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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las pistas del 11-S

La admisión por la Casa Blanca de que el presidente Bush recibió a comienzos de agosto advertencias de la CIA sobre posibles secuestros de aeronaves por los secuaces de Osama Bin Laden ha levantado una tormenta política. El propio Bush salió ayer al paso, asegurando que desconocía por completo lo que se preparaba. Asumiendo el daño que la revelación, filtrada a una cadena de televisión, puede causar a una presidencia que se desenvuelve con amplios márgenes de aprobación ciudadana, su Estado Mayor ha iniciado una contraofensiva mediática cuyo argumento básico es que nadie en su sano juicio se atrevería a cargar semejante losa de irresponsabilidad sobre un presidente en ejercicio. La versión del Gobierno reza que los informes eran de naturaleza tan vaga e inconcreta que poco podía hacerse, salvo advertir genéricamente a las líneas aéreas.

La explicación quizá refleja lo sucedido, pero no es suficiente a estas alturas para liquidar los interrogantes sobre una tragedia que causó más de 3.000 muertos y cambió el mundo. No lo sería aunque el tema haya salido a la luz como vendetta de los demócratas en año electoral; algo que no se puede excluir habida cuenta de que los comités de espionaje de las dos cámaras del Congreso recibieron de la CIA parecidos informes a los suministrados a Bush, sin que nadie, que se sepa, moviera un dedo. Una investigación parlamentaria sobre los prolegómenos del 11-S discurre a cámara lenta por las zancadillas y la burocracia.

Procede, por tanto, una indagación independiente, pública y urgente, como la solicitada por la oposición en la Cámara de Representantes y algunos congresistas republicanos. Porque, en cualquier caso, resulta inadmisible que los estadounidenses hayan tenido que esperar ocho meses y un soplo para enterarse de que su presidente, en las más largas vacaciones que se recuerdan, recibió advertencias, por fragmentarias que fuesen, que quizá convenientemente analizadas hubieran llevado a alguna pista relevante.

Una de las lecciones básicas del 11-S fue el fracaso estrepitoso de los servicios de inteligencia más nutridos del mundo. El espionaje estadounidense, pese a sus medios infinitos, infravaloró la posibilidad de un ataque de Al Qaeda en su propio territorio. Las cosas no parecen haber cambiado excesivamente desde entonces, salvo el hecho de que los jefes del FBI y la CIA informen ahora conjuntamente, y no por separado, a George Bush. Pese a su teórica coordinación por una oficina de seguridad nacional, falta mucho para que las múltiples organizaciones relacionadas en EE UU con la prevención del terrorismo funcionen interconectadas. Y, sin embargo, Gobierno y Congreso no tienen otro objetivo mayor que tratar de impedir por todos los medios que algo parecido vuelva a ocurrir.

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