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Columna
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Los del padre, contra los del hijo

Andrés Ortega

Un año después del 11-S, el enemigo público número uno de la Administración de Bush no parece ser Bin Laden -en paradero deconocido mientras se complica la situación en Afganistán-, sino Sadam Husein, contra el que EE UU, bajo la Doctrina Bush de la 'autodefensa preventiva unilateralmente determinada', prepara una posible acción militar, que va incluso más allá, pues el objetivo públicamente expresado por el vicepresidente Cheney es el de 'volver a trazar el mapa de Oriente Próximo'. En su día fueron otros occidentales los que lo trazaron, con nefastas consecuencias.

La Administración está dividida, pero parece que van cobrando fuerza los partidarios, como Cheney y el secretario de Defensa Rumsfeld, de una acción militar pronta y masiva, incluso si no cuenta con el respaldo de aliados ni de la ONU. Está por ver si el moderado Colin Powell, que estuvo con el padre dirigiendo la guerra de 1991 y ahora con el hijo como secretario de Estado, logra imponer sus criterios de equilibrio a un Bush que, formalmente, aún no se ha decantado. Los halcones quieren concluir la tarea que en 1991 Bush padre dejó inconclusa, no por voluntad propia sino porque el entonces presidente pensó, prudentemente, que ir más allá del mandato de Naciones Unidas de liberar Kuwait podría socavar la coalición internacional de entonces, y destruir Irak dadas sus tensiones internas entre una parte norte esencialmente kurda, una sur chiíta y la central.

Son ahora los asesores del padre quienes han salido a advertir a los del hijo no de no intentar acabar con Sadam Husein, sino de que tal paso puede destruir la coalición internacional contra el terrorismo (Scowcroft), y que EE UU no debe darlo solo sin los aliados y la legitimidad de Naciones Unidas (Baker), además de avisar sobre el coste que podría tener tal operación en vidas humanas y la incertidumbre de su resultado. La Administración de entonces aún veía a Irak como un contrapeso a Irán. La actual ha abandonado esta política, para ir contra ambos, incluidos en el eje del mal.

La Administración apunta, sin enseñar las pruebas o la información, que Sadam Husein está próximo a disponer de armas nucleares, que, además de las químicas y biológicas, cambiarían la ecuación. Pero hay más. Un Irak controlado por EE UU sería una palanca única no sólo para volver a demostrar el poderío militar de la hiperpotencia al resto del mundo -como si fuera necesario-, sino para manejar toda la zona, para influir sobre el mundo árabe y por extensión musulmán, y sobre el conflicto entre israelíes y palestinos.

Pero sobre todo está el petróleo, pues si de algo entienden el actual presidente Bush, sus principales colaboradores y amigos, es de petróleo. Desde Irak, o con un régimen favorable en Bagdad, más el rosario de bases militares que ha ido montando en Asia Central, EE UU podría controlar los nuevos yacimientos y rutas del petróleo, y mantener una presión sobre el del Golfo, especialmente sobre Irán y Arabia Saudí y el precio del crudo, contando con el apoyo de Rusia. Lo que está intentado EE UU es librarse de su dependencia logística y energética en Arabia Saudí, patria de origen de Bin Laden, fuente de financiación de muchos movimientos islamistas, no violentos y violentos. Arabia Saudí tiene las mayores reservas y producción de petróleo, la custodia de los lugares más santos del islam y bases militares de EE UU, lo que causa serias tensiones. Así, Estados Unidos quiere la colaboración (explícita o implícita) saudí para atacar Irak y dejar de necesitar a los saudíes y de ahí los bailes de estos últimos meses y días. EE UU necesita a Arabia Saudí para dejar de necesitarla, pero la casa de Saud necesita a la vez acercarse y alejarse de Washington para seguir manteniéndose en el poder.

aortega@elpais.es

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