Reconciliación 'versus' justicia en Ruanda
El autor alerta sobre la situación de los cientos de miles de reclusos del Gobierno tutsi y pone en tela de juicio a los tribunales de Kigali
En estos días de retórica guerrera contra el terrorismo global falta tiempo para recordar el último genocidio en Ruanda, que comenzó el 7 de abril de 1994 y durante tres meses, con una eficacia y crueldad que sacarían los colores a los verdugos voluntarios de Hitler, acabó con 800.000 vidas, mayoritariamente de tutsis y aquellos hutus moderados considerados oposición al Gobierno. Siete años después se siguen buscando fórmulas que, combinando justicia y reconciliación, logren recomponer una sociedad destruida por el genocidio.
Los principales ejecutores de las masacres fueron las milicias hutus Interahanwe, 'los que matan juntos', que contaron con el apoyo de autoridades de todos los niveles de la Administración, jerarcas de la Iglesia católica, además, y, de manera significativa, de la Televisión y Radio Mil Colinas, cuyos mensajes de 'aplastar a las cucarachas' sirvieron de pistoletazo de salida y jalearon la carnicería.
Las matanzas provocaron la reacción de la diáspora tutsi en Uganda y Tanzania del Frente Patriótico Ruandés, el FPR, que en una ofensiva relámpago conquistó el país y provocó un éxodo inverso de refugiados hutus que huían de las represalias de los ahora vencedores. Lo más destacable es que todo esto ocurrió en el plazo de tres meses. A pesar de las señales de lo que se avecinaba, la comunidad internacional bien se escudó en su endémica burocracia para no impedir el baño de sangre, como hizo la misión de Naciones Unidas Unamir I, o bien apoyó descaradamente a los genocidas, como hicieron algunas de las más sólidas democracias de turbio pasado colonial.
La victoria del tutsi Frente Patriótico Ruandés trajo consigo un bagaje de represión, arrestos arbitrarios y ejecuciones extrajudiciales, consecuencia injustificable de las matanzas de unos meses atrás. Progresivamente, desde abril a finales de aquel año, las imágenes de las matanzas fueron reemplazadas por las del éxodo de los refugiados hutus hacia Zaire y, posteriormente, y de manera más marginal, por las del hacinamiento de presos en las prisiones ruandesas.
Tras la destrucción de muchos de los juzgados y el asesinato o exilio de la mayoría de los magistrados, la administración de la justicia quedó en manos del Ejército vencedor, que se dedicó a llenar las cárceles hasta que de una capacidad máxima inicial de 15.000 reclusos se llegó a los 120.000, en ocasiones llegando a hacinar 10 prisioneros en el espacio previsto para uno sólo. En este tiempo se estaba consolidando el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, con sede en Arusha, Tanzania, el ICTR, que se encargaría de juzgar a los principales actores del genocidio. Así las cosas, y con la comunidad internacional intentando asistir a reconstruir los platos rotos, las sucesivas misiones de Naciones Unidas desde Unamir II tuvieron entre sus objetivos prioritarios no sólo apoyar el retorno de los refugiados, sino apoyar la creación de una cultura del imperio de la ley, intentar facilitar la reconciliación entre ambas etnias y aliviar la situación humanitaria en las prisiones y los centros de detención.
Sea como fuere, la mayoría de estas iniciativas, que incluyeron desde la reconstrucción física de juzgados hasta la formación de cuadros judiciales, jueces, fiscales, asistentes, secretarios e investigadores, encontraron una resistencia frontal por parte del nuevo Gobierno ruandés del FPR, entre cuyas prioridades no se incluía dar un juicio justo en un lapso razonable de tiempo a los cientos de miles de detenidos. Así las cosas, desde 1997 únicamente 5.300 detenidos han sido juzgados por la justicia ruandesa y 52 se encuentran bajo custodia del ICTR. Se calcula que al ritmo actual se tardarán 200 años en juzgar al número actual de detenidos.
