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La ciudad amputada

Ciertamente, no son pocas las grandes ciudades europeas que, a lo largo de los tres últimos siglos, han sufrido en sus cascos urbanos graves destrucciones como consecuencia de asedios, bombardeos o combates callejeros: Varsovia, Dresde, Berlín, Hamburgo, incluso Londres o Rotterdam. Sin embargo, no conozco ninguna donde, concluidas las hostilidades, una represalia política del vencedor ordenase arrasar el 20% de la urbe con el único objeto de asegurar la sujeción de ésta y de sus habitantes al nuevo poder impuesto por las armas. No conozco ninguna, excepto Barcelona.

Eso fue lo que aconteció en la capital catalana al término de la guerra de Sucesión. Ya en 1715, con rapidez inusitada para la época, Felipe V dispuso el derribo parcial de uno de los barrios más pugnaces en la resistencia al asedio borbónico -el barrio de la Ribera- para dotar a la Ciudadela de inminente construcción de los glacis y la explanada exterior que le permitiesen cumplir su función principal: no, desde luego, proteger o defender Barcelona, sino mantenerla vigilada y al alcance de la artillería del rey. Si a la brutalidad de la orden real -que violaba los términos de la capitulación de la ciudad, pactada el 11 de septiembre anterior- le añadimos sus efectos prácticos -hasta 1.200 edificios demolidos por sus mismos propietarios, entre 4.000 y 10.000 personas sin techo-, la falta de indemnización alguna por la pérdida de tantos hogares y puestos de trabajo y, encima, la imposición al vecindario de un 'donativo forzoso' para sufragar las obras de la nueva Ciudadela, tendremos que dar la razón al autor decimonónico La Llave y García cuando escribe: 'Todo concurrió a que los barceloneses mirasen con malos ojos la terrible fortaleza como un instrumento de tiranía, un símbolo de la esclavitud que padecían'.

Así iba a ser, en efecto. Aquellos 'cathalanes rebeldes' a los que aludía Jorge Próspero de Verboom -el ingeniero militar que concibió la Ciudadela- y sus descendientes, a lo largo de cinco o seis generaciones, mantuvieron vivos el recuerdo y el agravio de la amputación urbana de 1715 e hicieron del fuerte borbónico un ominoso emblema del despotismo, una Bastilla local. Desde los albores de la revolución liberal, los grupos progresistas barceloneses incluían su derribo en el programa de todas las movilizaciones, bullangas y revueltas; lo intentaron en 1842, piqueta en mano, pero fueron derrotados por el ejército; dos décadas después, el poeta y futuro ministro Víctor Balaguer lo exigía en versos encendidos: 'No hi ha castell en la terra / que ésser puga més odiat; / ni de més innoble glòria, / ni de més horrible història, / ni de més inic passat. / A baix la ciutadela! / A baix! A baix! A baix!'. El anhelo de la ciudad mutilada se cumplió por fin a partir de 1869, y el muñón en carne viva fue cicatrizando en las modestas frondas del parque de la Ciutadella, y en la reurbanización de la antigua explanada cuyo centro ocuparía, desde 1876, la magnífica estructura del mercado del Born. La Barcelona fabril, la urbe de los prodigios, las huelgas y las bombas, sepultaba por fin en un piadoso olvido las secuelas físicas de su derrota de 1714.

Las sepultó, pero no las destruyó. Al abrigo de la ligera arquitectura del Born, las ruinas de una buena porción del barrio de la Ribera han dormido durante un siglo y cuarto ignoradas, no de los estudiosos, aunque sí de la ciudadanía e incluso de un catalanismo siempre afanoso de símbolos, hasta que los trabajos preliminares de la Biblioteca Provincial las han redescubierto y las han sacado a la luz en todo su esplendor.

Esplendor, sí, porque no es corriente hallar, en pleno centro urbano, un yacimiento arqueológico que abarque 8.000 metros cuadrados de una ciudad de principios del siglo XVIII, una decena de calles, tal vez dos centenares de casas, una gran acequia con sus puentes... Claro que en el trazado urbanístico de Barcelona hay otras vías tanto o más antiguas, y edificios coetáneos de los del Born, pero unas y otros desfigurados por las reformas, las intervenciones y los añadidos posteriores. En el Born, no. Allí el tiempo se detuvo a fecha fija, la vida se interrumpió de repente, como en Pompeya o Herculano, sólo que nuestro Vesubio se llamaba Felipe V.

Por eso, en la zona ahora exhumada de la Ribera barcelonesa están intactos los pavimentos y las cloacas de las calles, lo están los pesebres de los establos y las escaleras de las bodegas, lo están el hollín de las chimeneas, los hornos, los lavaderos, las letrinas y hasta algunos bancos de piedra junto al fuego. Por eso los arqueólogos han hallado kilos y kilos de objetos domésticos: loza, herramientas, juguetes, monedas, rosarios, alguna joya...; ¿quieren creer que incluso son visibles los esqueletos de dos ratas que quedaron atrapadas al hundirse su escondrijo? Así de súbito y fulminante fue el derribo...

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Esa espectacular imagen congelada de cómo era una ciudad europea hace tres siglos tiene, a mi modesto juicio, un valor patrimonial intrínseco y ofrece enormes posibilidades didácticas y museísticas. Pero, además, es obvio que el yacimiento del Born posee una carga simbólica añadida: su misma existencia, la destrucción urbana que atestigua nos remiten a un capítulo crucial en la historia de la ciudad y del país, el de 1714, que es al mismo tiempo uno de los mitos vertebradores de la nación política, el del Onze de Setembre. Si combinar ambos aspectos no es fácil, tampoco tiene por qué ser imposible, siempre que se proceda con rigor y sin sectarismo.

Conviértase, pues, el Born en lo que ya era de hecho y en secreto: el cobijo de un pasado que merece ser recordado y explicado, el gran lieu de mémoire de la Barcelona moderna. Y búsquese para la futura biblioteca un alojamiento más funcional que el antiguo mercado de abastos; pero pronto, no vayan a impacientarse esos esnobs que adoran los libros y menosprecian las ruinas de la Ribera porque -¡ay!- son unas ruinas 'victimistas'.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.

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