La vida en el interior de la basílica
Relato de la convivencia durante 9 días con los palestinos asediados en Belén
Tardé un minuto en acostumbrarme a la oscuridad. Los hombres corrían, intentaban coger los alimentos. Tenían el rostro enloquecido. Llevaban tres días sin comer nada más que sopa de hierba. En el vestíbulo de la iglesia de la Natividad, varias velas ardían en el suelo, alrededor del presbiterio, y un gran cirio flameaba en el centro. Eran la única fuente de luz. Los hombres -civiles, presuntos terroristas y policías palestinos- agarraban los caramelos, las galletas, el arroz y las lentejas.
Todos estaban allí desde hacía un mes. Entre ellos, 13 a los que los israelíes consideraban extremadamente peligrosos, algunos acusados de matar a civiles israelíes y fabricar explosivos. Se habían refugiado en la iglesia cuando las tropas israelíes invadieron Cisjordania tras una serie de atentados.
Dormíamos a menos de cinco metros del lugar donde se cree que nació Jesús
Aunque la iglesia estaba rodeada por soldados israelíes, el cerco no era hermético. Varios partidarios llevaron alimentos a los palestinos. Éstos se escaparon para conseguir mantas. Hicieron decenas de llamadas desde sus teléfonos móviles; al menos una a las tropas que los rodeaban. La basílica de Belén se alza sobre una gruta que los cristianos veneran por considerarla la cuna de Jesucristo. Era la primera vez que yo estaba allí.
Había fotografiado el regreso de Yasir Arafat a Ramala para Los Angeles Times. Volví a mi hotel de Belén agotada. De pronto, movida por un impulso, cogí una cámara y me dirigí a la iglesia para hablar con mis colegas y enterarme de las últimas noticias. Al llegar, oí que los miembros de una ONG, Movimiento de Solidaridad Internacional, tenían previsto atravesar corriendo las filas israelíes para llevar alimentos a los 124 palestinos encerrados en el interior de la iglesia. Les seguí.
Los soldados vieron a la gente de Solidaridad y empezaron a perseguirnos. Cogieron a unos cuantos rezagados, pero 10 miembros llegaron al templo. Corrimos con las manos levantadas hasta la entrada. Era la llamada Puerta de la Humillación. Algunos dicen que te enseña humildad porque tienes que inclinarte para poder pasar. Sin dudarlo, me agaché y me encontré en el interior. '¡Gracias! ¡Gracias!', dijeron los palestinos.
Los miembros del movimiento no estaban muy contentos de que me hubiera unido a ellos. No llevaba comida, sólo una cámara, y estaba allí para hacer fotografías. Era la única fotógrafa de prensa que había entrado desde que comenzó el asedio. Vi que estaba en una iglesia con forma de cruz, de unos 45 metros de largo. Había mantas extendidas sobre el suelo de piedra del siglo IV. El centro de la nave estaba vacío, excepto por una antorcha encendida, hecha con cera de las velas. Alrededor había varias sillas. Era el punto central de reunión.
En el brazo derecho estaba un hombre que había recibido un disparo y a su alrededor estaban los líderes, entre ellos Abdalá Daud, jefe de los servicios palestinos de información en Belén y acusado por Israel de introducir de contrabando armas y proporcionar explosivos a los militantes, e Ibrahim Abayat, el jefe en Belén de la Brigada de los Mártires de Al Aqsa, una milicia que se ha responsabilizado de atentados suicidas. La iglesia olía a cera ardiendo y a las hojas fritas de los árboles en el jardín. Hasta nuestra llegada, la dieta había consistido en esas hojas y sopa de hierbas.
A mi alrededor había un murmullo constante que a veces se convertía casi en un rugido. Los hombres hablaban todos a la vez. El sonido circulaba, flotaba y se arremolinaba en la iglesia. El idioma era árabe, y no podía entenderlo. Sólo sabía decir 'Gracias'. Cuando el ruido disminuía, podía oír a los pájaros que cantaban fuera. Nos dieron mantas y nos dijeron dónde dormir: en la gruta situada bajo el suelo de la parte delantera de la iglesia, a menos de cinco metros del lugar en el que los cristianos creen que nació Jesús. El sitio está señalado con una estrella. Me sentí un poco incómoda. Era un lugar sagrado. Allí no debería dormir nadie. Pero me sentí segura. Estaba bajo una iglesia con suelo de piedra, muros reforzados y gruesas puertas con barras de metal.
Nuestra comida había consistido en una sopa aguada, preparada con arroz llevado por los miembros de Solidaridad. Me fui a mi manta después de tomar ocho cucharadas. Hacía tanto frío que casi no dormí. Pero por la mañana llegó una sorpresa. Me despertaron varios sacerdotes cubiertos con sus vestiduras, que entonaban sus liturgias en un pequeño altar de la gruta. Durante la mañana, los palestinos nos enseñaron el complejo de la basílica. Había resultado dañada durante el asedio, pero era imposible saber cómo se había causado cada daño o quién lo había hecho.
