Los indígenas que plantaron cara a la guerrilla
Los indios de un pequeño pueblo colombiano se han convertido en símbolo de resistencia al rechazar un ataque de la guerrilla
El Toyota de segunda mano brinca violentamente por la escarpada trocha que nace de la Panamericana camino de Siberia y de Caldono, el pueblo de la meseta andina que el 11 de noviembre último impidió a la guerrilla de las FARC la toma del municipio. Huele intensamente a gasolina mal quemada y, a cada sacudida con los baches, el vehículo da con sus atormentados bajos en las piedras que pueblan la intrincada ruta. 'Recuerde, no lleve nada de valor encima allí arriba, que la guerrilla sale frecuentemente al camino. Y no abra la boca, que se le nota demasiado que es extranjero', había insistido el responsable del centro indígena de Popayán, en la región del Cauca.
Acuclillado igualmente sobre los sacos de harina que componen la carga del Toyota, Gilberto Yafue ilustra al periodista sobre el universo espiritual de los indios andinos, mientras el chófer charla con el resto de los pasajeros: una india de piel muy oscura que lleva consigo un bebé de meses, una abogada defensora de la causa indígena y un hombre algo mayor, de aspecto sereno, que asiste en silencio a nuestra conversación. 'Para ustedes es difícil entender nuestro sentido comunitario, nuestra concepción espiritual de la naturaleza, el desapego por las cosas materiales. Sólo trabajamos para vivir, no tenemos una idea materialista de la vida'. Gilberto me anuncia que la población indígena que compone el 80% de los habitantes de Caldono ha tomado la alcaldía porque el regidor no respeta 'los usos y costumbres' de los indios, amparados por la Constitución colombiana de 1991, y porque, además, ha intentado formar su propio cabildo (corporación indígena), hecho, por lo visto, gravísimo que atenta contra el principio de representación única. Hay un choque frontal de competencias entre la autoridad administrativa local y los órganos de representación de la comunidad indígena: el cabildo, los gobernadores, los alguaciles, creados en tiempos de los españoles cuatro siglos atrás y absolutamente vigentes.
'Llegaron a las cinco de la tarde y no nos movimos a pesar de los disparos'
Son críos de 15 años a los que han cambiado el azadón por el fusil
Caldono aparece al final de un tortuoso camino ascendente de casi tres horas, asentado sobre un llano natural en el que las acusadas pendientes andinas se han dado un respiro. A un costado del pueblo, en violento contraste con las construcciones bajas, de una o dos plantas, todas ellas distinguidas con un trapo blanco anudado a un palo, se alza imponente el cuartel de la policía. Es un búnker fantasmal, sellado y protegido con alambradas y sacos terreros que no emite más señales de vida que el ondear de la gran bandera colombiana instalada en lo más alto, por encima de la red metálica que recubre enteramente el tejado para desviar los proyectiles de grueso calibre o amortiguar el impacto. 'Es un capricho del Estado. Está ahí para demostrar que el Gobierno no se rinde, pero los policías apenas salen del cuartel y desde luego no dan 10 pasos en esa dirección', indica un vecino señalando a la espesura. Las FARC han atacado y destruido el edificio en cuatro ocasiones, pero el 11 de noviembre último el recuerdo de la última toma del pueblo por la guerrilla resultó insoportable para los vecinos de Caldono. 'Cuando atacan bajan del monte en columnas de 300, 400 o 500 hombres. Ocupan un área muy vasta, llegan incluso a instalar retenes muchos kilómetros abajo, en las inmediaciones de la Panamericana, y son despiadados. Sí, claro que centran sus ataques en este cuartel, pero los cilindros de gas rellenos de explosivos que lanzan son muy dañinos y poco precisos. La vez anterior destruyeron 10 casas, el tejado de la iglesia y las dos escuelas, porque, después de acabar con el cuartel, persiguieron casa por casa a los policías que habían logrado sobrevivir al bombardeo. No es una experiencia muy positiva para los niños, ¿sabe usted?', indica un vecino del cuartel.
En lugar de huir ante el inminente ataque de las FARC -en las zonas ocupadas por las guerrillas esas cosas se saben por una u otra vía-, los indígenas de Caldono decidieron ese día plantar cara. Los altavoces de la iglesia convocaron a los vecinos a concentrarse en los accesos al pueblo sin más armas que los bastones que utilizan habitualmente. 'Llegaron a eso de las cinco de la tarde y nosotros no nos movimos a pesar de las amenazas y de los disparos intimidatorios. Todo el pueblo estaba allá, porque también los no indios salieron de sus escondites al ver nuestra determinación', comenta un vecino. Gilberto Lafue negoció aquella tarde con un jefe de la guerrilla conocido como Rogelio. 'Él insistía en que el cuartel era objetivo militar y yo le decía que si atacaba tendría que matarnos a nosotros y ponerse en contra a toda la comunidad indígena. Le dije que no permitíamos que volvieran a destruir la iglesia, las casas y las escuelas y que, si lo suyo era el cuartel, que afinaran su puntería o que dejaran de utilizar los cilindros de gas como proyectiles. Fue muy, muy tenso', recuerda. Empezaron a disparar contra el equipo de altavoces que estaba en lo alto de la torre del campanario de la iglesia y no dejaba de atronar. Hubo un momento difícil en el que el cura pensó que debíamos desistir. 'Padre', le dije, 'qué importa que destruyan el equipo de música si salvamos un montón de vidas'. Aquello duró tres horas, pero al final terminaron retirándose. Por si volvían, nos quedamos toda la noche vigilando y cantando alrededor de las hogueras que hicimos con neumáticos'.
