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Columna
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Los palestinos, un problema que nadie quiere resolver

Entre las muchas victorias lingüísticas -o sea, políticas- del Estado de Israel, que Jerusalén no valora porque las da por sentadas, figura que el mundo entero hable hoy del problema palestino, que es lo mismo que decir que cayó Constantinopla en lugar de que la conquistaron los musulmanes, o llamar descubrimiento a lo que sería ocupación y colonización, sin entrar en más drásticas adjetivaciones. Ese reflejo se llama euro, o en este caso, judeocentrismo; es decir, asumir que el problema lo crean los otros, o, aún mejor, que ellos son el problema.

No parece difícil de comprender, sin embargo, que el problema lo inventa quien da el primer golpe provocando una mutación grave del paisaje, como ha pasado en Tierra Santa, donde, sin el despliegue secular del sionismo, aunque hubiera hoy todo tipo de problemas, raramente existiría el de Palestina.

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Enredada como está la madeja de una larga pelea entre dos pueblos por una misma tierra, y atendiendo a la ultimísima encarnación del conflicto: la actitud de los despojados con respecto a los desvalijadores, así como ante el mundo en general, cabe concluir que los palestinos constituyen, efectivamente, un problema poliédrico, con tantas caras como inserciones registra en su entorno universal.

Hoy, los palestinos son un problema para todo el mundo, lo que no impide que su reivindicación nacional siga, pese a ello, existiendo, precisamente porque crea contradicciones entre los intereses de los poderes implicados, y que resulte, también, de la más enconada solución porque ninguno de ellos tiene interés en darle satisfacción de ninguna clase.

1. El pueblo palestino es, en primer lugar, un problema para Israel por su tozuda pretensión de que sólo la retirada total del sionismo a las fronteras anteriores a la guerra de junio de 1967 -el 22% de la Palestina colonial- o una permuta equivalente de territorios, pueda poner fin a la dimensión esencial del conflicto. Esa pretensión, que también irrita al mundo entero, se basa en diversas resoluciones de la ONU; en un elemental sentido de la equidad, y en la perentoria necesidad de hacer viable el Estado, que cupiera un día crear en los territorios ocupados.

2. El pueblo palestino es un problema para su propio líder, Yasir Arafat, porque está frustrando su pretensión, casi igual de tenaz, de presidir un Estado palestino independiente, aunque ni fuera Estado, ni independiente. La Intifada de las mezquitas estalló en septiembre de 2000, tanto como un alzamiento contra la ocupación como una clarísima advertencia al rais de que no firmara nada que allegara menos de lo mencionado. Ese temor se agudizó tras las conversaciones de Camp David II, julio de 2000, donde el presidente norteamericano Bill Clinton y el primer ministro israelí Ehud Barak se enojaron tanto con Arafat, cuando éste se negó a cerrar el trato, porque habían llegado a creer que ya tenían la firma atrapada en el bolsillo.

3. El pueblo palestino es un problema para los Estados árabes, sobre todo limítrofes, y más que ninguno Egipto, porque les hace la vida difícil con el patrón de Washington, de forma que para ellos sostener sin regateos la reivindicación de la Autoridad Nacional es incompatible con la alianza clientelar con Estados Unidos. Regímenes escasamente o en absoluto democráticos todos ellos, reciben hoy una legitimidad funcional de su relación especial con Washington. En ese paquete está incluida también Siria, mucho más distante de Estados Unidos, porque la intransigencia nacional palestina remite a un futuro proceloso cualquier negociación israelí con el feudo de Bachir Assad, y en cambio, una Palestina nada soberana, hecha un acerico de colonias sionistas, generaría una percepción de seguridad para Israel que hasta podría facilitar un trato con Damasco. De igual forma, una Palestina débil sería, además, cautiva de sus vecinos árabes, que no sienten afición alguna por tener un país realmente independiente, y por ello, inmanejable, en tan Santos Lugares.

4. El pueblo palestino es un problema para la Unión Europea, porque la exacerbación del conflicto es como un reflector mundial sobre las insuficiencias e inconsistencias de la política exterior de la Comunidad. Y para nada desea la UE un motivo de fricción con Estados Unidos por algo que no sea el acero, ni el libre cambio, sino un intocable contencioso de derechos históricos y sangre.

5. El pueblo palestino es un problema para Estados Unidos, porque no le permite cicatrizar una herida en su visión geopolítica de unipolaridad mundial bajo su exclusiva gerencia. Pese a ser el patrón de ambos bandos, Washington no logra arrastrar a la parte incluso más débil a conformarse con lo que Israel quiera darle. Y Estados Unidos será menos superpotencia de lo que pretende y de lo que puede ser mientras no se acaben de coger esos puntos de sutura.

