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Columna
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Poe

Durante unos años viví en Nueva York cerca de un antiguo dispensario donde, según me dijeron, había muerto Edgar Allan Poe. Posteriores indagaciones demostraron la falsedad de este dato. En los últimos meses de su vida, Edgar Allan Poe fue llevado, efectivamente, al dispensario del West Village presa de un delirium tremens o, por las mismas causas, en estado comatoso, pero no murió allí. Al cabo de unos días de internamiento fue dado de alta y murió poco después en otro lugar que entonces supe y ahora he olvidado. Durante la época de mi vida a la que me he referido, pasaba con mucha frecuencia frente al dispensario, y nunca dejé de estremecerme recordando a aquel hombre infinitamente infeliz, siempre perseguido por el enemigo ineludible y cruel de su propia imaginación.

Alguien me dirá que este acartonamiento es parte de su gracia, como la puerta del viejo caserón que rechina al abrirla, pero el argumento es falaz
Al llamarlos infantiles no rebajo los cuentos de Poe: son tan terribles como el de Caperucita o Barba Azul, trasplantados a una cultura más urbana

Este recuerdo, que había arrinconado, me vuelve ahora al leer en EL PAÍS unas declaraciones de Joan Lluís Bozzo, director del musical Poe, que se ha estrenado en Barcelona, en las cuales él dice haber detectado 'en un sector de la intelectualidad, en Eduardo Mendoza, por ejemplo, una actitud condescendiente hacia Poe, un cierto menosprecio, como si fuera un autor baratito'. Bueno, es cierto que hace poco, entre gente conocida, expresé algunas opiniones ligeras en este sentido, aunque no en estos términos, sobre Edgar Allan Poe. Sin duda mis palabras llegaron a oídos de Joan Lluís Bozzo en forma fragmentaria y descontextualizada, del mismo modo que ahora me llegan las suyas, que, conociéndole, sé que no encierran un reproche, sino que vienen acompañadas de respeto y afecto. Con idéntica actitud por mi parte, no pretendo enmendarle la plana con estas líneas. Simplemente tomo sus palabras como una amistosa invitación a hablar de Edgar Allan Poe, lo que siempre es un placer.

He leído a Edgar Allan Poe en varias ocasiones a lo largo de mi vida. De adolescente me impresionaron, como no podía ser menos, sus relatos de terror. Al cabo de unos años lo volví a leer, en parte por afición y en parte porque el ambiente literario que me rodeaba se había cansado del experimentalismo y por la consabida ley de péndulo manifestaba gran interés e inclinación por la literatura 'de género' (aún no sabíamos que de aquellos polvos saldría el resbaladizo fango de la posmodernidad), y Edgar Allan Poe era el máximo representante de varios de ellos. De ahí que se convirtiera en lo que tontamente se ha dado en llamar un 'autor de culto'.

Uno de los pocos privilegios de la edad es poder releer, y eso hice al cabo de unos años. Este tercer experimento resultó menos gratificante. Ahora trataré de explicar por qué.

Numerosas adaptaciones a otros medios (versiones juveniles, cine, televisión, etcétera) han hecho que Edgar Allan Poe acabara convirtiéndose en sinónimo de un género que no inventó y en el que, a decir verdad, entró tardíamente. Sin duda, los cuentos de terror se remontan al origen de los tiempos, primero por tradición oral, para ingresar enseguida en la literatura escrita de todos los países, pero el género específico que Poe cultivó deriva por línea directa de la novela gótica inglesa (El castillo de Otranto, de Horace Walpole; El monje, de Matthew; Monk, de Lewis y, por encima de todas ellas, el Frankenstein de Mary Shelley). Edgar Allan Poe desarrolló este género en forma eficaz, pero ligera. No diré que fuera un escritor 'baratito', pero, a mi juicio, no era un escritor de primera categoría, o, dicho en términos menos mercantiles, era un buen escritor, pero no un gran artista, por lo que, leído hoy, su estilo viene lastrado por la retórica de la época y resulta un tanto acartonado. Alguien me dirá que este acartonamiento es parte de su gracia, como la puerta del viejo caserón que rechina al abrirla, pero el argumento es falaz. En la práctica, un lector maduro que aborda los relatos de Edgar Allan Poe en versión original ha de salvar no pocos escollos. A veces, como ocurre con otros escritores, las traducciones lo mejoran, bien por la calidad particular de la traducción (Edgar Allan Poe fue traducido nada menos que por Baudelaire, que lo entronizó en Europa), bien porque las sucesivas traducciones, aun sin ser geniales, modernizan su lenguaje. En cuanto a su contenido, los relatos tienen su raíz en notorios terrores infantiles y conservan buena parte del infantilismo de su procedencia. Tal vez por esta causa las conocidas versiones cinematográficas de Roger Corman, que el propio Joan Lluís Bozzo cita en sus declaraciones, bordean la parodia: son películas que divierten más que aterran, en las que unos actores magníficos, que parecen divertirse mucho, encarnan personajes poseídos por la extravagancia y la desmesura, pero no por el espíritu del Mal. Al llamarlos infantiles no rebajo los cuentos de Edgar Allan Poe: son tan terribles como el de la Caperucita o Barba Azul, trasplantados a una cultura más urbana. Lo que quiero decir es que no tienen la dimensión moral (ni la altura literaria) del Doctor Jeckyll y Mister Hyde o de las insondables historias de fantasmas de Henry James. Sin duda, Edgar Allan Poe no los concibió como una diversión. Es evidente que son la crónica de sus horribles pesadillas. Ahora bien, las pesadillas son relatos o esbozos de relato de gran eficacia para quien las sufre, pero como material literario, al igual que las alucinaciones, las visiones, los desvaríos inducidos y otras epifanías, no van muy lejos.

