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Columna
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Pecado original

Durante algunos meses, los analistas de los países emergentes han encontrado argumentos más que suficientes para demonizar la combinación de altos niveles de endeudamiento en divisa y la sujeción a un tipo de cambio fijo. Bastaba mirar a la Argentina del año 2002 para comprender las consecuencias de una macro devaluación en un país en el que el sector privado y el sector público tenían buena parte de sus pasivos denominados en dólares. Los dotados de memoria histórica tenían además la oportunidad de recordar el tequila mexicano de 1994, una crisis en la que también se presentó la tóxica combinación de tipos de cambio fijo y deuda en dólares, los Tesobonos de infausto recuerdo. Tras examinar las crisis financieras de la última década en las tres economías más grandes de Latinoamérica, sólo cabía un veredicto: el tipo de cambio fijo era culpable.

Chile es un modelo: poca deuda y una prima de riesgo por debajo de 300 puntos básicos, frente a los más de 2.300 de Brasil o los 6.000 de Argentina

No hay mucho que oponer a esta conclusión fáctica. La adopción del tipo de cambio fijo no respondió a análisis sobre el régimen cambiario óptimo, sino a la más mundana y urgente necesidad de poner fin a los procesos hiperinflacionarios que abrasaron la región a finales de los años ochenta. Con todo, lo que resulta desconcertante es que estos mismos analistas no se pregunten por qué, tras muchas experiencias desastrosas y crisis, los países emergentes continúan empeñados en endeudarse en una moneda que no es la suya. La respuesta parece simple: décadas de inestabilidad económica y de violaciones abiertas o encubiertas de los derechos de propiedad de los ahorradores e inversores han impedido que en los mercados emergentes aparezcan mercados que ofrezcan crédito a medio y largo plazo en moneda nacional. Ricardo Haussman, antiguo economista jefe del BID, ha bautizado esta situación como el pecado original de los países emergentes. Sus consecuencias son bien conocidas: el sector privado y el sector público tienen que aceptar correr con riesgos cambiarios para obtener los recursos que necesitan para desarrollar sus planes de medio y largo plazo, y los inversores que suministran los fondos, inevitablemente, el riesgo de que si se produce una devaluación, crecerá la probabilidad de que el deudor se convierta en insolvente. Ésta es una de las razones que Guillermo Calvo encuentra para explicar el miedo a flotar que atenaza a algunos Gobiernos que, habiendo optado por un tipo de cambio flexible, en la práctica acaban practicando una flotación sucia y, en ocasiones, abiertamente mugrienta. La actual crisis brasileña está poniendo de relieve que éste es el problema de fondo. La deuda pública brasilera denominada en dólares o ligada al dólar supone alrededor del 30% del PIB, lo que conduce a que una devaluación permanente del 10% del real que no vaya acompañado por una mayor austeridad fiscal, lleve a un aumento de la ratio deuda / PIB de 3 puntos porcentuales.

La crisis del penúltimo antídoto contra la recurrencia de las crisis -elevados superávit primarios más flexibilidad cambiaria- está ya llevando a escudriñar el único caso que en la región continúa siendo exitoso: Chile, un país con tipo de cambio flexible, una norma fiscal clara y creíble -un superávit estructural del 1% del PIB- y un mercado que cubre las moderadas necesidades brutas de financiación públicas con títulos en moneda nacional que rinden tipos de interés ajustados por inflación, algo que blinda a los ahorradores de la tentación que pueden sentir los Gobiernos de licuar el peso de la deuda a través del impuesto inflacionario. Tras veinte años de aplicación del modelo, los balances patrimoniales de los sectores público y privado están en una situación envidiada por sus vecinos. Un modelo a emular: poca deuda y una prima riesgo país que está por debajo de 300 puntos básicos, frente a los más de 2.300 de Brasil o los 6.000 de Argentina.

Si del Pecado Original cometido por Adán y Eva tan sólo nos podía librar el bautismo, de los graves y recurrentes pecados históricamente cometidos por los padres de la patria sólo nos puede salvar la inteligencia. Para llegar a donde está Chile no parece conveniente abalanzarse sobre la primera receta mágica que se presente. Más bien lo que hay que hacer es aplicar el sentido común y desarrollar las reformas necesarias para que el destino de los ahorros de los ciudadanos no dependa de la viveza criolla para salir de situaciones difíciles. Respetar los contratos y los derechos de propiedad es tan simple como imprescindible para que los ciudadanos abandonen sus comportamientos financieros de legítima defensa y se comprometan con sus países.

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