6. El pueblo palestino es un problema para el movimiento islamista del planeta, por la insistencia de, al menos, una parte de su opinión nacional, en fundar un Estado democrático, que podría ser el primero de carácter básicamente laico en el seno del mundo árabe.

7. El pueblo palestino, al mismo tiempo, es un problema para el desarrollo de instituciones democráticas en ese mismo mundo árabe, por todo lo contrario, como es el secuestro de la acción política por el terrorismo suicida de Hamás y otros frutos del integrismo amargo.

8. Y, finalmente, el pueblo palestino es también un problema para sí mismo por el envilecimiento nacional que constituye, cualquiera que sean sus causas, la extensión de la guerra a objetivos plenamente civiles en el Israel anterior a 1967.

Es cierto que Israel, como Estado democrático de corte occidental, juega con las cartas marcadas; al tiempo que Jerusalén desencadena toda la furia tecnológica de su establecimiento militar y, aunque no necesariamente sea ése su propósito, sus efectos letales no distinguen entre combatientes y civiles, no por ello deja de exigir al adversario que, si quiere combatir, lo haga con armas iguales; aquellas de las que el bando palestino, justamente, carece. Así, conmina al desprivilegiado tecnológico a no echar mano de las únicas armas que posee, las del pobre, amenazándole con la condenación universal. Pero es que, aparte de que esa condena está del todo justificada, semejantes armas no serán las que lleven a la victoria al pueblo palestino.

Cada atentado suicida es un clavo más en el ataúd que Washington parece cada día más próximo a cerrar sobre la vida, al menos política, del presidente Arafat, y con ello, de cualquier asomo de equilibrio norteamericano en el contencioso de Oriente Próximo. Obtener la victoria por medio del terror, aunque fuera imaginable, no podría constituir el cimiento de una sociedad de verdad democrática.

¿Tiene solución el problema palestino? No con el presente Estado de Israel, y no porque Sharon, en particular, se oponga, puesto que, anteriormente con Barak la ecuación sólo variaba cuantitativa y no cualitativamente. La respuesta no se encierra en la eventual restitución plagada de anatemas de un 90 y pico por ciento de Cisjordania y Jerusalén-Este, sino en el fin total, inmediato, y verificable, de la colonización, para negociar acto seguido plazos y condiciones de una retirada y/o permuta de territorios. Si Israel garantizara entonces que el fin de las negociaciones hubiera de ser un acuerdo territorial sin imposiciones, podría poner como condición absoluta para el progreso de las mismas el fin de los atentados terroristas.

Es posible, como dicen muchos en Israel, que los atentados no cesaran cualquiera que fuese la oferta israelí, pero nadie lo sabe a ciencia cierta porque esa oportunidad no se ha presentado; mientras Barak ofrecía el presunto oro al seguro moro en Camp David II, seguían llegando todos los días nuevos pobladores a Cisjordania. En cambio, alguien que estuviera dispuesto a una paz sin anexiones no dejaría pasar la oportunidad de explorar esa vía negociadora. El problema consiste en que ni quien ha buscado sinceramente la paz como el laborista Shlomo Ben Ami parece hoy capaz de enfrentarse al lobby del Bloque de la Fe, que se planta y se riega con fervor bíblico en la tierra conquistada.

Son los atentados suicidas, por añadidura, los que enmascaran la oferta de la cumbre árabe de Beirut del pasado marzo, de una retirada completa a cambio de una paz también plena, permitiéndole a Sharon y a su aspirante a Némesis, Benjamín Netanyahu, despachar arrogantemente la idea como un plan falsario de Arabia Saudí para recuperar el favor de Washington tras el atentado del 11 de septiembre. ¿Pero, y qué si lo es? ¿Acaso, por ello, no habría que estudiarlo, si se deseara una paz justa y generosa?

Efectivamente, Palestina, el pueblo palestino, se ha convertido en un problema que todos querrían esconder hoy bajo la alfombra; liquidar en una operación de fulminantes rebajas negociadoras, exterminar con las fuerzas del Tsahal o cloroformizar a base de resoluciones, convenciones e imposiciones.

El pueblo palestino es un problema porque ha tenido la osadía de existir, y, precisamente, mientras exista habrá alguna posibilidad de que se solucione. Pero si entre todos consiguen que desaparezca, como el prestidigitador que escamotea pero no deshace la materia, que nadie se llame a engaño, el problema se volverá a presentar, inevitable, bajo otro atuendo en el futuro, y entonces puede serlo, en vez de palestino, el problema de Israel. ¿Quién quiere vivir eternamente de prestado?

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