Hace algo más de un año fue el propio Gobierno ruandés el que acudió a la comunidad internacional solicitando su apoyo económico para una novedosa propuesta que, mediante la aplicación del derecho consuetudinario ruandés, o Gacaca, no sólo prometía resolver el asunto del hacinamiento en las prisiones, sino que además decía promover la reconciliación entre los ejecutores y las víctimas del genocidio.
La iniciativa, bajo el lema 'la verdad cura', incluía una petición de apoyo para la formación de unos 250.000 participantes en estos tribunales populares, que administrarían la justicia a nivel local.
El proyecto se basaba en la división de los detenidos en categorías de acuerdo con los delitos que les fueran imputados. Los organizadores del genocidio sería juzgados por el ICTR o por la justicia ordinaria ruandesa, mientras que los detenidos acusados de participar en asesinatos y delitos de lesiones, los acusados de participar en actos de asalto contra personas y aquellos que aprovecharon el periodo de las matanzas para robar o saquear serían juzgados por los tribunales de Gacaca.
Algunos de los principales donantes de ayuda a la zona, incluyendo gobiernos cuyos vínculos con los organizadores del genocidio son irrefutables, se aprestaron a apoyar el proyecto sin dilaciones y sin mayor cuestionamiento del mismo.
Simultáneamente, organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional alertaron de los aspectos oscuros del proyecto, algunos de ellos tan notables como el hecho de que la Gacaca fuera un derecho concebido inicialmente para resolver disputas entre vecinos y no casos de derecho penal, la falta de previsiones para la asistencia de abogados a los detenidos u objetando a la ausencia de garantías de imparcialidad de los nuevos jueces a los que no les es requerida una formación técnica en administración de justicia y que en muchos casos son analfabetos.
Haciéndose eco de las objeciones presentadas por las organizaciones de derechos humanos, parece legítimo preguntarse qué tipo de garantías procesales van a proteger a los detenidos, así como qué medidas garantizan la independencia de los nuevos tribunales populares frente a las presiones de los supervivientes del genocidio o de los comandantes locales del Ejército, muchos de los que perdieron a sus familias en las matanzas o algunos de los que formularon acusaciones falsas para simplemente apropiarse de los bienes de sus vecinos.
Resulta extraño asumir el apoyo de los donantes a este proyecto, que, si bien puede llevar a aliviar la nada despreciable, aunque coyuntural, situación humanitaria de las prisiones, contribuye poco a la creación de una cultura de imperio de la ley y de Estado de derecho en una región, la de los Grandes Lagos, tan escasa de estos principios. Todo esto sin mencionar las dificultades logísticas no sólo de formación de los participantes en los juicios, impresión de 200.000 manuales en kinyarwanda y el registro de las audiencias medida por otra parte imprescindible si se pretende que este proyecto tenga alguna utilidad para las futuras generaciones de hutus y tutsis.
Y desde esta misma óptica cabe preguntarse si los fondos destinados a financiar esta iniciativa no habrían sido mejor destinados si hubieran sido invertidos en la rehabilitación efectiva del sistema judicial y la formación de jueces, fiscales y abogados defensores.
Desde luego, siempre se puede argumentar que el derecho por sí solo no necesariamente promueve la reconciliación, elemento clave en esta situación posgenocidio, pero de la misma manera cabría argüir que la combinación de un sistema judicial efectivo, en el ámbito local y a nivel internacional, junto con la creación de una comisión de la verdad, de la que ya hay abundantes experiencias, algunas tan cercanas culturalmente como la surafricana, podrían haber conseguido los dos objetivos perseguidos: la justicia y la reconciliación. Más aún, en una reciente encuesta llevada a cabo en Ruanda la mitad de los encuestados expresaron su temor a que si los juicios de Gacaca no traen la tan manida reconciliación, podría producirse una brecha aún mayor entre hutus y tutsis.
Por el momento habrá que esperar hasta mediados de este año, fecha prevista para iniciar los juicios de Gacaca, para ver si el novedoso sistema logra conciliar estos dos objetivos sin sacrificar los derechos humanos.
José María Aranaz ha trabajado en Ruanda entre 1995 y 1996.
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