitud más comprometida y decidida, huyendo de contradicciones tan evidentes como la que se deriva de la anunciada modificación en la futura ley antibotellón.
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