El comportamiento de Caldono dejó estupefacta a la opinión pública colombiana, que vio allí un ejemplo supremo de resistencia cívica frente a la violencia. Durante su campaña electoral, el propio Álvaro Uribe llegó al pueblo para felicitar a sus vecinos y prometerles mayor respaldo institucional. 'Vino en helicóptero, nos saludó, estuvo media hora y se fue'. Los vecinos de este municipio están lejos, sin embargo, de aceptar complacidos los elogios y los títulos institucionales que les dispensan últimamente. 'No queremos estar en esta guerra; tampoco estamos con la policía y el Ejército. Uribe podía haber aprovechado el viaje para ir a Naya a hablar con las familias de los 200 desaparecidos, niños y mujeres incluidos, que masacraron los paramilitares. ¿Sabe usted que allí entraron en moto armados con motosierras y que por lo visto arrojaron los cadáveres a unos barrancos gigantescos? La zona de Naya es área de distensión que se les ha dejado a los paras. ¿Por qué no va allí el Ejército?, pregunta un miembro de la comunidad indígena. 'En este guerra', dice, 'todo el mundo trata de arrebatarnos nuestro territorio y sojuzgarnos. Contra lo que se piensa, los paras y las guerrillas se matan muy poco entre ellos; somos nosotros, la población, la que pone las víctimas'.
Cabecera de un área poblada por 32.000 almas, Caldono vive ahora inmerso en un clima de agitación política. Grupos de jóvenes alguaciles indígenas armados con robustos bastones patrullan las calles y vigilan los accesos al municipio bajo la dirección de hombres maduros, los gobernadores, que se distinguen por las cintas de colores clavadas en sus varas de mando. Otros jóvenes juegan al fútbol en la arboleda de la plaza, delante de la iglesia del pueblo, todavía en reparación, blanca, de una sola nave, hermosa en su sencillez como tantas otras de América Latina. El Ayuntamiento está ocupado por miembros de la comunidad indígena que se turnan día y noche en esta tarea, y el alcalde ha huido temeroso del juicio al que va a someterle el cabildo.
La Constitución colombiana reconoce a la comunidad indígena como parte esencial del propio Estado y le concede la potestad de ejercer justicia en los casos de los delitos menos graves, pero es dudoso que las leyes respalden la destitución de un alcalde legítimamente elegido. El Gobierno ha otorgado a la comunidad indígena, que sólo supone el 3% de la población, la propiedad sobre el 25% de las tierras. 'Es un reconocimiento teórico, porque la justicia exterior', dice Gilberto, 'sólo acepta nuestros derechos sobre la corteza vegetal, pero no sobre el subsuelo ni sobre el aire. Así que las compañías mineras pueden abrirles las entrañas a nuestra tierra y extraer lo que les plazca'.
El chófer lleva ya mucho tiempo inquieto, apurándonos para subir a la furgoneta. 'Reclutan críos y crías de 15 años que son capaces de cualquier cosa porque ni siquiera saben el valor de la vida. Les cambian el azadón por el fusil, y de no ser nadie pasan a sentirse poderosos y temidos. Aquí cobran y trapichean con los indios por los cultivos de la amapola, requisan todo lo que pueden y, si no tienes nada de valor, te cobran un peaje de 20.000 pesos por dejarte pasar. Dice que todos los habitantes de esa zona viven en riesgo y que uno no sabe nunca muy bien quién va a pararte en el camino. 'Imagínese que una vez nos pararon por esta zona en un retén. Estaban muy violentos y un hombre que venía conmigo se descompuso y empezó a suplicarles. 'No me maten, no me maten, que yo he sido guerrillero'. Lo masacraron allí mismo porque resultó que no eran guerrilleros, sino los paramilitares'.
El chófer no quiere esperar más. Cuando nos alejamos, precedidos por una motocicleta que nos abre el paso para alertarnos en caso de peligro, el chófer no puede evitar lanzar una última mirada al cuartel policial envuelto en la penumbra que recorta su silueta en el cielo. 'A esos sí que les espera una noche larga. Tiene que ser duro vivir encerrado esperando el momento en que vengan a matarte'. El viaje de regreso transcurre en animada charla, pero todos los ojos están clavados en el camino o escudriñando la espesura, porque existe el temor a las represalias. Por momentos, cuando la furgoneta encara una curva particularmente cerrada, las palabras quedan suspendidas en el aire hasta que la incógnita se despeja. Sin problemas, llegamos a la Panamericana, donde los camiones aprovechan la doble línea continua para adelantarse. Una veintena de kilómetros más adelante, tras el cambio de una cubierta reventada, nos topamos con un aparatoso control del Ejército. '¿No han visto nada tres kilómetros atrás? ', interroga el joven oficial. 'No tengan miedo, dígannos qué es lo que han visto?', insiste. Un viajero comenta por lo bajo: 'Si tienen tanto interés, podían ir ellos mismos a echar un vistazo'. Los del asiento delantero responden a coro al oficial que no hemos visto absolutamente nada a lo largo de todo el trayecto. Esta vez es rigurosamente cierto.
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