De los amanuenses a los cibercafés
Da vértigo pensarlo. Hace como quien dice cuatro días todavía existían en Barcelona, medio ocultas tras el esplendor del mercado de la Boqueria, unas casetas mínimas que albergaban a unos pocos amanuenses dispuestos a poner por escrito las palabras de otros. Escribían al dictado, con una rapidez digna de récord, con pulcritud y sin faltas, sentados ante una vieja Olivetti y escuchando, sin retenerlas, las palabras de los analfabetos que, con la actitud propia de quien se arrodilla en un confesionario, acudían a un profesional de las palabras para contar lo que les pasaba a parientes o amores lejanos o para resolver papeles burocráticos e instancias coronadas por un 'Dios guarde a usted muchos años'. Todo esto, sin embargo, ya no existe. Ahora vivimos tiempos de gente ensimismada que encuentra en los cibercafés que tanto proliferan la comunicación inmediata y sin intermediarios con países lejanos.
Escribían las cartas de los analfabetos, que se arrodillaban ante ellos como en un confesionario
La tecnología ha hecho que la magia de las palabras no precise de cartas, sobres ni sellos
Cuentan las crónicas que fue a mediados del siglo XIX cuando los amanuenses se instalaron frente al palacio de la Virreina, en plena Rambla de Barcelona. Estaban pegados a un muro frente a Casa Beethoven, en unas mínimas casetas de madera. El analfabetismo de la época auguraba al nuevo negocio buenas perspectivas y en los primeros meses eran muchos los que se confesaban a aquellos escribientes capaces de dominar y descifrar la magia de la palabra escrita. Eran aquellos tiempos de tintero, plumilla y caligrafía, cuando la buena letra era todavía un distintivo social. Según parece, los primeros amanuenses eran militares que habían sido licenciados tras las guerras carlistas; se quedaron sin causa por la que luchar y en pocos días cambiaron las armas por la palabra escrita. La mayoría se limitaban a transcribir con exactitud lo que decía el cliente de turno, pero también los había que proponían modelos de cartas amatorias en las que sólo había que rellenar los espacios en blanco con el nombre del amado o de la amada. Eran Cyranos anónimos, tramposos al servicio del amor y de las letras.
La primera máquina de escribir hizo su aparición en las casetas de los amanuenses de Barcelona en 1924. Fue una revolución que tardaría años en asentarse. Al final, sin embargo, la caligrafía acabó por retroceder frente a la frialdad de la palabra mecanografiada y las colas fueron aumentando. Las muchachas del servicio doméstico eran, según se cuenta, las principales usuarias de los amanuenses. Los domingos por la tarde hacían largas colas para poder mandar unas palabras al pueblo, a la familia, al novio, para apresar la realidad en forma de carta.
El gran enemigo de los amanuenses fue la progresiva culturización del país, aunque las casetas sobrevivieron bastantes años. En 1959 un incendio las destruyó parcialmente y poco después fueron trasladadas a la plaza del Doctor Fleming, su último destino. Quedaron arrinconadas en un rincón del mercado de la Boqueria, como si los responsables municipales prefirieran ocultarlas a la vista del gran público. En los años ochenta llegó su hora definitiva. Las casetas fueron desmontadas y los amanuenses públicos acabaron desapareciendo.
La palabra, de todos modos, tiene ahora un nuevo templo de paso: los cibercafés o los locales de Internet. Basta dejarse caer en uno de los grandes, situados en el centro de Barcelona y abiertos las 24 horas del día, para comprobar cuál es la fiebre que ahora domina la ciudad. Cientos de ordenadores dominan un paisaje vendido a la tecnología, mientras una mayoría absoluta de extranjeros (el 70% dicen las estadísticas) teclea sin parar para explicar sus impresiones lejos de casa o para leer lo que está pasando en su país. Es la palabra inmediata, sin intermediarios, sin caligrafía, sin borrones, sin máquinas de escribir. Es, en definitiva, la magia de unas palabras que ya no necesitan ni sobres, ni postales, ni sellos.
El aumento de los cibercafés es imparable. El primero, El Café de Internet, se instaló en la Gran Via de Barcelona en 1995. Tenía 18 ordenadores a disposición de los clientes y fue saludado como una curiosa novedad tecnológica. Los últimos locales de Internet, como los de la cadena Easy Everything, son grandes salas con 300 ordenadores montados en batería. Ya no hace falta ni la excusa del café: se trata de la comunicación pura y dura, el e-mail por el e-mail, el chat por el chat. De noche, cuando las tarifas bajan, el culto a Internet se dispara y estos locales registran una actividad sorprendente. Los turistas suelen permanecer poco tiempo: escriben sus e-mail, consultan la prensa del país y se largan a recorrer la ciudad. Los ciudadanos locales, en cambio, se apuntan al chat y pueden pasar horas y horas ante el ordenador. Un vicio.
Indican las estadísticas que actualmente hay en Cataluña unos 300 cibercafés que reciben la visita de unas 200.000 personas cada semana. En verano, sin embargo, con la llegada de los turistas, las cifras se disparan y los mensajes no paran de cruzar el mundo por unas autopistas tecnológicas que están a años luz de aquellos amanuenses que algo más de 20 años atrás se esmeraban con su pulcra caligrafía. Eran otros tiempos, otros hábitos, otras letras.
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