Los libros y las piedras
Autorizadas y amigables voces periodísticas -Llàtzer Moix en La Vanguardia; Joan Barril en El Periódico- se han pronunciado estos días sobre el hallazgo de los restos de la ciudad moderna bajo el mercado del Born y de las consecuencias que pueden derivarse para la construcción de la Biblioteca Provincial. Sus ponderados argumentos conducen a una conclusión que, asumido el riesgo de las simplificaciones, podría caber en la siguiente consigna: menos piedras y más libros; menos cultura conservacionista y más cultura viva. Hay que reconocer que la corrección política cae de su parte, máxime cuando se trata de una biblioteca que lleva 20 años de retrasos injustificados, siendo Barcelona una de las últimas capitales de provincia que por fin se dotarán con esta importante infraestructura. Las ruinas emergidas están ya provocando un nuevo retraso: hay que esperar los dictámenes de los expertos para ponderar qué partes hay que mostrar al público y qué otras pueden documentarse y volver a la confortable sepultura que las ha preservado durante los últimos tres siglos. Parece, en cualquier caso, que el proyecto de los arquitectos Enric Sòria y Rafael de Cáceres no va a escaparse de una revisión a fondo que implicará nuevas tardanzas.
Ahora bien, inferir de ello que la aparición de las ruinas es más una desgracia que un beneficio para la ciudad parece un fatalismo injustificado. Es cierto que se trata de un hallazgo relativo: numerosos documentos testimoniaban la existencia de esa parte de la urbe arrasada por Felipe V, hasta el punto de que es posible establecer casa por casa qué familia la habitaba y a qué actividad consagraba sus días. Es cierto igualmente que cuando se construyó la Barcelona olímpica las contemplaciones con el repertorio arqueológico fueron mucho menores: el aparcamiento frente al mercado acabó por borrar lo que la furia borbónica había dejado en pie, y no mucho más considerado fue el trato que recibió la muralla de la Ciutadella a la hora de construir el colector de la avenida de Picasso. Se ha dicho que las prioridades, en 1992, eran otras, pero ello no empece para pensar que por la época se practicó un urbanismo con algunos excesos. Basarse en él para justificar ahora la construcción de la biblioteca con menoscabo de los restos equivale a amnistiar al empresario que contamina el río con el argumento de que años atrás salía indemne tras el pago de una multa mucho menos onerosa que la instalación de una depuradora en condiciones. Las sensibilidades evolucionan, en principio para bien.
Sin embargo, no todos los puntos de vista coinciden en que el Born es el espacio idóneo para ubicar la tan deseada biblioteca. Este diario recogió hace unos días los puntos de vista de arquitectos razonables, como Josep Maria Montaner, Juli Capella y Antonio González, que se manifestaban en contra de esa idoneidad (bien es cierto que Salvador Tarragó se expresó a favor). El hecho de que los aparatos climatizadores del equipamiento hayan de instalarse, según el proyecto actual, en un solar fuera del perímetro del mercado, extremo que ya ha provocado inquietud entre vecinos y constructores (en los porches de Xifré se edifican pisos de alta categoría) es un argumento de peso que, si no apareció antes, probablemente deba atribuirse a la corrección política: a nadie le apetece aparecer como óbice para dotar a la ciudad de una magna biblioteca.
Aún hay otro factor, menos confesable, que se mezcla en todo este asunto. La memoria aparecida en el Born es la que durante los últimos 20 años -los mismos, por cierto, que ha tardado la biblioteca en echar sus cimientos- ha constituido el estandarte victimista del nacionalismo en el poder. ¿Nos llevará un progresismo mal digerido a negar que hubo un agravio serio contra el pueblo catalán? ¿No es hora ya de que podamos mirar a ese pasado -todo lo secuestrado que se quiera por una tendencia política... democrática, no lo olvidemos- a los ojos y enjuiciarlo por lo que fue? ¿Hay o no hay una bala de cañón en medio de una casa de artesanos que presumible no pretendían más que seguir ganándose la vida como lo venían haciendo desde siempre? Los buenos libros nos explican esa historia: ¿por qué, en nombre de ellos, habría que impedir a las piedras la posibilidad de abundar en ello?
Ahí está el error: en plantear los libros como excluyentes de las piedras y viceversa. No es así. Y en este punto podríamos entrar en otro de los excesos de 1992: restaurar una estación de ferrocarril con 2.365 millones de pesetas -es que consta en las hemerotecas- procedentes de los bolsillos de los contribuyentes con el argumento de que iba a ser el gran puerto de salida y llegada de convoyes de prestigio hacia París, Milán o Ginebra, y encontrarse 10 años más tarde con una estación de Francia agonizante que apenas sirve para unos pocos regionales y algunas grandes líneas hacia el sur, Euromed excluido. Si los estudios confirmaran la adecuación, ese abultado dispendio podría ahora rentabilizarse ubicando allí la biblioteca. Incluso parece que el espacio da para mantener algunos recorridos provinciales, visto que de un servicio bibliotecario de ámbito provincial se trata. La vergüenza no quedaría borrada, pero al menos se le sacaría algún partido.
¿Qué le pasa a esta ciudad, que se debate entre los libros o la piedra en terminos de disyuntiva? ¿No podemos animarnos por una vez y reclamar los libros y la piedra para sumar energías en lugar de restarlas? A falta de capitalidad política, Barcelona se ha hecho a golpe de grandes acontecimientos: las exposiciones de 1888 y 1929, los Juegos Olímpicos, ahora el 2004. Lo que siempre le ha costado una enormidad es gestionar a posteriori lo que esos hitos le han legado: el Born, la sstación de Francia, el estadio Olímpico, el Palau Nacional, los pabellones de Montjuïc. Con altanería, se ha mofado de operaciones como el Guggenheim de Bilbao, que, a la postre, ha resultado ser un éxito para la ciudad; mientras, se afanaba en reconstruir su teatro de ópera, dejado de la mano de Dios por las administraciones, sin valorar apenas la posibilidad de otras localizaciones, como la que ahora ocupa el World Trade Center, que sin duda le hubiera imprimido un carácter de modernidad una y otra vez negado.
Desde hace muchos años, nos movemos por proyectos de mínimos, nunca de máximos. Y no equivocamos, como bien apuntaba Vicenç Villatoro en un artículo publicado en estas mismas páginas hace unos días: lo mejor de nosotros mismos lo hemos dado cuando la rauxa se ha impuesto al seny. Gaudí y Verdaguer son los dos altos ejemplos en los que espejarse. No estaría nada mal que el año en que les recordamos nos sintiéramos herederos de su atrevimiento y nos lanzáramos a reclamar libros y piedras para Barcelona. A la vez y sin complejos absurdos.
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