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Columna
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Hacia la paz perpetua

A lo largo de mi larguísima vida no han sido pocos los premios, nunca solicitados y siempre agradecidos, que mi obra literaria ha recibido, todos ellos apuntando a algún aspecto de mi labor intelectual o artística. Pero hoy este nuevo Premio Fernando Abril Martorell 2001 quiere recompensar mis esfuerzos hacia la concordia después de una época en que, tras crudelísima guerra civil, quedó establecida la división de los españoles entre perseguidores y víctimas, entre opresores y oprimidos, estos últimos no sólo residiendo dentro del territorio nacional, sino los expulsados de él a un exilio diversamente fatigoso y amargo, y en todo caso lamentable. Yo he sido una de tantas víctimas de esta situación, y en el destierro he procurado, sin abdicar de los principios liberales en que se había inspirado hasta entonces mi vida, conseguir un entendimiento y una reconciliación entre todos nuestros compatriotas.

Me he atenido siempre con fidelidad rigurosa a los principios de la convivencia civil

Felizmente, después de un periodo prolongadísimo pasado en esta anómala situación, que por principio parecería insostenible, el transcurso del tiempo y la renovación generacional terminaron por alterarla, permitiendo una renovación que por último se hizo evidente: se había ido produciendo un cambio suave hacia la normalidad, y con él la aparición de una nueva España cuya faz no difiere apenas hoy en día de la que presenta el resto de las naciones occidentales en cuyo círculo se encuentra, por fin, cada vez más definitivamente integrada.

Un inesperado resultado de este fundamental cambio es el premio que hoy estoy celebrando y agradeciendo aquí. Al final de mi carrera de escritor público, y cuando yo había puesto prácticamente fin a mis esfuerzos narrativos y discursivos, un jurado compuesto por espíritus generosos ha creído conveniente señalar mi conducta cívica como digna de especial mención y posible ejemplo de una actitud inspirada por el deseo de concordia, un deseo que durante toda mi vida ha estado presente en mi ánimo y se ha manifestado aún en los momentos de más crudos antagonismos, no ya en una actitud de abstención y olímpica indiferencia, o sea, falsa neutralidad, sino una de afirmación contra viento y marea de los principios que siempre han alentado a la gente de buena voluntad en medio de las dificultades y peligros de la convivencia humana. Escritos míos como El diálogo de los muertos, redactado ya fuera de la frontera española en 1939, o las novelas comprendidas en los volúmenes Los usurpadores y La cabeza del cordero, publicados ambos en Argentina en el año 1948, son testimonio de un sentimiento que supera la lucha partidaria indagando caritativamente sobre las más penosas tensiones a que nos somete la condición humana. Se trata de invención literaria, pero una invención brotada del sentimiento a favor de la concordia universal que no desconoce sin embargo las fuerzas que siempre empujan a la discordia dentro de la inevitable lucha por el poder. Ésas son obras de imaginación literaria aunque tengan como fuente de inspiración más o menos directa la experiencia real de la guerra civil recién vivida y padecida por el escritor; pero al calificarlas de 'imaginación literaria' quiero indicar que superan las contingencias prácticas para apuntar a valores intemporales dentro de la esfera estética. Dicho en otras palabras: mis relatos no responden a una intención polémica sino, por encima de cualquier partidismo práctico, a una intención de penetrar en el fondo de los valores internos. Esos escritos míos no pueden valer ni ser utilizados como armas propagandísticas de combate.

En otro orden de cosas, he continuado siempre, fiel a mi vocación intelectual, redactando estudios acerca de la realidad práctica en la que entra con peso abrumador la experiencia de la lucha política y, por último, con la guerra civil, la lucha armada. Y en este terreno me he atenido siempre con fidelidad rigurosa a los principios de la convivencia civil correspondientes al nivel de nuestra civilización occidental. Para resumir en una sola expresión lo que con esto quiero decir, evocaré el título de un famoso escrito kantiano: La paz perpetua, esto es, una paz fundada no en la sumisión forzosa, sino en la concordia razonablemente aceptada y practicada por todos los hombres de buena voluntad. Aquí es donde se encuentra la justificación que pueda tener aplicado a mí el Premio Martorell que en este momento celebramos y una vez más debo agradecer del modo más profundo y sincero. No ha habido en este sector de mi labor intelectual ningún intento de claudicación ni de acomodo a las circunstancias del momento, pues estimo que la dignidad del escritor exige siempre su independencia, aunque los cambios de las situaciones concretas requieran que los principios se ajusten a las modalidades de la realidad histórica; en este aspecto estoy seguro de no haber incurrido en el bien intencionado error de aquellos colegas que han pretendido colocar su pensamiento en una esfera abstracta, con lo cual se colocaban a sí mismos en un vacío; pero, por otra parte, jamás he cedido al compromiso de doblegar los principios falseándolos para llevarlos a un terreno históricamente irreal. Publicados están mis escritos todos en testimonio innegable de una actitud atenida a los cambios de la realidad concreta, sin por ello renunciar a su valor inmutable.

Ciertamente nos encontramos en un periodo crítico en que la confusión de ideas ocasionada por el desorden mundial desanima la reflexión ecuánime, y un premio como el que da ocasión a este acto, sin caer en la fácil expresión de buenos deseos, merece ser saludado con honor y gratitud. Responde a la más noble tradición cultural del occidente afirmando su validez intemporal aun en las circunstancias más adversas. Me felicito de haber dado pretexto para proclamarlo.

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