A las dos de la tarde, un rechoncho cocinero palestino, de nombre Abu Ibrahim, tenía lista la comida, hecha con más arroz y lentejas, también llevadas por Solidaridad. Era un buen cocinero y, como tal, vigilaba una cacerola de 1,25 metros de ancho y 60 centímetros de alto, colocada sobre el estrado del altar en la nave principal. La mayoría de los palestinos, nos dijeron, habían perdido 15 kilos, al menos, desde el comienzo del asedio. Sin embargo, el cocinero debía de probar todos sus guisos, porque todavía podía perder mucho más. Les encantaba cómo guisaba. Lo mejor era que podía sacar una comida de la nada.
Me encontré con un miembro de la policía costera palestina que tenía un teléfono móvil como el mío. Le pedí su cargador. Me mostró cómo alguien había conseguido llevar la electricidad a la iglesia y cómo usaban la conexión los palestinos para cargar los 50 teléfonos que habían llevado consigo.
El sábado, mi tercer día, un disparo aislado derribó a Khalaf Najezeh, de 40 años, miembro de las fuerzas de seguridad palestinas. Desde un móvil, uno de los palestinos llamó a los israelíes. Al cabo de una media hora llegaron y se llevaron a Najezeh en jeep a un hospital. Murió antes de llegar. Los palestinos se sentaron en un rectángulo y empezaron a contar historias sobre él, y luego dijeron sus oraciones vespertinas.
Rezaban juntos dos veces al día, a las 4.30 de la mañana y a las 7 de la tarde, siempre en la nave principal. La tenían a su disposición, porque los únicos servicios cristianos se llevaban a cabo en la gruta. Los palestinos dijeron que habían prometido a los sacerdotes cristianos de la basílica que no iban a disparar desde la iglesia.
Ese sábado corrió por la iglesia el rumor de que las negociaciones para acabar con el asedio estaban prácticamente culminadas. El 'gran jefe', como llamaban al cocinero, cantaba. Todo el mundo se fue a la cama contento.
Ahora tenía dos mantas. Alguien se había deslizado por la parte posterior de la iglesia, había ido a un hotel cercano, el Casanova, y había robado 11 mantas y almohadas. Fui al piso de arriba y me uní a un grupo de hombres entre los que estaba el policía costero que me había enseñado a cargar mi teléfono. Parecía tener de todo. En una bolsa que llevaba en bandolera tenía tiritas, papel y bolígrafos, y dos cargadores de móviles.
Los alimentos disminuían, y el lunes comimos de nuevo hojas fritas y sopa de hierbas. Las hojas sabían a hojaldre con una pizca de limón, pero sin azúcar, y la sopa de hierbas sabía ligeramente a espinacas, pero, para alguien hambriento, estaba caliente y llenaba, sobre todo con un poco de sal.
El martes, la madre y una hermana de Abeiyat, el jefe de los Mártires de Al Aqsa, consiguieron introducir comida. Naranjas, arroz y tomates. El miércoles, mi séptimo día, las negociaciones avanzaron a trompicones. Se decía que las conversaciones iban bien, pero luego, que se desmoronaban. Por fin las cosas empezaron a arreglarse. Pero no ocurrió nada. El jueves fui a un grifo exterior al que alguien había conseguido hacer llegar agua de fuera del complejo. Me lavé la cara, las manos y el pelo. Vi que uno de los palestinos, un anciano, me observaba. Mi ropa era un desastre. 'Espera', me dijo. Volvió con una camisa de algodón limpia y unas bragas. No me lo podía creer.
El viernes -mi noveno día-, antes del amanecer, corrió la noticia de que se había llegado a un acuerdo. A las 5.30 de la mañana, los palestinos hicieron otra gran comida de arroz y alubias. Poco después de las 6 llegó el final. Uno a uno, los 13 palestinos a los que Israel iba a mandar al exilio se pusieron en fila junto a la Puerta de la Humillación. Los demás pasaron a su lado para despedirse.
© Los Angeles Times / Carolyn Cole
Carolyn Cole
La fotógrafa Carolyn Cole trabaja para Los Angeles Times desde 1994. Esta semana se ha convertido en la única periodista que ha obtenido imágenes y testimonios del interior de la basílica de la Natividad, en Belén. Carolyn Cole cobró nombre internacional con su cobertura de escenarios como la campaña bélica en Afganistán, la guerra de Kosovo o el huracán Mitch en Centroamérica. En 1998 fue nombrada periodista del año por Times Mirror.
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