Al decir esto no creo ser condescendiente, sino crítico. Por lo demás, mi argumento no es éste, sino otro. Porque Edgar Allan Poe no se agota en sus cuentos de terror. Si merece estar en el Olimpo, y yo opino que sí lo merece, es por sus relatos detectivescos, hoy algo olvidados. En este terreno, Edgar Allan Poe no tiene precedentes y sí, en cambio, una larga estirpe. No sólo inventó la moderna novela de detectives, caracterizada por la deducción, sino también la figura paradigmática del detective, que luego continuaría gloriosamente Sherlock Holmes y, más tarde, una interminable línea de epígonos, más o menos logrados: Philo Vance, Nero Wolf, Lord Peter Wimsey, el insoportable Poirot, y así hasta el infinito. Pocos cuentos le bastaron a Edgar Allan Poe para llevar a cabo esta tarea fundacional. Los crímenes de la calle Morgue, El escarabajo de oro, única en su género además de fascinante, y el que para mí es su obra maestra, El caso de Marie Roget, de lectura obligatoria.

Por si esto fuera poco, Edgar Allan Poe escribió relatos de aventuras extraordinarios, éstos ya total o casi totalmente olvidados. Incluso en mi última y menos entusiasta lectura a la que he aludido antes, sentí un escalofrío leyendo El Maëlstrom, y los muchos aficionados a las historias del mar (un batallón encabezado por Javier Marías, una de cuyas primeras novelas, La travesía del horizonte, es un espléndido homenaje al género) siempre llevaremos en nuestro corazón Las aventuras de Arthur Gordon Pym, a cuyos muchos encantos se añade el de no tener final. Julio Verne le dio uno que no estaba mal, pero Julio Verne es un caso similar al de Edgar Allan Poe: tenía ideas geniales, pero no era un escritor genial. Salvo excepciones, sus novelas son mejores en el recuerdo que sobre el papel, porque son historias buenas, que él contaba mal.

Como no pretendo escribir un tratado, paso por alto la obra poética de Edgar Allan Poe. No estoy capacitado para juzgarla y doy por alcanzado el objetivo de este escrito apresurado: demostrar que no menosprecio a Poe, ni mucho menos. Fue un escritor respetado y admirado en su tiempo, al que Dickens quiso conocer cuando viajó a Estados Unidos, y por muchas razones su prestigio y, lo que es más importante, su presencia, nunca han decrecido.

Insisto en que todo lo que antecede no es una contestación a la alusión de Joan Lluís Bozzo. En realidad, la alusión que ha estimulado estas líneas era sólo un comentario pasajero y marginal. Él estaba hablando del musical que ha dirigido, que todavía no he tenido ocasión de ver, pero al que auguro y deseo un gran éxito, y, en este sentido, lo que dice es cierto. Sea cual sea el juicio que cada uno pueda hacer sobre los méritos literarios de Edgar Allan Poe, sus relatos de terror consiguen crear una atmósfera que podemos calificar de poética, si entendemos por poética la materia de que están hechos los sueños, incluso los más espeluznantes.

Una imagen del musical <i>Poe, </i>de Dagoll Dagom.
Una imagen del musical Poe, de Dagoll Dagom.ROS RIBAS
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